Desde Ciudad de México: «Advertencia», un relato de Adrián Lara

Aproximadamente, las siete cuarenta y tres. Los camaradas arrasaban en la cancha y la bola iba y venía en oleadas y manotazos con estilo. El encargado de la música había puesto algo suave que, lejos de fastidiar el ambiente nocturno de la calle, armonizaba con el ritmo del juego de todos contra todos: rap de la vieja escuela, principios, mediados de los noventas americanos. ¿A quién diablos le importaba si entendían o no las letras de protesta, opresión y violencia? Por fortuna, ninguno de los presentes consumíamos ilegalidades –ni polvo, ni pasto, ni trago alguno–. Sólo corríamos, competíamos y pasábamos el rato lejos de los problemas, la delincuencia, la pereza… Pareciera una gran estupidez comenzar una historia sin algún “defecto argumental” típico en el hombre de estos siglos, y no obstante, todo buen inicio necesita un frescor y hasta la duda de lo que puede pasar, ¿o no? Veamos qué nos cuenta el barrio y la gente que lo merodea.

Cuando Gama encesta su cuarta canasta y Kappa levanta las palmas al cielo, todos volteamos a la avenida y un chirrido, seguido de una extraña tensión intempestiva, interrumpió la hermandad de nuestro ritual deportivo. Un destartalado automóvil subió su maquinaria en la banqueta y viró de súbito en lo que otro bólido, ahora sabemos de la policía, iba detrás, simulando embestir y perseguir al primero con furia de las buenas. El balón botaba silencioso a un lado del poste y la música terminó por cortarse sin previo aviso. ¿Había algún semáforo más adelante? No. Los vehículos se alejaron en un par, tal vez tres parpadeos obligados. ¿Qué era ese estruendo no mudo? Iota volteó hacia Beta y pensó, en voz alta, que era un ladrón escapando de alguna tienda o llevando consigo algún pobre transeúnte plagiado y que ahora era un carne de secuestro. Alfa, no tan crédulo, comentó que se trataba de alguna riña o carrera ilegal que empezaba algo temprano. Nadie sabía con exactitud lo que había sido tal escándalo porque no teníamos la malicia suficiente para maquilar alguna suerte de fechoría urbana. Como el espectáculo duró lo que el morbo permitió, volvimos a lo nuestro con desgana nacida de la curiosidad.

Sabríamos en escasas horas que la realidad es dura cuando llegáramos a nuestras respectivas madrigueras.
A eso de las ocho nos dio la gana de irnos a dormir. Delta, vecina, querida amiga y confidente precoz, se separó de mí cuando estábamos cerca de casa. Me despedí un tanto contrariado por la plática que tuvimos sobre lo presenciado en la cancha: ¿sería algún acto pasional? O tal vez ¿una escena de película sin cámaras? Como estábamos acostumbrados a vagar sin ser vagos, a holgazanear sin carecer de empleo, teníamos un romance con la inmersión del tedio familiar, semi maduro, de la vida. No contradije a mi colega, pero llegué a una poderosa conclusión: sea lo que haya sido, se coló en el autocinema de nuestra atención y busca con desesperación volvernos detectives. ¿Había algo más que hacer? No.

Llegué al departamento con malestar en la conciencia. Dejé mi camiseta en el primer sillón que hallé y fui a disfrazarme de maleante para bombardear algunas paredes. En la parte baja de mi ropero, la mochila con aerosoles, atomizadores y rotuladores se ocultaba del ojo común. Necesitaba tenis cómodos para brincar y correr si lo ameritaba el riesgo. Para las nueve y algo, traía en la cabeza la gorra de visera dura, tapada por la sudadera más vieja que encontré, un pañuelo que fungía de antifaz y cubre bocas tapaba mi rostro, los materiales de pintas a la espalda y, para realmente variar, dejé la música personal por esta vez, para estar solo con mi mente y los sonidos ambientales de una entidad de concreto viva.

¿Era cierto que no éramos los jóvenes rebeldes que sueñan los padres con reprimir? ¿Dónde estaba el espíritu de lucha generacional que adiciona o disminuye la intensidad del estertor postadolescente? ¿Cuándo nos hicimos viejos, aguados, faltos de astucia que se suponía, teníamos la obligación social de ser para acallar al político corrupto o al religioso predeterminado? ¿Hacia dónde iban esos autos y qué tramaban en una urbe de espantosa quietud, la mar de inquietante por lo mismo? Fue entonces que, al cruzar por debajo del puente que comunica mi barrio con la periferia, di con la idea de subirme a la valla que desprendía de su faz un destartalado anuncio de vegetales enlatados de hace varios años. Como aún me quedaba la temeridad de lanzarme del puente con los brazos bien afianzados a las barras de contención, hice el salto de fe y subí unos cuantos escalones, de ésos que usan los trabajadores cuando las escaleras no alcanzan la altura. Llegando al lienzo decolorado, saqué dos latas de negro y blanco para sombrear y englobar la firma en lo que mataba el tiempo y los pensamientos intrusivos.

Tuve la suficiente suerte de escuchar, otra vez, el chirriante hule neumático que todos los del alfabeto habíamos presenciado antes, justo a eso de las diez y cuarto, más o menos. Dejé de pintar el contorno de la ese y me asomé bizarro adonde el ruido me llamaba. Curioso que sólo un auto hacía la entrada y el otro no lo seguía. Volví a sacarme la lotería (irónicamente) cuando se estacionó bruscamente a unos metros debajo de la valla. La puerta del conductor se abrió con fuerza, dejando salir a un tipo de cabello engomado, con traje semi arrugado y corbata rojiza. Este hombre acomodó sus solapas planeadoras, mirando a la izquierda de la calle. Pude notar que había una escuadra guardada en la cintura desconocida. La luz de un faro cercano parpadeó y el sujeto, malhumorado, sintió el castigo de la advertencia.

Ahora bien, con la iluminación vuelta a su normalidad, nuestro sospechoso dirigió sus pasos a la cajuela, subió la tapa y vaya, vaya, ahí estaba lo que todos fingimos imaginar: un cuerpo inmóvil, insípido, asomó su inexistencia a mis ojos. Cómo debió ser mi curiosidad que hasta olvidé que me encontraba a más de treinta metros del suelo y, lo que es peor, cómo debió ser mi imbecilidad porque un asesino anónimo revisaba el resultado de sus labores cotidianos y yo mirando lo que no tenía que presenciar. ¿El criminal sintió la observación de las alturas? Sí… Por desgracia, sí.

Con ojos como platos y con la mano rápida, desenfundó el arma luego de dirigirse a mi persona y no tardar más que lo necesario. No pudo gritar lo que pensaba de su plan arruinado porque cabía la posibilidad de ser sorprendido en plena vía pública; apuntó a mi testa oculta por la gorra y la capucha; quedé perplejo, esperando el gatillazo ajusticiador pero, instintivo, metí la cabeza hacia dentro, cual tortuga aterrada. Así fue mi respiración, orquestada con acompañamiento por el pulso de infarto que mi pecho exhalaba. Sólo los aerosoles bailaron con golpeteos al movimiento brusco de mi salvación. Sintiendo el frío penetrar mis pantalones, no quise moverme por nada del mundo y no deseaba saber lo que haría ese matón impuntual. No entendí si me desmayé o si fui a parar a otra realidad alterna, donde no moría o donde sólo fue una pesadilla producida por tanto jugar al basketball sin emoción. ¿Qué pasó después y por qué había dicho al principio que todos sabrían la naturaleza del incidente al llegar a sus casas? 

Al parecer, las noticias locales reportaron una irreal persecución de lo que parecía el sospechoso de un asesinato a plena luz del día. El muerto fue identificado como un ex banquero y antiguo contador de gente poderosa. El desgraciado que osó apuntarme era un sicario contratado por Dios sabe quién y ejecutó a la víctima a las cinco de la tarde. Se escapó de un patrullero disfrazado que seguía la pista del suceso y que perdió el anonimato laboral luego de presenciar el homicidio. ¿Por qué debía topármelo esa noche, en ese lugar específico y con esa necesidad de hacer que Delta y los camaradas tuvieran algo de qué hablar al día siguiente? Porque el mercenario escapó del persecutor metiéndose en callejones poco frecuentados. Esperó la oportunidad de salir por completo del área de sospecha volanteando en el momento que vio la oportunidad. La noche cobija a todos los gatos pardos que le rinden tributo. Ahora yo, con aire en vez de razón en el cerebro, parecía un idiota sobre la misma valla que tenía unos cuantos trazos míos todavía frescos. ¿Cómo y cuándo iba a bajar de ahí? La pregunta me ofendía, a la par de taladrarme la cara de miedo. Pude percibir, al cabo de un rato, que el auto-ataúd se alejó por la inesperada visita del otro vehículo justiciero que lo perseguía oculto. 

Lo siguiente, de no quedar como un cuento que todos recuerdan con falso interés en mi bienestar, estaría confinado en la escasez de seso que tengo: abrí los ojos para ver cómo hacían carrera los autos del hecho. Solté del ronco pecho un ahogado quejido, señal de dejar de jugar al hip-hoperillo de mentiras. Al tocarme saltar al puente, me faltó coraje y casi pierdo el equilibrio del susto. Sin embargo, atenazado al concreto, trepé como pude al otro lado y… corrí, corrí tan lejos que no pude escapar. Llegando a mi cuarto, cerré la puerta, tiré la mochila cerrando los ojos y, sin quererlo o pensarlo, caí de espaldas al suelo. Extendí los brazos como crucificado, en honor al viacrucis que acababa de vivir. “Dormí” desmayado un par de horas para despertar con dolor de espalda. Levanté el ánimo porque recordé que seguía de pie en esta vida, tomé el teléfono y marqué a Delta. La plática fue lo que ya sabemos de sobra y claro, fui reprendido, cómo no. ¿Quedó el asunto del cartel no graffiteado como simple coincidencia? No. Fui leyenda la tarde del día siguiente. No podía decir que no amaba la atención, pero tampoco que valiera la pena ser recordado por esa hazaña incidental.

La cancha, días después, me supo a gloria. Dejé de desear saber de más o que algo ocurriera en la monotonía de nuestras acciones. Para mí, el asunto del muerto me limpió, me preparó para la caja de caoba y me sepultó a varios metros de profundidad, tal vez los mismos que me separaron de ser un testigo silenciado de las estadísticas periodísticas.




Adrián Lara, residente de la Ciudad de México. Nace en Xalapa, Veracruz, cursa en la UV los estudios de Literatura Hispanoamericana. Fue director de Difusión Cultural de la misma carrera, así como articulista y encargado de la mesa de redacción estudiantil de la revista Artis, entrega de la Facultad de Artes de la misma casa de estudios. Dirigio y colaboro en eventos de poesía, ciencia ficción y narrativa variada. Ahora se dedica a editar un libro de haikús, compilación del poeta poblano Eugenio Valle Molina, del cual también es parte de los autores antologados. 

Photo by Jodie Walton on Unplash (public domain). 

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