El comprador de libros: un cuento de Francois Villanueva Paravicino, autor de "Los placeres del silencio"

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‹‹El gran Ulises no era bello, pero era elocuente, y sin embargo enamoró a las diosas marinas››. Ovidio

Soy existencialista, no por leer a Camus ni Sartre, sino por ética. Pienso demasiado en el vacío de la muerte, y aunque hace poco era cristiano y releía la Biblia, el horror a la nada me aturde. Acabo de despertarme, la luz se filtra de sesgo por la ventana, partículas doradas de polvo caen sobre El Quijote, El sonido

y la furia, y El extranjero. Cedo a la angustia, saco de mi bolsillo la infaltable cajetilla de cigarrillos. Doy una pitada, respiro humo tibio. 

Estoy compungido. Este fin de semana se pierde con vértigo, y entristezco al ducharme. Vestido con ropa de calle, perfumado, tomo taxi hacia Quilca. En Wilson, me encuentro con Remedios, la bella —sí, como la de Cien años de soledad—, y nos vamos al bar Don Lucho agarrados de la mano. Dentro, nos sirven dos botellas de cerveza.

—Has traído La trilogía de Beckett —le inquiero de pronto.

Saca la trilogía novelesca en un solo tomo, empastado, y me alegro de tener en manos al devoto de Proust y de Joyce. Nos unimos con un beso. Sonreímos. Le explico sobre el ensayo que estoy escribiendo sobre los poetas malditos del siglo XIX como predecesores del existencialismo francés del XX. Tengo poca bibliografía, pero igual me resulta interesante.

—Qué tal Mi punto de vista de Kierkegaard, y Ecce homo de Nietzsche —me pregunta Remedios mientras fuma—. Ayer los compraste, ¿cierto? 

Le explico sobre la grandeza intelectual y universal de aquellos autores inmortales, los mismos que podían trascender lo bueno y lo malo de la existencia con una libertad que rompía la común ortodoxia. Sin embargo, mirando el brillo hermoso de sus ojos viéndome, pienso con contradicción para lo que vine. Tenía que terminar con ella. Ya no sería más su amante. Además, la próxima semana era su cumpleaños y ya me doblaría la edad. Yo cumplo diecinueve en diciembre. La aventura tenía que terminar y cierto pesar me corroía la calma.  

—Lo siento, Remedios, pero debemos terminar —digo, de improviso, casi alzando la voz, gesticulando—. Te lo tendría que haber dicho estos días, pero no pude, soy cobarde. —Se ruboriza, pero no dice nada—. Lo siento —repito, y empiezo a balbucear. Me callo vencido. Remedios me gusta demasiado, tiene una belleza endemoniada. 

Ella sonríe, baja la cabeza, y dice: «Voy a poner un bolero». Se aleja, me siento inquieto. No he calibrado la magnitud de la sorpresa, pero me da igual. Me siento malvado, satisfecho, como un estúpido feliz. Me dan ganas de carcajear en su cara. Ella es profesional, periodista, y yo un universitario de la Decana de América que lee quinientas páginas por día. Yo soy el futuro; ella, el pasado; yo, la esperanza; ella, la decadencia. Odio la decadencia, debería escribir un ensayo sobre esta. Con melodías lacrimógenas, se escucha el bendito bolero; es Pedrito Otiniano con su clásico Tres Amores. Viene, se sienta, y me empieza a cantar. No creo que esté borracha, pero acaso se hace la idiota. ¿Acaso no me escuchaste? Le miro de mal modo. 

—Ayer estuve pensando toda la noche en ti. Y te traje una de Pearl S. Buck, es Ven, amada mía. —Saca de su bolso charolado un libro rojo empastado.

—Acaso no me escuchaste. Termino contigo. Y no te acepto el regalo —le digo inquietado. 

—No seas tonto. Acepta mi regalo. Será uno de mis objetos que te recordarán de mí. Yo también pensaba terminar contigo, nuestra relación ya no podía continuar. Es más, ya me voy, te dejo. —Se pone de pie y deja el libro en la mesa. 

Le digo adiós, y ella agita la mano diciendo adiós y se ríe. Se va dándome la espalda. Quizás ya piense que está vieja para mí y sus aventuras. No obstante, me siento infeliz. Un nudo en la garganta y un vacío en mi pecho me ahogan, y un sudor helado baña las palmas de mi mano. Miro el techo. Estas construcciones coloniales eran altas y extrañas, no como el cielo raso de los edificios actuales. Acabo la última botella y pago la cuenta. 

Al salir, me dirijo al bulevar de Quilca, pero me detengo en un título ofrecido por un vendedor ambulante. Es El diluvio de Le Clézio. Son seis soles y pago. No es original, pero no desaprovecho la oportunidad. Llego al bulevar y aquí sí que venden originales. Me sobran cien soles. Podría comprar cualquier título fácilmente. Busco novelas existencialistas, y pregunto en las tiendas con un signo de interrogación en el rostro.

Doy vueltas hasta que me topo con una edición original de El diluvio. Siento el placer de comprar libros, y mejor si estos son originales y de buena traducción. En este caso, no conozco al traductor. Pago los cuarenta soles, y salgo del bulevar. Ahora solo es cuestión de devolver el apócrifo que tengo, e intercambiarlo con otro título.  

El ambulante robusto, que me atendió minutos atrás, me mira con malicia. Está vestido con una camisa celeste y percudida, y un pantalón dril raído en la basta. Usa un sombrero de paja que le ensombrece el rostro y le da un aire siniestro. Le explico lo sucedido y le ruego con sinceridad su comprensión. El hombre hace un gesto arisco y se niega con un no contundente. Testarudo, desafiante, le empiezo a explicar de nuevo. El hombre se vuelve a negar de forma tajante con elevado tono adusto. Continuamos así poco a poco alterándonos más. Y de un instante a otro, empiezo a temblar. El tipo me está sacando de mis casillas. 

—Si no quiere a las buenas, será a las malas —digo con aspereza—. Aquí hay muchos.

Agarro al azar La corta vida feliz de Francis Macomber. Con unos ojos desorbitados, me hiere con la mirada. Alza la mano con intención de golpearme y cierro los ojos. Forcejeamos unos instantes. Cedo y le tiro a la cara el apócrifo. 

—Solo acepte el intercambio —grito—. O acaso quiere robarme. 

Farfullando tira el libro al suelo. Lo recojo molestísimo y me voy de inmediato, poco a poco más triste que alterado. Saco un cigarrillo y, al prenderlo, lo boto. Debería dejar de fumar.


Francois Villanueva Paravicino es un escritor peruano que se ha destacado como corrector de estilo y columnista cultural. Realizó la Maestría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) y también estudió Literatura en la misma universidad. Entre sus obras se encuentran "Cuentos del Vraem" (2017), "El cautivo de blanco" (2018), "Los bajos mundos" (2018), "Cementerio prohibido" (2019), "Sacrificios bajo la luna" (2022) y "Los placeres del silencio" (2023).

Además, sus textos han sido publicados en diversas páginas virtuales, antologías, revistas y diarios. Ha recibido reconocimientos, como una mención especial en el Primer Concurso de Poesía (2022) y en el Concurso de Relatos (2021) "Las cenizas de Welles" de España. También fue semifinalista del Premio Copé de Poesía (2021) y ganador del Concurso de Relato y Poesía Para Autopublicar (2020) de Colombia. En el ámbito literario, ganó el I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019) y fue finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América "Los jóvenes cuentan" (2007) de España.

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Foto de cottonbro studio, pexels (public domain).

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