Me volví totalmente loco el año en que cumplí los cuarenta. Antes fingía ser normal, como todo el mundo. La verdadera locura aparece cuando cesa la comedia social. Fue después de mi segundo divorcio. Me quedaba poco dinero; había abandonado mi país. Había amado, amaría de nuevo, pero esperaba poder prescindir del amor, ese «sentimiento ridículo acompañado de movimientos sucios», como dice Téophile Gautier. Como además había dejado todas las drogas duras, no veo por qué el amor debía constituir una excepción. Por primera vez desde que nací, vivía solo y me proponía disfrutarlo por un tiempo. Me parecía quizás a mi época desprovista de estructura. Reconozco que es fastidioso vivir sin columna vertebral. Ignoro cómo se desenvuelven los demás invertebrados. Yo me había criado en una familia desestructurada antes de desestructurar la mía.
No tenía patria ni raíces ni ataduras de ninguna clase, aparte de una infancia olvidada, cuyas fotos sonaban a falso, y un ordenador portátil con conexión wifi que me permitía la ilusión de estar en comunicación con el resto del planeta. Consideraba la amnesia la cumbre de la libertad; es una enfermedad bastante extendida en estos tiempos. Viajaba sin equipaje y alquilaba apartamentos amueblados. ¿Le parece siniestro vivir con muebles que no has elegido? No estoy de acuerdo. Lo sórdido es pasar horas en una tienda dudando entre varios tipos de sillas. Tampoco me interesaban los coches. Los hombres que comparan sus cilindradas me dan pena; es espantoso el tiempo que pierden en enumerar marcas. Yo leía libros de bolsillo y subrayaba con un bolígrafo determinadas frases, antes de tirar los dos a la basura (el libro y el boli). Trataba de no conservar nada que no estuviese en mi cabeza; tenía la impresión de que las cosas me molestaban, pero creo que también los pensamientos, que además ocupan más espacio. En un guardamuebles de las afueras de París se amontonaban mis viejos televisores dentro de unas cajas de cartón, al fondo de un hangar de chapa ondulada. En mi libreta tachaba los días pasados, como un preso graba en las paredes de su celda. Como ya no leía periódicos franceses, me llegaban las noticias con semanas de retraso: «¿Ah, sí? ¿Eddie Barclay ha muerto?» Pasaba semanas sin salir de casa, conectado con el mundo únicamente por medio de sites de farmacia o de spanking en Internet. No comí nada en 2005. Creía haberme librado del pasado como uno se libra de una mujer: cobardemente, sin encararla. Me imaginaba ciudadano del mundo. Tomaba Europa por un viejo monumento que se podía visitar sin guía, sólo acompañado de un GPS de bolsillo, una caja negra de la que brotaba la voz severa de una señora: «A quinientos metros, prepárese para girar a la derecha.»
Escribía postales que no enviaba nunca. Se acumulaban en una caja de zapatos, al lado de las que me habían llegado estampadas con un sello: «Devolver al remitente. Desconocido.» Quería no entristecerme, pero nadie olvida porque se lo ordenen. No sé demasiado bien por qué le digo todo esto. De hecho, me gustaría contarle cómo comprendí que la tristeza es necesaria.
Frédéric Beigbeder, nacido en Neuilly-sur-Seine en 1965, es conocido por ser el autor de diversas novelas, un conjunto de relatos, tres ensayos y tres libros que consisten en entrevistas. A partir de 2013, asumió la dirección de la revista Lui, que resurgió en ese año. Durante una década, compaginó su labor en el ámbito publicitario con participaciones como cronista nocturno y crítico literario en varias revistas, periódicos y programas de radio y televisión. Su obra "13,99 euros" alcanzó un éxito fenomenal; aunque fue despedido abruptamente de su puesto como creativo brillante en una agencia de publicidad, su libro encabezó las listas de los más vendidos durante meses. En España, esta novela también fue recibida con entusiasmo, siendo descrita como un "invaluable testimonio de un profesional que durante años ha alimentado las llamas de la publicidad con su ingenio afilado" (Llàtzer Moix, La Vanguardia). Además de "13,99 euros", Beigbeder ha publicado otras cinco novelas con Anagrama: "El amor dura tres años", "Windows on the World" (Premio Interallié), "Socorro, perdón", "Una novela francesa" (Premio Renaudot) y "Oona y Salinger". También escribió "Último inventario antes de liquidación", en el cual ofrece agudas y desenvueltas reseñas de los cincuenta mejores libros del siglo XX, según una encuesta realizada por Le Monde y la FNAC.
Texto perteneciente al libro Socorro, perdón, de Frédéric Beigbeder (fragmento).
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