Desde Buenos Aires: «La Tierra Verde», un relato de Daniel Gomez

No sé si alguna vez les he contado, acerca del, ya un poco lejano, día en el que- y observando a las verdes, bonitas, entrañables tierras extendidas en el horizonte- yo hube de pensar, para mi agradable, cariñosa y apreciativa memoria:

Verde, verde tierrina mía.

Sí, a todos ustedes, y si están ahí, y sean los que sean, creo que yo nunca se los había contado. Y es que de tal forma, pues, pensé (y a la vista de la tierra, y de esa manera, se podría decir, y aunque algunos dirían que idiomática, tan folclóricamente lingüística, vernácula o, más bien, emocionadamente vernácula), cuando en el autobús, y a través del vidrio, pude observar, en fin: lento al sol, y que iba cayendo, y ya les digo, sobre esas tierras, llanas y verdes, de Asturias. 

-Para lo único que uno viene-me decía un conocido, un poco escéptico y otro poco, o mucho más, veraz-, es para en algún momento irse. 

Sin embargo, yo en esos momentos sentía- sí, sentía- que acaso en ciertos sentidos… las tierras llanas y verdes, llanas y verdes por esos lugares se veían, ya eran un poco también mis tierras. 

-Al menos-dijo entonces, de pronto, ese conocido que estaba sentado a mi lado, en el autobús, e interrumpiendo de tanto en tanto a mis pensamientos-, al menos, acá se ven lindos paisajes. Pero lo importante es que al “abuelo”-así, afectuosamente, le decíamos a nuestro pariente político en común-lo atendieron bien. 

-Creo-agregó, y sin poder evitar, a lo que me pareció, un cierto acento de insidiosa indiferencia-, creo, que en dos días le dan el alta… Espero que no haya problemas-dijo después, todavía más insidioso-, con ese certificado que está un poco manchado. 

A mí me pareció conveniente, y no sé bien por qué, cambiar entonces de tema (y mientras, en mi mente una palabra, sí, una palabra, pugnaba, se diría, por formarse, y acaso como viéndome yo un poco en el rostro de mi conocido):

-El verde, a veces, es bueno verlo también en los paisajes…, ¿o no? Je, je-le dije, entonces, irónico, incómodo, cambiando el tema, y aunque no sabía bien del todo cuál era el tema que, en realidad, hasta esos momentos habíamos tratado.

-Nuestro verde está en otro lado-respondió mi conocido, para mí con sorpresa y aplomo-. Y creo que nunca-agregó- conviene integrarse en lugares en los que nadie te quiere integrar. 

Algo de razón (pensé en esos momentos) él había de tener, tal vez. 

Lejos está-pensé luego-la patria, sí. Lejos.

Lejos. Aunque a veces, y no es poco cierto-continué pensando-, la patria en ciertas ocasiones se puede sentir: en nuestro aprecio, y ya que no tanto en la geografía… o en una cuna.

Sin embargo-razoné otra vez-, algo de razón él había de tener, tal vez (y ese “tal vez” era muy importante).

-No es el lugar en el que nací, ni mi patria-dije, como decidiéndome, algo discursivo y ya casi en soledad, y lacónico y lapidario, y, quizá, incisivamente veraz-: pero pienso que uno se puede sentir, por momentos, de todas partes; o mejor todavía-añadí, y ya casi reconviniendo-, del lugar por el que se siente uno encariñando en ciertas circunstancias. 

Mi conocido nada dijo, de momento; y mientras yo pensaba, y acerca de él, una palabra, para mí, hasta esos momentos no muy conocida: 

Desagradecido…, fue, sí, la palabra, que al fin vino a mi mente; la palabra que, tanto, me había costado elaborar, y mientras mi conocido, de una manera brusca, había de romper el breve silencio, y con esta otra tan significativa palabra: 

-Expulsión.

-¿Cómo?-pregunté-. ¿Qué?

-Expulsión-repitió-. ¡Sí!, ¡sí!- gritó, y como en éxtasis-. ¡Expulsión! ¡Expulsión!

-La otra vez-comentó, luego de un largo, ¿dolido?, silencio-, la otra vez, cuando yo caminaba por una calle un poco escondida, un grupo de adolescentes me gritó, lo que ya te dije-y él me miró, escéptico y dolido-: Expulsión. 

Y luego, y según sus palabras:

-Y ya ves. Uno a veces es de donde puede…o a veces de donde te dejan ser.

No demasiados meses después, y en verdad que todavía, mucho, por mi memoria andaban todas las palabras antedichas, en cierta institución burocrática, ocupado yo allí en un asunto del que, y no poco, no quiero acordarme, me hallaba, pues, así: esperando, esperando, esperando; y esperando, como tantas y tantas, y tan poco exitosas, veces, que el largo viaje en avión, de hacía ya algunos años, rindiera un poco más de frutos, digamos. Ya que: no lejos de mi asiento, en efecto, se podía leer al letrero: 

Empresa de Vivienda. 

Mientras aguardaba, les digo, sentado en la sala de espera (y pensando, como siempre: ¿podré pagar el siguiente alquiler?), vi ante mis ojos, otra vez, a la verde tierra tras un vidrio, y ahora también en la forma de un frondoso árbol al que, durante varios minutos, le ocupé mis ojos. Entonces hubo de acercárseme una de las encargadas de las ayudas para la propiedad de la vivienda (yo ya la había visto en algunas anteriores, y fracasadas para mis deseos, ocasiones); y así es que recuerdo, todavía, a sus pequeños ojos castaños, fijos en mí, y a su sonrisa en su boca de labios rojos, y a su manera de (y sonriendo, extrañamente, entretanto) inclinarse hacia mi persona, en el lugar en el que estaba yo sentado, y con una exagerada, insana (fue una palabra que no pude dejar de pensar) mirada: una mirada que, casi, quería-a lo que me pareció-traspasarme.. 

Menos todavía, desde luego, he yo de olvidar, a sus palabras, y cuando ella a mí por fin se dirigió:

-Bonito paisaje-dijo-. ¿Te gusta? 

Le dije que sí.

-Bueno, el paisaje es gratis-su voz era raramente neutral. 

-Seguro-le dije, en broma- que nunca van a cobrarnos por el paisaje.

Casi me pareció que su sonrisa y que su mirada (si me permiten la metáfora) se enturbiaron todavía más con mi broma; aunque la nuestra no había dejado de ser una conversación puramente, digamos, protocolaria, de formulario. 

En suma, que yo pensé: 

Ella está cumpliendo su función social, caer bien; aunque yo soy, y siempre soy, un extraño. O peor (¿o más correctamente?): que siempre seré un extranjero.

Volvieron, en esos momentos, a mis mientes, las palabras (y palabras más y palabras menos) de mi amigo:

Uno a veces-y casi que le escuché otra vez a él decir- es de donde te dejan ser. 

-Bonito paisaje-dijo otra vez, y no repuesto yo del todo de su misteriosa sonrisa-. Sobre todo si, como bien dices, no hay que pagar por él-y seguía sonriendo, y no respondía yo, ya que, por algún motivo, debo confesar que pensé, vanamente pensé, que acaso debía responder a esa sonrisa. 

-Ya te atendemos-me dijo, en fin, la mujer de la Empresa de Vivienda; ante mi silencio (o ante mi ya intuitivo silencio). 

Y así se fue, hacia su mesa de atención.

No pocos segundos después me llaman; me siento; comienzo a hablar, y, estando en ello, la persona que frente a mí estaba-y que no era otra que la anterior, que ya antes y con un clima, quizá, de no poco misterio he descrito o intentado describir-interrumpe a mis breves palabras introductorias; y con esta otra palabra, tan suya propia, y que de la siguiente manera, digamos, así me la hubo de rezar, para mis oídos y para mi memoria:

-Sudaca. 

-¿Cómo?-le pregunté. 

Volvió a repetir la palabra.

-¿Crees-comenzó luego, preguntando- que en estos tiempos de crisis no tengo el derecho de llamarte así?

Y volvió, de tal forma, a repetir la palabra: 

Y casi-pensé- como si me la echara por sobre los hombros. 

De pronto, lo advertí, sus gestos eran nerviosos, excesivamente nerviosos; y no poco después una catarata de palabras, de malas palabras las más, y de lágrimas, que no menos me sorprendieron, se encaramaron, y no es tanto una manera de hablar, sobre mí; y luego, y al poco tiempo, y quizá un poco tarde el tiempo, varios compañeros de la mujer se hubieron de abalanzar sobre ella, la interrumpieron, la calmaron, la llevaron a un lado, aparte, en donde la mujer se pudo desahogar de una crisis-interesante palabra, por cierto, en este contexto- de llanto, de furia, y entre la cual, ciertamente, yo llegué a escuchar algunas palabras más: todas, claro, no muy diferentes de la primera, que tanto, ¿o que tan poco en realidad?, me había sorprendido. 

Un señor, entonces, de barba y con una sonrisa…excesiva, tal vez (¿o serían estos términos otro modo de pronunciar la palabra: fingida?), se acerca a mí; pero, y sin evitar el tono tenso de la voz, él me había de decir:

-Usted disculpe-me trató de usted-, un incidente y nada más. Ella tiene algunos problemas familiares…, y ya sabe, seguro comprenderá-y señaló, levemente, a la mujer, que poco a poco se iba calmando y mientras yo pensaba en la inevitable palabra: crisis. 

-Enseguida lo atendemos-culminó. 

-Si quiere-me dijo uno de los encargados, y yo advertí en él, y yo no pude dejar de advertir en él, un cierto tono de insinuación subrepticia-, si quiere- dijo pues- hay aquí unas hojas de reclamación. 

-No-dije, algo alerta en verdad-. No. No hace falta.

La sonrisa fue, todavía, más excesiva en ambos; que asintieron, se podría decir, y casi como diciendo: “bien hecho, bien hecho”; y así el hombre de la barba y el otro, que acabo de describir, se fueron. 

Y por supuesto que otra vez dejándonos solos a los dos. A mí y a mis pensamientos, quiero decir. 

No, claro que no. Y es que no dejaba yo de pensar. ¿Era necesario relacionar-fueron mis pensamientos-a esas dos personas, y sobre todo a la mujer, no solamente con la entrañable visión de las tierras verdes, que todavía estaba en mi alma y mi memoria, sino también, o sobre todo, con una larga, elaborada, y bien acuñada en mi corazón, cadena de relatos, de leyendas, de historias familiares, de vagas remembranzas de hombres y de mujeres (y de abuelos y de bisabuelos y de antepasados) de tiempos antiguos, en las casas del campo, agachados sobre la, verde, verde, tierra; imágenes, en fin, de hombres y de mujeres y de muy pasados tiempos idos, o de no tan idos tiempos; clavadas esas imágenes, digamos, en mi alma y memoria: siendo, como lo eran, las imágenes- legendarias, algo históricas- de gentes, de hombres y de mujeres, que por largos siglos habían llevado-llevan- en cierto modo la misma sangre que yo, y que además, en no pocas ocasiones, ahora los veía todavía yo en mis sueños, habitando, trabajando, durmiendo en fin: en las tierras, verdes, llanas, montañosas, en las tierras entrañables de Asturias?

-Ahora, pase-dijo, de pronto, el señor de la barba: o la realidad…, quiero decir. 

Y al son del emotivo, conocido y familiar- y, también, en esos momentos, en muchos sentidos, hostil- y vernáculo acento, hube de escuchar una palabra, no poco conocida para mí, en la Empresa de Vivienda y en otras burocracias:

-Denegado. 

-Pedido denegado-agregó, les digo yo, el hombre de la barba y- ¡es que yo no pude observar otra cosa!- con una sonrisa que más y que más y que más, ¿y más burlonamente, y más hostil?, se extendió por todo su rostro y por toda su barba, poco antes de que yo me despidiera, y de que él siguiera atendiendo a su colega que se había quedado sentada, aparte, en un rincón, y mirándome además, ella, al irme yo… casi como si en los propios ojos me despidiera con la misma palabra que, en realidad, tan bien había intuido alrededor de mí en los últimos tiempos. 

Y después, entonces, y luego de la traición (no he de utilizar, no puedo utilizar otro calificativo), muchos días, y noches, me hubieron de encontrar: por las calles de la ciudad, no lejos de las verdes tierras y de las verdes montañas (de las que tanto, en varios sentidos, me había encariñado), y andando y andando y andando. A veces, cuando me detenía en alguna esquina, observando al mar, por ejemplo, y entre toda la gente- o indiferente o silenciosamente recriminante-que pasaba y caminaba cerca de mí, yo me decía, al ver a las montañas, y tan y tan cerca de la mar: la traición, claro, no tiene patria, ni tierra ni sangre. 

Y no mucho tiempo después, algo yo mejor (en economía y en ánimo), pero todavía cansado, un día me encontré otra vez en las afueras de cierta no muy grande ciudad, y cuando, ante mis ojos, verde y llana y bonita y legendaria, hacia el poniente-casi como eterna- se extendía: la tierra de España, y la tierra de Asturias. 

Verde, verde tierrina mía-pensé, entonces, otra vez; y claro que sin poder evitarlo.

Denegado, expulsión; pienso: dos palabras importantes. Sin embargo, tal vez en ciertas circunstancias, y pese a todo ello, por ejemplo para esas dos palabras-y no poco frecuentes, créanme-quizá no tenga yo otro remedio que acudir a la vieja cadena de abuelos y de bisabuelos y de antepasados-mujeres y hombres-, con que suele ocuparse mi memoria: a la vista de las tierras verdes. Y, así, pensar que palabras como las antedichas, no son en realidad tan importantes como lo son, o que no son tan importantes como lo debieran ser, o, más probablemente, que para mí, en muchos sentidos, no debieran ser unas palabras tan importantes: como algunos-para mi mal- quieren que sean. 



Daniel Alejandro Gomez (Buenos Aires, 1974), escritor, ensayista y dibujante. Libros publicados: Muerte y Vida (Ediciones Mis Escritos, Argentina, 2006), Sobre Tiempo, Amor y otros Poemas (Editorial Bubok, España, 2009), y la novela electrónica Sembrar Palabras (EBF Press, España, 2002). Publicó cuentos y poemas y ensayos en medios electrónicos y periódicos y revistas impresas: Revista Lilith, Revista Fábula, Revista Hispanic Culture Review, de George Mason University, Georgia, Revista de pensamiento Cuenta y Razón (España). Como dibujante, expone en varias galerías digitales en varios idiomas. Exposición en Galleria IL Bracolo, Roma, Italia, 2008.


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