«El juego perfecto» un relato del autor cubano Yonnier Torres Rodriguez

Aunque las cosas cambien de color
No importa, pasa el tiempo

Silvio Rodríguez


-Sentémonos bien lejos del baño- dice ella mientras pasea la vista por las mesas que aún permanecen vacías.

En la pista dos parejas bailan un tema de Kansas como si bailaran un tango triste. 

Las luces que cuelgan del techo cambian de color. 

Ella pide un daiquirí, yo una cerveza. 

Ella mira hacia la barra, yo hacia la pista. 

El camarero va de mesa en mesa con una bandeja metálica en la mano. El barman enciende la licuadora y se acoda sobre la barra. La frialdad de la cerveza sana mi garganta. Con el tercer trago creo poder hablar, abro la boca pero solo sale un gruñido seco que se confunde con el sonido de la guitarra y ella no lo llega a oír. Absorbe su daiquirí lentamente y mantiene los ojos fijos en la barra. 

Kansas le da paso a los Rolling Stones. Se atropellan The Doors, Queen, Los Zafiros, Earth, Wind and Fire y Bola de Nieve. Para cuando Tracy Chapman canta voy por la cuarta cerveza, ella por el segundo daiquirí y siento que de tanta frialdad mi garganta podría desaparecer.

-Hagamos algo divertido- dice ella. Absorbe hasta el fondo su daiquirí y echa el vaso a un lado.

-¿Algo como qué?.

-No sé- responde- algo distinto-. Toma el absorbente y comienza a darle vueltas con la punta de los dedos.

Se abre la puerta. La luna tiende su manto sobre el umbral y me resulta insólita tanta claridad en una puerta apenas entreabierta. Entra un gato barcino, camina despacio con el hocico pegado al suelo, como si tanteara las losetas poniendo interés en cada centímetro de piso. El camarero no le presta atención al gato, mucho menos a la luna. El barman apaga la licuadora, prepara un par de tragos y la vuelve a encender. Las parejas se mueven en el centro de la pista al ritmo de American Woman.

-Agarra aquel gato- me dice.

-¿Para qué lo quieres?- le pregunto.

-Tú solo atrápalo, después veremos. Va a ser divertido.

El animal se me escapa, corre bajo las mesas hasta que logro arrinconarlo entre la puerta del baño y la barra.

-¿Para qué queremos este gato?- le vuelvo a preguntar mientras ella lo acaricia en su regazo.

-Es un gato muy lindo- me responde- un animalito obediente, podríamos venderlo.

-Nadie estaría interesado en comprar un gato.

-Podríamos decir que sabe bailar, pararse en dos patas, hacer malabares. Nos pagarían hasta cien dólares por este gatico.

-Pero no sabe hacer nada de eso.

-No importa- me dice- será divertido.

Pago la cuenta y salimos a la calle. El cielo está despejado. La luna es un gran foco de luz que cubre el asfalto y se traga la sombra de los edificios. El aire del mar sube por la avenida. Cruzamos de acera y caminamos recto hacia la Plaza.

-En la Plaza se vende de todo- me dice, pero el gato barcino suelta pelos que se le pegan a la blusa, maúlla, no se está quieto, trata de escapar.

-Ya estoy aburrida- dice al rato- esto no es divertido- y suelta al animal que huye, trepa a un árbol y desde allí nos mira con sus ojos de vidrio. Cuando lo veo colgado a las ramas tengo la impresión de que hace malabares, camina sobre una cuerda floja y da pasitos de baile. Quizás ella tenga razón y sea un gato especial, un gato diferente. Recuerdo la novela de Bulgákov, su gato es tan parecido al nuestro. Sonrío, o al menos hago como que sonrío, de todas formas ella no se da cuenta.

-Ese gato es un diablo-le digo- deshacernos de él fue lo mejor que se te pudo ocurrir. Nos iba a traer muchos problemas. Lástima que hayamos perdido los cien dólares.

-Los conseguiremos de otra forma- responde.

Nos sentamos en un banco de la avenida. Abro mi maleta y saco la novela de Bulgákov. Bajo la luz del farol busco algún pasaje donde su gato negro haga travesuras, hable con el conductor de un tranvía, o le pegue fuego a un edificio de apartamentos. Lo reviso despacio pero solo me encuentro con Poncio Pilatos, Berlioz y el Diablo. Ella me mira y se sorprende, no sabe que leo a Bulgákov, tampoco que tengo una maleta. Piensa, o hace como que piensa en algo divertido. Le da vueltas al absorbente con la punta de los dedos. Me quita la novela de las manos, va hasta el capítulo 28 y dice:

-Hagamos como Koróviev e Hipopótamo. Asaltemos una tienda. Eso sí será divertido. Podríamos robar hasta 300 dólares.

-¿Cómo?- le pregunto. – Koróviev e Hipopótamo no asaltaron una tienda, más bien la destruyeron.

-No tenemos que llegar a tanto. Aunque sería más divertido aún. Algo así como un juego, un juego perfecto. 

-Nos podrían descubrir.

-Tomaremos todas las precauciones.

-Entonces dejaría de ser divertido, dejaría de ser un juego.

-Tienes razón.

-No me parece buena idea. Necesitaríamos al menos dos pasamontañas y un revólver.

-Yo tengo dos pasamontañas.

-Aún así necesitamos un revólver.

-Se lo podemos quitar a un policía.

-La idea del gato me gustaba más.

-Vamos hasta mi casa - me dice y se pone de pie.

Cierra la novela y la guarda en su bolso. No sabía que le gustaba Bulgákov, mucho menos que tenía un bolso. Me auto-impongo pedírsela de vuelta. Acostumbra a quedarse con mis cosas.

Las luces del semáforo cambian de color. La ciudad está prácticamente vacía. Pedimos un taxi y no pronunciamos palabra en todo el trayecto. Ella mueve las manos como si aún acariciara el gato. Yo como si aún hojeara la novela. Una vez dentro abre el refrigerador, saca una botella de vino y dice que debemos hacer un brindis por el éxito del asalto. Pienso dónde podríamos esconder el dinero una vez que regresemos de la tienda. Intento consultarle, a fin de cuentas ella es la dueña de la casa y conoce todos sus escondrijos, pero levanta la copa de vino y me interrumpe:

-Con 300 dólares podríamos comprar cinco conejos blancos- dice- cinco jaulas de alambre y un saco repleto de hierba. Me gustan mucho los conejos blancos, son animalitos obedientes. Nunca tratan de escapar.

Saco cálculos: 5 conejos + 5 jaulas de alambre + un saco de hierba. Creo que 300 es más que suficiente. Incluso nos sobraría un poco de dinero para comprar un disco de Red Hot Chili Peppers, una camiseta con la imagen de Jim Morrison y un paquete de galleticas de soda.

Va hasta el armario, registra las gavetas y sacude un poco los pasamontañas. Con una tijera les hace un par de huecos simétricos a cada uno. Sin dudas esto de preparar asaltos le gusta mucho. Le doy la razón, al final va a ser divertido. Me acerco a la ventana y miro las avenidas como vértebras de la ciudad. 

El tráfico disminuye. Las luces cambian de color. 

Nos probamos los pasamontañas frente al espejo. Ella dice que podríamos dibujar un logotipo en el área de la frente, como si perteneciéramos a una pandilla, a un movimiento armado, o a una organización terrorista. Me resulta divertido, agarro un marcador, dibujo un par de martillos cruzados y debajo pongo las siglas NMCOMB (Nuevo Movimiento del Crimen Organizado Mijaíl Bulgákov). El pasamontañas rosado me ajusta pero ella dice que ese no es color para hombres. Lo pone en agua caliente, no despinta ni un tanto y decidimos cubrirlo con un marcador negro sin tapar el logotipo y las siglas de nuestra empresa.

-Los barrios bajos están llenos de policías- me dice.

Bordeamos el puente, cruzamos las vías del tren y nos acercamos a la zona industrial. La noche se mantiene impasible. La luz de la luna cubre el descampado y le saca destellos al agua podrida que cruza los gruesos tubos en el subterráneo. Cerca del aserrío hay un bar, en la puerta del bar siempre está apostado un policía. La algarabía de los borrachos se oye en toda la cuadra. El policía da paseítos por la acera, se asoma a la ventana y a ratos se sienta en un quicio del portal. En la cintura tiene un revólver y tres cargadores.

-Eso es justo lo que necesitamos- le digo. 

Me escondo al amparo de las sombras que proyectan los almacenes al otro lado de la calle. Ella simula llamadas de socorro y gritos de espanto. Me asusto un poco, sus cualidades histriónicas siempre me han tomado desprevenido. Agarro un trozo de madera. El policía acude, algunos borrachos también. Acierto un golpe preciso. Amenazo a los borrachos a punta de cañón y corremos hasta el centro de la ciudad. 

Llegamos sin aliento a la avenida. Descansamos un rato. 

Las luces del semáforo cambian de color. Ella observa el revólver y lo acaricia como si se tratara de un gato barcino. Se lo quito de las manos.

-Debemos ser cuidadosos- le digo- seguro está cargado. 

Apunto al edificio de enfrente y PUM PUM PUM. Hago como que disparo, el revólver es ligero, lo coloco sobre mis piernas y ambos lo miramos como se podría mirar a un niño recién nacido, a una foto de Kim Novak o a una postal de navidad.

-Ya es hora- me dice.

Guardo el revólver en el bolsillo de la chaqueta y tomados de la mano paseamos por el boulevard. Sopesamos las posibilidades. Muchas tiendas permanecen abiertas: la joyería, el mercado de especies, la vinatería, las boutiques, la Sex Shop. Recorremos de ida y vuelta toda la calle. Comenzamos a aburrirnos de tanto caminar y antes de que el plan se torne tedioso seleccionamos el Supermarket. Nos ponemos los pasamontañas y empujamos la puerta. Le apunto al cajero justo en la frente y disparo. Ella me reprende:

-Siempre haces las cosas al revés. Primero se roba y luego se dispara.

Le recuerdo que la idea del asalto había sido suya, yo me hubiera quedado con el gato barcino.

Saco 300 dólares de la caja registradora. Ella recorre todos los estantes, pero no encuentra un disco de Red Hot Chili Peppers, tampoco una camiseta con la imagen de Jim Morrison. Solo se apaña una caja de galleticas de soda y un paquete de vitaminas para conejos.

-Debemos prenderle fuego a la tienda- me dice- destrozarla un poco, como hicieron Koroviév e Hipopótamo. Busca algún producto inflamable.

Quiero decirle que no hay razón para seguir al pie de la letra a los personajes de Bulgákov, pero ella se vuelve de espaldas, saca algunas monedas de la caja contadora y camina hacia las tragaperras.

Guardo los billetes en el bolsillo del pantalón y derribo uno a uno los estantes: mayonesa, mantequilla, mostaza, aceite, Ketchup, jugo de naranja, Coca-Cola, pasteles de arándanos, desinfectantes, detergente líquido, pasta de soya. 

Construyo una pira de papel sanitario, libros de autoayuda y revistas de cocina, la riego con una botella de vodka y prendo el encendedor con pose de ladrón de tumbas dispuesto a incinerar un cadáver.

-¡Larguémonos!- me grita cuando la tragaperras vomita un cubo de monedas. 

Corremos hacia la avenida. Las patrullas alborotan con sus sirenas. Destrozan la tranquilidad de la noche, enturbian la luz de la luna que hasta hace un momento hacía contrastes con las llamaradas del incendio. El humo cubre la ciudad, los trozos de papel quemado se riegan por las calles. Las luces del semáforo cambian de color. 

Nos sentamos en un banco. Cuento el dinero. Ella abre la caja de galleticas de soda y revisa la fecha de caducidad del paquete de vitaminas para conejos. Sacudimos un poco los pasamontañas que se han llenado de pajuzas negras. 

-Vamos a casa- me dice- guardemos el dinero. Hoy sí que nos hemos divertido.

Me pongo de pie, pero antes de cruzar la calle camino hacia el árbol. Desde allí nos mira el gato con sus ojos de vidrio.

-Peguémosle un tiro- me dice.

Saco el revólver. Disparo de forma continua hasta que se terminan las balas. El gato camina entre las ramas como si caminara por una cuerda floja, hace malabares, da pasitos de baile, salta al suelo y se pierde en el tragante de la acera.

-Mañana lo atraparemos- le digo- en cuanto entre al club. 

Pedimos un taxi. El conductor habla del incendio. No pronunciamos palabra en todo el trayecto. Coloco el revólver sobre mis piernas y lo miramos como se podría mirar a un gato muerto, a un póster de Michael Jackson, o a una postal de cumpleaños.

Terminamos la botella de vino. La luz de la luna se cuela por las ventanas de la habitación.

-Mañana saldremos temprano a comprar los conejos- le digo.

-He cambiado de idea-me dice- creo que es mejor comprar un gato barcino que sepa pararse en dos patas, hacer malabares y dar pasitos de baile. En la Plaza venden de todo, seguro que lo conseguimos por solo cien dólares.

-Tienes razón- le digo- Va a ser divertido. 

Saco cuentas. La lamparita de noche cambia de color. Pasa el tiempo.





Yonnier Torres Rodríguez (Placetas, 1981). Sociólogo. Narrador. Egresado del XI Curso de Técnicas Narrativas del Centro Nacional de Formación Literaria "Onelio Jorge Cardoso". Ha obtenido entre otros premios: Segundo Premio en el Certamen Internacional de Cartas de Amor “Escribanía Dollz” 2009; Tercer Premio en el Concurso Nacional de Fantasía y Ciencia Ficción "Salomón" 2009; Primer Premio en el Concurso Latinoamericano de Narrativa Breve "Tinta Fresca" 2010; Mención de Narrativa en el Premio Calendario 2010; Premio Nacional de Narrativa “El mar y la montaña” 2010. Es Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y de la Red Mundial de Escritores en Español (REMES). Email: yonnier@uci.cu  ptorres@isp.vcl.rimed.cu


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