Considerando que ver la televisión en Rosebery había sido, principalmente, una secuencia de actos de creación individual por parte de mi hermana pequeña y de mí, fue irónico volver allí, muchos años después, con un equipo de documentalistas de la BBC. Aterrizamos con un hidroavión en lo que queda del río: uno de los tres embalses.
Cuando bajábamos al pueblo por el puerto de montaña, el presentador inglés del programa, todo un urbanita, se apoyó en el respaldo del asiento lleno de pelos de perro del maltrecho Toyota Hilux. Pasó un brazo fraternal por encima de las maletas Peli, donde llevaban el equipo de cámara y me preguntó si ya había visto la nueva de Tom Stoppard.
Cuando Rosencrantz y Guildenstern cautivó por primera vez al público de Londres, en 1967, yo paseaba por la calle principal de Rosebery, en mi memoria, siempre abarrotada, lleno de asombro infantil, atento a las peleas de puñetazos, al olor del humo del tabaco y de la fecunda levadura de la cerveza rancia, atreviéndome, a veces, a entrar en un bar o en una sala de apuestas, donde me recibían con simpatía y amabilidad en medio de la selva de pantalones húmedos y acentos de la diáspora europea de posguerra; mi madre me castigaba si los llamaba «refus» o «morenos» —no recuerdo cuál era la palabra, porque entonces todo el mundo decía una de las dos—, y me recordaba que, si esas personas iban a la iglesia, como hacían muchos de los polacos, alemanes, italianos, checos y yugoslavos, todos eran iguales a los ojos de Dios y nosotros no éramos más que ellos. Y quizá alguno de ellos hubiera presenciado cómo detenían a su familia en Checoslovaquia para llevársela a los campos nazis de la muerte. También era posible que alguno hubiera colaborado en su detención o en su asesinato.
Me daba vergüenza presentarme en Rosebery con el equipo de la BBC, porque el tema del documental era yo, aunque, más que yo, era una idea de la literatura de la que yo acabaría formando parte. Porque Rosebery, fuera lo que fuera, no era literatura. Rosebery y Tasmania eran un mundo que nunca había existido en las novelas. Y, excluida de las mentiras liberadoras de la novela, Tasmania tendía a novelar su propia experiencia. La isla no se descubría a través del prisma de la ideología, la religión, la estética o la política, como cualquier otro lugar, sino de historias, interminables y llenas de divagaciones interminables, abiertas a todo para sumar y restar, multiplicar y dividir y reinventar. El deporte era el único arte permitido, y sus eventos y estrellas se apreciaban más que nunca cuando tendían a lo operístico. Las bromas menores cobraban una mayor carga de significado: una vez que el gobernador vino a Rosebery, varios mineros robaron la limusina oficial, icono del virreinato, y recorrieron todo el pueblo con un aborigen al que se conocía como Rastreador Negro, sentado en el asiento del gobernador, saludando a los vecinos, una broma cruel y ofensiva en todos los sentidos, tanto más trágica por ser cómica para negros y blancos por igual, y tanto más cómica por burlarse de todos. Así era nuestro teatro.
¿Cómo explicarle al encantador presentador de la televisión inglesa que había antigüedad en Rosebery, que bastaba con pararse y esperar para notar una ineludible sensación de tiempo profundo, quizá inalcanzable en la literatura, quizá incluso inefable en el ámbito de la literatura? Que la experiencia de estar al lado de un pino huon de trece mil años de edad en el monte Read transformaba toda la literatura europea en un simple postureo de adolescentes gamberros: simples obras de juventud. No había ningún Stoppard en Rosebery, y tampoco alusiones literarias. No había nada encantado en aquel mundo roto y rompedor. Sin embargo, los seres humanos habían vivido aquí el doble de tiempo que en Europa, y entre los últimos supervivientes de un apocalipsis convivían, también, los supervivientes de un holocausto anterior.
Richard Miller Flanagan (n. en 1961) es un novelista australiano, originario de Tasmania. Es considerado por The Economist como uno de los "novelistas más finos de su generación". Es ganador del Premio Booker de 2014 por su novela El camino estrecho al norte profundo.

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