B0014624: un relato de Amelia Apolinario. Fondo beige envejecido con textura de papel, tipografía clásica negra, y una figura abstracta en rojo herrumbre que sugiere memoria y dolor. Diseño minimalista y evocador con estética de archivo histórico.

Llegamos al campo de madrugada pero los guardias nos mantuvieron de pie en el tren, apretujados con hambre y frío. Cuando finalmente nos ordenaron bajar, un grupo de prisioneros vino a darnos la bienvenida, estaban limpios y sonrientes a diferencia de nosotros, pensamos que no era un lugar tan terrible y con optimismo dejamos el vagón.

No tardaríamos mucho en descubrir la farsa: aquellos que nos dieron la bienvenida eran marionetas que se escogían cuidadosamente entre los recién llegados, los de mejor aspecto, casi siempre los más jóvenes formaban la ilusoria comitiva. Por supuesto que estos pocos afortunados no disfrutaban por mucho el privilegio de la comida y el agua, eran sustituidos en cada nuevo envío de prisioneros; hacerles pensar que estaban por encima del resto en el campo era otro de los juegos retorcidos que tenían los guardias. 

Aún sin darnos un mendrugo de pan, nos hicieron formar bajo la lluvia, un señor gordo que se empinaba en puntas de pie nos gruñó las reglas. Eran simples: vivir mucho estaba prohibido, aunque como toda regla tenía su excepción. En el campo había veteranos, gente tan cansada que no tenía fuerzas ni para morirse, algunos venían de otros campos; en ese grupo estaba Otto: este era su octavo campo. A puntapiés nos separaron: el primer grupo fue directo a las cámaras de gas, un segundo se destinó para trabajo forzado, los niños fueron reclamados por un médico calvo y pezcuesilargo como un buitre y las mujeres fuimos conducidas a la fábrica. Allí éramos vigiladas por un grupo de alemanas que parecían sacadas de revistas. Eran lo único hermoso del campo y a veces nuestros ojos, enfermo de tanto metal, las buscaban. Mirarlas era un respiro, siempre y cuando no nos sorprendieran. Eran bellas, sí, pero igual de crueles que los hombres. 

Una mañana nos hicieron formar, había pasado entonces un mes desde que llegamos. Una a una nos desnudaron y luego de examinarnos de pies a cabeza, apartaron a las ojerosas, que condujeron a las cámaras. En el campo, aunque eran comunes las violaciones, rara vez el embarazo tenía lugar: en aquellas condiciones muchas mujeres ya no menstruaban y la esperanza de vida era tan reducida que difícilmente alguna alcanzaría al parto. No conformes con raparnos la cabeza, a muchas también les cortaban los senos de cuajo: ninguna de nosotras podía conservar algún vestigio de humanidad. 

—¡Tú!—gritó una alemana e hizo la señal con la que se llama a un perro. 

También yo iría a la cámara de gas o eso pensé, pero supe que mi destino era otro cuando me ordenaron detenerme. Al igual que los jefes de barracón y enfermeras, debía ocupar un puesto en el campo, iba a decir que no tenía un oficio útil en aquellas circunstancias pero la alemana habló antes, lo cual seguramente me libró de un buen azote. Dijo que el teniente no podía dormir y necesitaba historias, de niños, especificó. Ni siquiera los guardias podían soportar aquel infierno. No tuve valor para decirle que escribía novelas policiacas y de un puntapié la matrona me hizo entrar al búnker donde conocería a su jefe. De no haber tenido uniforme, Bastian Müller podría confundirse con una estrella de cine: de hombres como él seguramente hablaba Hitler en sus discursos. Era alto, fuerte, y en su presencia las rodillas se aflojaban (aunque tal vez solo fuera hambre) 

No tenía hijos y difícilmente llegaría a tenerlos, a menos que me destinaran al carnicero que abría a las mujeres para meterles embriones de cerdo. Según me dijo una compañera del barracón, el médico del campo quería acortar el embarazo humano, rediseñarlo completamente para que trajéramos más hijos al mundo en menos tiempo. 

—Está loco. Allá adentro hay mujeres con seis tetas y barrigas en la espalda. A una chiquilla encinta le cortó los brazos y las piernas, la lengua, las orejas, ¡hasta le sacó los ojos! La preña él mismo una y otra vez y la hace parir de cabeza…  

Aprovechaba los ratos con las mujeres para oír sus historias, algunas hablaban de caballitos jorobados y brujas con patas de gallinas, otras se las guardaban en el mismo recoveco del cuerpo donde escondían un par de aretes. Lo primero que hacían las reclusas cuando otra moría era meterle los dedos dentro; las menos escrupulosas incluso vigilaban las letrinas. Aquellas joyas que se sacaban como huevos, eran canjeadas por pan o antibióticos. A diferencia de algunas mujeres en el barracón, yo no sufría de hemorragia alguna, de mis padres solo heredé la miseria y un poco de estrabismo. 

—Cógelo, es tuyo—hace poco trajeron a una vieja, sus hijas en cuanto bajaron del tren fueron directo a las cámaras de gas, su marido no quiso pasar el bochorno de cagarse encima y murió en el vagón que los trajo—. Aquí tienes cinco raciones de pan—dijo al ofrecerme el diamante—. A donde voy, no sirve—era una alcancía de pastillas y sin suministros, no iba a sobrevivir en el campo durante mucho tiempo.

El día a día en el campo no solo era difícil para los prisioneros, también para muchos guardias. Algunos como Müller no eran capaces de dormir y otros ni siquiera podían comer. Hubo un guardia que se puso tan flaco que de no ser por el uniforme podría asegurar que era uno de nosotros. Oí que tenía miedo a tragar la comida. ¿Miedo a qué?, espetó la cocinera. Miedo a ahogarse, dijo otro guardia. A falta de alimento, el hombre se fue comiendo a sí mismo y muy pronto lo sacaron del campo en una destartalada ambulancia. Verlo me dio conciencia de cuál era mi aspecto y agradecí que ni siquiera hubieran charcos donde compadecerme. Sin tiempo para algo más que sobrevivir, en la mente de los prisioneros no había cabida para el deseo sexual o la inteligencia. Mil veces vi a hombres batirse por migas de pan que acompañaban con unas cuantas moscas. No había pasado ni futuro, vivíamos en un presente a punto de estallarnos como goma de mascar. Nadie hablaba de lo que fue, los nazis se habían encargado de arrebatar propiedades, títulos universitarios, incluso dientes de oro, nada teníamos de nuestra vida anterior y difícilmente tendríamos una existencia fuera del campo. 

Como muchos, me resigné a morir en aquel lugar: gas, tifus, hambre… incluso por el disparo del hijo de un nazi cuyo padre le hubiera dado su pistola para jugar. Sobreviví más de la cuenta gracias a mis dotes de Sherezade, Müller me permitía comer y dormir un poco antes de volver al barracón, incluso usar su baño, aunque rara vez me aseaba para no alimentar los comentarios sobre una aventura entre nosotros. Al principio temí una violación, pero tan pronto como vi un retrato de su madre con él supe que estaba a salvo: éramos muy parecidas. 

—Cuéntame una historia—dijo. 

Empecé a contarle la de los siete chivitos (ya sabía que le gustaban los animales) aunque pegó un brinco cuando mencioné los tajos en las barrigas. 

—Esa no, otra—pidió, tal vez acordándose de las mujeres con las barrigas abiertas no muy lejos de allí—. Lamento no tener más que ofrecerte, los rusos están cerca y bloquean la llegada de provisiones. 

Lo escuché pero no dije nada, estaba ocupadísima en devorar las sobras de su almuerzo. De repente se escucharon aviones y disparos. Afuera, los alemanes querrían derribar la puerta, lo llamaban, enloquecidos, pero él estaba lejos, tal vez en su cama junto a su madre.  

—Cuéntame una historia—dijo y al arrullo de las bombas, finalmente se quedó dormido.  



Amelia Apolinario (Mayabeque, Cuba, 1997) Autora de “El genio de la mermelada” (Enlace Editorial, 2025) Antologada en “Caballería mutante”, “Biblioteca de sueños”, “Las esquirlas del silencio”, “La herencia de los buenos muertos”. Egresada del XX curso del Centro Onelio Jorge Cardoso. Miembro de la AHS. Premio del XXXVI Concurso literario Alfredo Torroella 2025. Ganadora del concurso En Pocas Palabras 2024. Obtuvo la Beca El Reino de este Mundo 2024. Mención en el concurso Carmen Rubio 2024. Premio Viña Joven 2024. Premio Chispa Joven 2024. Premio Benigno Vázquez 2024. Mención en el Concurso Berenice 2024. Obtuvo la Beca La Noche en 2023. Premio Mabuya 2022. Miembro del colectivo ganador de la Beca Línea Abierta 2021. Cuentos y poemas suyos han sido publicados en revistas nacionales y extranjeras. 

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Diario del doctor Joseph Miller

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