La noche era lluvia. Una intensa lluvia estremeciendo al mundo. Las centellas estriaban las alturas. Se desplomaba el cielo, una estrella en llamas, un gato; luego un hombre solitario en el tejado de una casa.
Así nació. Emulando un poco la leyenda de Adán, porque jamás fue niño. Dada su naturaleza atípica, fantástica y surrealista; la muchedumbre le llamaba hijo de Lucifer, bandido, apostador.
Jugaba a la baraja por una chispa de luz. Odiaban de él la búsqueda de fuego en almas estropeadas por la ciudad. Odiaban algo que ellos liquidaron en sí mismos y, a causa de aquel crimen, enloquecieron y mutaron para siempre en goteras de cañerías. Generación tras generación.
Le deseaban encadenado. Crucificado, sometido. Una tarde de sábado lo vieron, en el bulevar, rodar en un carrito de supermercado. Tenía un lirio en el bolsillo de la camisa. Había recogido de la basura tres poemas y una pintura. Los levantó al firmamento y, batiéndolos en espiral, gritó: “Lo ha escrito y pintado Dios”.
En una tienda de disfraces dos mujeres y un hombre ensayaban mascaras en sus rostros. Escucharon el caos del hombre solitario. El alboroto a través del cristal. Una de ellas empezó.
-Otra vez ese maldito vagabundo.
Meneaba la cabeza y su mascara teñida de un Rock and Roll sin música.
-Unigénito de Satanás. No labura. No produce. No camina detrás de la multitud. ¡Golpea al padre!
Enjambres de moscas volaron alrededor de sus caras de mentira.
-Juega a ser distinto-intervino el hombre, cuya mascara revelaba nada-quiere engañar, extraviar la infancia, follarse a mi mujer, la del vecino.
La mujer asomó su lengua bípeda a través de la máscara de octubre. Salieron del almacén. En la fachada brillaba el anuncio de neón. Le sobornaron con bebida y humo de cigarrillos. Ninguno sabía sobre su génesis. Desconocían que lo parió el mismísimo cosmos. Carecían del talento de imaginar mejores canciones sonando allende al cielo. La chica que aún guardaba silencio le bastó contemplarlo para caer en la cuenta de que era un tipo sin maquinaciones. Concluyó que se trataba de alguien absolutamente espontaneo, casi un prodigio. Y le quiso matar.
-Me interesas, hombre solitario-dijo por primera vez.
La chica había tirado el antifaz. Los ojos eran completamente negros. Como si un demonio habitara su cuerpo y asomara en sus pupilas. Abordaron un coche destartalado. Y le propinaron una golpiza macabra. Meaban de risa. Pero, llegando a un edificio arrasado por el incendio, sintieron terror al observar que las heridas no sangraban. Lo arrastraron hasta el último piso. Enojados ante la visión sin sangre, le apuñalaron el cuerpo. Y, entonces, derramó los colores del artista del sueño, la verdad del poeta. Las luces de un sitio inocente, puro. ¡Oh, Jesús!, ese hombre solitario derramó la ternura indomable del pájaro azul.
Lo arrojaron al abismo. Principiaba la noche, la intensa lluvia del momento en que lo parió el universo y las estrellas fugaces. Flotó apaleado en la atmosfera y, como un milagro, desapareció antes de reventarse en la superficie. Los asesinos, comprobando la existencia de lo divino, decidieron suicidarse por la culpa, el error de difamarle. Aunque, con tan mala fortuna, de no poder morir al saltar al vacío. Quedaron desparramados y agonizantes en lagunas de tripas, cráneos, huesecillos y mierda. Pero los perros y gallinazos son buenos. Limpiaron el pavimento antes del amanecer. Sin dejar rastro o migajas de un espectáculo absurdo, grotesco.
Sebastián Trujillo. Comunicador social y periodista colombiano.
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Foto de Nothing Ahead: pexels-public domain.
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