Dos textos de Alan Pauls perteneciente al libro «Trance: un glosario»

anacronismo. Tal vez leer sea la última práctica continua que quede en el mundo. Hay otras —la música, por ejemplo—, pero ninguna que haga de la continuidad una razón de ser tan despótica como la lectura. Leer es someterse a un imperio extinto: el imperio de lo lineal. Imposibilidad de abreviar, tomar atajos, skipear (sin poner en peligro, desde luego, la comprensión de lo que se lee). Si la lectura es hoy una gran práctica anacrónica —la otra es el teatro— es precisamente por la insolencia, la desfachatez, incluso la provocativa ingenuidad con que exhibe los blasones de una cultura del encadenamiento, la secuencia, el paso a paso, en un estado de cosas cuyas monedas de cambio son la simultaneidad y el montaje. De ahí la evidencia que Silvio Astier, protagonista de El juguete rabioso, conoce de primera mano: el enemigo público número uno del leer no es una actividad rival, no son las prácticas de trabajo o de ocio candidatas a reemplazar a la lectura; el enemigo del leer es la interrupción, esa iniquidad que la jerga lectora, reprimiendo un furor volcánico, expresa con una frase que es un modelo de civilización: «Levanté los ojos…» (Y quien lee sabe qué gigantesca es la masa de odio que palpita en el fondo de esos ojos obligados a apartarse de la página que leen…) «Silvio, es necesario que trabajes», le dice la madre a Astier. «Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor».

Con todas esas prácticas rivales —aun con el trabajo, la bête noire de Astier— la lectura podría competir, pecharse, incluso negociar; con la interrupción no hay posibilidad alguna de comercio. Lo que obliga al lector a levantar los ojos hiere de muerte a la lectura, pero es a la vez, y por lo tanto, su horizonte último, un poco como la muerte es al mismo tiempo límite y condición de los relatos de Sherezade en Las mil y una noches. Todo niño lector ha pasado por ese calvario: la misma voz materna que alguna vez vibró en la oscuridad sembrando el veneno de la lectura es la que pretende ahora imponer la peor de las infamias: parar de leer (para ir a comer, para bañarse, para hacer los deberes, para ordenar la pieza). Se lee, pues, contra la interrupción —y la lectura tiene allí el valor de una espera, esa suspensión en la que Blanchot reconocía la respuesta del lenguaje a su propia anomalía. Como un ejercicio de tantrismo descabellado, leer es extender, prolongar, dilatar al máximo una duración condenada de antemano.



vicio impune. Como los jugadores o los alcohólicos, toma conciencia de que algo nuevo, desconocido, ha empezado a suceder, cuando se da cuenta de que no puede parar. Como se dice en esa época: «Exagera». El orden de las cosas se ha invertido: lo que se llama la vida pasa a un segundo plano, persiste apenas como espuma, ruido de fondo, promesa vaga de interrupción, y la lectura, que antes era un desvío o un «escape», ocupa el centro, no reconoce límites, se apodera del día y de la noche. La mujer que leía escuchando música con auriculares dos talles más grandes que el suyo dice que se dio cuenta de que había contraído el vicio cuando se descubrió escondiendo su ejemplar de Los siete locos de Arlt debajo del banco para poder seguir leyéndolo en horas de clase —incluso en las horas de clase destinadas a leer Los siete locos.
Él, a su vez, leyó en camas, en sótanos, en colectivos, en aviones, caminando por la calle. Leyó de pie, acostado, sentado, al sol, desnudo, abrigado hasta los dientes, dormido. Leyó en bibliotecas, cocinas, salas de espera, habitaciones de hospitales, altillos, pasillos, baños. Leyó en trenes, colectivos, vagones de subte, taximotos; a toda velocidad, a caballo, tan despacio que le parecía estar desleyendo lo que leía. Leyó recordándolo todo, olvidándolo todo, imaginando todas y cada una de las cosas que leía. Leyó solo, acompañado, velando a un amigo muerto, en grupo. Leyó con miedo, desconcertado, riéndose a carcajadas, incrédulo, fuera de sí, maravillado, impasible. Nada de lo que ha hecho en la vida ha aceptado adoptar formas tan diversas. Leer, para él, es la experiencia mínima, modesta, económica, alrededor de la cual se despliega la multiplicidad del mundo. Como otros se jactan de sus hazañas sexuales, del variado repertorio de lugares, condiciones, posiciones y rituales en los que pusieron en juego su deseo, él se jacta de haber atravesado el bosque de lo que existe rendido a una pasión silenciosa y más bien célibe, que se abre y se cierra cada vez que sucede pero no se extingue nunca.

Naturalmente, sigue leyendo —y puede que la resistencia de la lectura a casi todas las inclemencias que amenazan a un cuerpo sea uno de los secretos de su gracia. ¿Por qué pues habla en pasado, como un jubilado o un inválido, adormecido por la nostalgia de un goce que ya no sería para él? Es un pasado extraño, difícil de definir. No es el tiempo de lo irreversible, de lo que ya no tiene retorno. Es el pasado del muerto que habla; no designa algo que sucedió (y ya no sucede) sino algo que sucedió siempre de la misma manera, fiel a sí mismo, aun capturado en circunstancias, modos, temperaturas, vidas distintas.



Alan Pauls nació el 22 de abril de 1959, en el barrio Colegiales de la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es hijo del actor y productor Axel Pauls. Tiene un hermano mayor, Cristian Pauls, director de cine, y medios hermanos menores, Gastón, Nicolás y Ana Pauls, actores.

Photo by Ahmed M Elpahwee on Unsplash (public domain).

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