«El hecho electoral en Colombia: opinión sobre las deudas y las amenazas», un artículo de Gabriel Garay


En los “acuerdos” del país, el pueblo ha sido convocado como un cuerpo sin presencia real y efectiva, como excusa formal de lo que verdaderamente se acuerda entre quienes ostentan el poder.

Para nadie es un secreto que, desde el primer ciclo de Violencia en Colombia, por no ir más lejos en la historia, las principales víctimas de la guerra las ha puesto el pueblo llano, el que no se encuentra inscrito, en la práctica, en la toma de decisiones y sobre el que, en lo concreto, recaen todas las consecuencias nefastas de un sistema social amparado en la desigualdad y en la exclusión. 

Tampoco nos extraña a los colombianos saber, aunque sea a oídas y desde las burbujas acomodaticias que existen en nuestra sociedad, que nuestro país (o su simulacro) desde que es tal, no se ha despojado de la guerra; que ha sido ésta, en cambio, la estructura fundamental que ha sostenido el devenir histórico de nuestras generaciones sin que se logre aquello que algunos dan en llamar síntesis de los conflictos. Nada se resuelve y, por el contrario, los conflictos se siguen sumando, se van sobreponiendo unos a otros, de modo que se va configurando una realidad social abigarrada. 

Si bien es cierto que la paz habría de ser el resultado de un acuerdo voluntario entre quienes participan del conflicto, y de ella dependería la posibilidad histórica de avanzar en las condiciones sociales y conducir al país dentro de un modelo distinto, oxigenado, capaz de sostener mecanismos que protejan lo “bueno” y atenúen (y resuelvan) lo “malo”; aquí, sencillamente, la paz no ha sido más que un acuerdo aproximado entre los idearios del conflicto, pero que nunca arriesgan su cuerpo, y los conceptos que las castas políticas y económicas sostienen sobre las mayorías, definiéndolas en tanto que simples masas subalternas, sujetas al poder de decisiones ajenas. 

Si nuestras amplias mayorías han venido poniendo, una y otra vez, su propio cuerpo debido a una lógica destructiva, amparada y protegida desde arriba, no han sido ellas las que han logrado un verdadero espacio político en la sociedad, tras las “alianzas” de los poderosos. La paz no ha supuesto la resolución estructural de los conflictos, los ha acumulado; y tampoco ha supuesto la asociación voluntaria de todos los afligidos, de sus intereses populares mancillados y transformados más allá del papel. En los “acuerdos” del país, el pueblo ha sido convocado como un cuerpo sin presencia real y efectiva, como excusa formal de lo que verdaderamente se teje y se pacta entre quienes ostentan el poder. 

Aquí la guerra ha sido la franquicia del poder político y económico, su medio de acumulación por antonomasia. Y los acuerdos, que no podrían propiamente denominarse paz, no han logrado ir más allá de una forma de institucionalizar y legitimar los grandes capitales que los pocos del país han logrado concentrar, gracias a esta maquinaria bélica. Una alianza institucional no puede traducirse de manera directa y necesaria en un acuerdo popular, más cuando la gente (que no ingresa en la categoría de “gentes de bien”) sigue estando al margen de las decisiones y del acceso equitativo, igualitario y digno a los recursos y bienes de su propio país, y por el que trabaja y lucha cotidianamente.  

Esta realidad supone que nosotros los colombianos sepamos que los partidos políticos no han representado los intereses de las mayorías, pero sí los han usufructuado, sí los han tenido en cuenta como un simple cálculo electoral y una suma productiva a sus capitales; jugando, claro, con la dignidad laboral de los trabajadores y las trabajadoras. Reconocen al pueblo trabajador en la justa medida de los intereses privados de grupos económicos y élites regionales y tradicionales del país. Cuando ha sido necesario incorporar a un individuo dentro del sistema productivo, se le incorpora; pero no se le sostiene y, en cambio, se le persigue, se le censura, se le asesina, cuando aquéllos deciden reunirse en defensa de sus condiciones. 

No sucede esto exclusivamente dentro de las luchas económicas que se libran entre trabajadores y empleadores, menos aún en un país donde reina la informalidad y el desempleo y, por ende, donde los intereses del pueblo llano quedan al amparo de las luchas desarticuladas (por falta de programa y por fuerza de los opulentos) de algunos sectores sociales reivindicativos, principalmente. Aquí las violencias y la guerra sobrepasan el espectro económico, son la raíz de todos los aspectos de nuestra sociedad; son el signo que ha marcado la cultura de todas nuestras generaciones. 

Las noticias sobre los perseguidos, los despojados, los asesinados, son el resultado de un antagonismo enquistado en la práctica política, económica, histórica de Colombia. Un antagonismo que, como mencionaba antes, produce conflictos que se suman en lo que deviene un tejido social frágil y una institucionalidad parasitaria y mutilante.
Los partidos han estado al margen del pueblo, y al pueblo lo han dejado al margen de su propia historia. Ambos se encuentran periódicamente para escenificar el juego democrático de un Estado fallido desde su simiente. Luego de dicho acto, ambos retoman sus lugares y sus funciones y vuelven a verse con sospecha desde las antípodas de sus realidades. También, una vez concluido el formalismo institucional, resuenan las promesas de los acuerdos y los programas se convierten en el siguiente resorte que justifica la cruenta guerra del pueblo llano, contra el pueblo llano. 

Hay políticos, incluso que hoy mismo se encuentran en campaña, capaces de sostener un discurso según el cual el pueblo colombiano ha perpetuado, por sí mismo, una guerra sin sentido, mientras el Estado ha hecho todo a su alcance para que esa realidad se transforme en otro escenario (entonces el problema es de oportunidades y de incorporación al sistema, y no una cuestión estructural que obedece a una forma de país protegida por decenios). Si existe la pobreza y la exclusión, son simplemente errores de cálculo, un procedimiento que no ha logrado desarrollarse completamente, pero nunca se reconocen como el orden del caos, esto es, como las condiciones desde arriba que imposibilitan la vida digna de las mayorías y que las arroja al hambre, a la informalidad, al analfabetismo, al hampa y a las violencias. Si existe persecución y censura política, son consecuencia de la prudente mano del Estado y sus sistemas paraestatales por refrenar las corrientes “fanáticas” sin contenido real, y no a la eliminación sistemática de aquellas voces que reúnen las demandas populares de un país que ha estado sometido durante décadas a las más denigrantes condiciones.

En este punto de la historia en que nos encontramos mirar el pasado, lejano y reciente, del país, es un proceso doloroso y amargo; principalmente, porque es toparse con un reflejo tan exacto de nosotros mismos, que puede incluso pensarse que el tiempo, en estas tierras, es una ficción irremediable. En lugar de ciclos de violencias, se piensa en un ciclo ininterrumpido de la misma guerra en mutación constante: un retoque en las caras magulladas, un refinamiento en el arte de la guerra, un maquillaje moderno en quienes oprimen las armas letales desde las poltronas aseguradas. Pero también, y es preciso reconocerlo, una distorsión peligrosa (por la misma durabilidad irrisoria y sostenibilidad del antagonismo) en quienes se oponen a favor de la defensa de las mayorías. Unas defensas que, hoy por hoy, parecen plantear en sus acciones un direccionamiento ambiguo, haciendo que la guerra del pueblo se cierre sobre sí misma, y evitando que el pueblo mismo pueda entender lo que sus peleas gritan. La guerra del pueblo no puede dejar de convocarlo y, por el contrario, podría aspirar a transgredir la costumbre de la pugnacidad, y reconocer el rostro “nuevo”, aunque familiar, de quienes sufren hoy. 

Si la guerra aún respira en nuestros campos y en nuestras ciudades, es porque es evidente que nada se ha resuelto, que mucho se ha planteado, aunque nada se ha concretado para quien a diario aguanta la pujanza del destino. Si hoy todavía persisten los esmeros populares por liberar a las mayorías de una vida en el olvido y el silencio, es porque es evidente que todavía el Estado y sus mecanismos no dialogan con la gente, con sus intereses, sino con los beneficios que ellos producen desde la miseria. Es porque el pueblo sigue siendo un cuerpo sin matiz para los gobiernos (recalcando, incluso, el profundo desconocimiento de la geografía), y un instrumento pasivo que ha de obedecer los designios de los “eternos” ilustrados. Es porque no se ha convocado un verdadero proceso de acuerdos democráticos que comiencen a nutrir las vías de la transformación efectiva en función de lo concreto. 

Tampoco es un secreto que el Estado se ha equipado lo suficientemente bien para administrar el caos (así como para distribuir la pobreza y concentrar la riqueza del pueblo colombiano), pues sólo de esa manera sostiene un sistema amparado en la ruptura continua de vínculos sociales, de asociaciones y de organizaciones de base que puedan trascender al interior de un proyecto y de un programa político enteramente democrático, esto es, que sobrepase el inmovilismo institucional y que parta desde todos los frentes sociales hacia estos mismos frentes. 

Sólo manteniendo el caos es posible diluir las solidaridades de la gente y ubicarlas en el consumo excesivo de sus propias necesidades y anhelos instaurados por el sistema mismo. Sólo el caos, que va mucho más allá de la sostenibilidad abigarrada de los conflictos, hace posible que el pueblo viva sumido en la confusión y en la anomia, en la naturalización obligada de la desesperanza y la angustia por no verse reflejado en el espejo grande del Estado, y peor aún, en el porvenir de su propio camino. ¿Qué procesos identitarios son posibles mantener y elevar en una lucha, cuando éstos dependen, en gran medida, de las artimañas del mercado neoliberal y de la insensata forma de convertirlos en simples productos de intercambio y de caducidad continua? 

El caos justifica el poder ilegítimo de quienes gobiernan, y destroza los mecanismos populares que luchan por defender un sentido propio que va más allá de la balanza financiera, inmobiliaria e individualista. Nuestro sistema no es más que el funcionamiento caótico de unos intereses privados en contra de los intereses de las mayorías. La mera administración de los conflictos, la gestión de las rupturas de opositores, el despliegue de un relato contagioso que aboga por sostener el mundo tal y como está, a punta de cambio tras cambio en el resultado de su anulación.
Bajo estas perspectivas, que no son más que las caras de una misma cosa puesta en movimiento, se hace necesario explicitar la necesidad actual de estar al tanto de los peligros inminentes que se avecinan en este año electoral, en esta otra etapa que definirá los derroteros de los próximos decenios. Podrá parecer una exageración para algunos, pero justo en este momento histórico, bien entrado ya el presente siglo, tras el escalonamiento de múltiples coyunturas y bajo la sombra de una sola forma arbitraria de gobierno (no necesariamente nueva, pero que sí actualiza en el presente los síntomas de nuestra historia), la acumulación, en fin, de una reciente experiencia histórica, hace que el planteamiento en mención no suene descabellado. 

La política ha sido el espacio donde los poderosos gestionan sus alianzas y ponen al pueblo como el dado con el que juegan. Lejos estamos de las condiciones de igualdad para sostener un diálogo racional con quienes, por décadas, nos han mantenido en la inopia y el abandono, y por quienes no ven en las mayorías un interlocutor, un sujeto autónomo y libre capaz de articular sus propias demandas al interior de un discurso político y eficiente. Para un importante porcentaje de los que hoy se siguen lanzando, con bombos y platillos, a las urnas electorales en función de administrar sin más las ganancias del Estado, el pueblo no deja de ser una voz irracional. Luego pensar en la construcción inmediata de un acuerdo, solamente desde arriba, que dé como resultado una renovada comunidad política, es pensar desde el deseo y no desde la materialidad. 

Así que, en primer lugar, ese es el primer peligro y la primera obligación de nosotros como pueblo llano: pensar que la transformación se efectuará sencillamente desde el cambio de administración, dejando a un lado todo el mecanismo concreto con el que el Estado funciona hoy, y funcionará mañana; porque el problema no se reduce a lo institucional, sino a lo estructural de la sociedad, aquello que siempre lo ha desbordado. Hablo de la cultura política arraigada en nosotros mismos, pues la transformación no derivará exclusivamente del cambio institucional, sino de la modificación progresiva de nuestras prácticas políticas y sociales concretas, como pueblo y como gobierno. Si sobreviene el cambio en la administración, debemos hacer garantizar que los procesos institucionales modifiquen la visión de país que materializan en nosotros, así como defender las propuestas de cambio que puedan sobrevenir desde arriba, sin pensar que son las únicas que debemos rescatar y que es desde allí el único escenario posible donde se formulan: es urgente horizontalizar lo político y que los procesos populares tengan un verdadero impacto en las decisiones del país, encontrando eco en los canales estatales y que éstos mismos amplíen su función de acuerdo a la dinámica concreta de bases demandantes y movilizadas (debe procurarse un ambiente político renovado). 

No votaremos por un administrador, sino por quien pueda garantizar nuestro propio gobierno. Y no reduciremos nuestra participación al sufragio, sino que estaremos presentes realmente en las decisiones de país, creando y sosteniendo procesos de base que retroalimenten y le exijan verdaderos espacios al poder gubernamental. La política no se construye desde arriba, sino desde todos los espacios de la sociedad. 

Ahora, teniendo en mente nuestra larga historia de la infamia, como algunos la califican, y los fallidos acuerdos de los poderosos, no podemos perder de vista aquello que se fragua al interior del círculo político “profesional”. Dejar de observar y de juzgar lo que hacen aquellos que pueden definir, en gran medida, nuestros destinos, es consentir el curso mismo de nuestra condena. Si no estamos en los acuerdos que se plantean, ¿qué hacer, qué decir? No podemos dejar de estar atentos a las alianzas que ayer, hoy y mañana se proponen y consolidan desde el poder y con quienes ostentan el poder. ¿Cuál es el propósito de tales alianzas?, ¿asegurar gobernabilidad, y de ser así, para cual fin? No olvidemos nuestros recorridos que han resultado en grandes y fuertes compunciones. Recordemos que la paz no es sólo el fruto de un acuerdo, es necesario que esta alianza no sea impuesta, sino verdaderamente voluntaria. No puede ser la paz de ellos, incluso en función de las aperturas de gobernabilidad que puedan consentir, porque la gobernabilidad no puede tener la base en la negociación con los de siempre, sino que debe estar anclada en la necesidad histórica y real de quienes tiene que representar. Consintamos el hecho de que la paz sobrevenga del pueblo y para el pueblo. 

Y para finalizar, sin decir con ello que termina la enorme lista que tenemos de los peligros inminentes a enfrentar (así como de las deudas por resolver), está, quizá, el más nombrado: el fraude pueda sobrevenir. Extenderme aquí sería caer demasiado pronto y fácil en redundancias, pero lo que vale la pena subrayar es el hecho de que, en un país democrático, el miedo al fraude anticipado es síntoma de un Estado cuya base no se encuentra fija a ese modelo de gobierno. 
Si desde el punto donde inicia la contienda electoral se comienza a hablar de fraude, es sencillamente porque el ambiente político futuro se empieza a formular. El punto aquí es, también, que no importa el fraude en cuanto tal, sino en lo que ello representa para la sociedad: la capacidad de manipulación electoral que tiene nuestro sistema (así como la incidencia de esta propaganda en la intención de voto, que la hace fluctuante, ante lo que puede esperar el sufragante), y la capacidad de control y censura política que puede tener nuestra institucionalidad. Bajo el amparo del fraude, cualquier fuerza puede convocar una acción determinada, y si quien sale victorioso en las urnas resulta siendo el cálculo contrario al de las élites del país, el ambiente ya se encuentra caldeado y justificado para que una acción contundente pueda sobrevenir. Es decir, que el fraude no le apunta a la manipulación del sufragio y al sistema de elección que tengamos los colombianos, sino, sobre todo, a preparar las condiciones sociales y políticas para poder justificar las determinaciones que deriven de los posibles resultados, cuando éstos no representen el conjunto de privilegios e intereses de los poderosos. 

De modo que es por ello, entre otras cosas, que debemos estar preparados para el fraude que pueda resultar, formulándonos una pregunta esencial (ya que el fraude tampoco ha sido, es, ni sería, un accidente en nuestro sistema político, sino una continuación acostumbrada de la práctica política): ¿qué decisión tomar, hacia dónde apuntar?, ¿qué hacer ante las resoluciones de las élites, si el resultado es el contrario al de sus intereses y pregonan el fraude para justificar cualquier medida?, ¿qué hacer si el gobernante elegido por el pueblo, el verdaderamente elegido según la necesidad del cambio, no puede continuar su mandato o gobernar siquiera? El fraude no se detiene en la elección, sino en todo el supuesto que se desprende de él y en el ambiente político que buscan imponer quienes se oponen al pueblo (las élites históricas del poder y el poder narcoparamilitar que ha secuestrado al Estado durante décadas).

Hace parte de todos nosotros plantearnos los demás peligros, amenazas y riesgos que pueden sobrevenir a partir de ahora y para las futuras generaciones. Callarlos no nos hará más grandes, ni mejores, ni correctos. Dejo planteadas estas perspectivas y, como siempre, abiertas al debate y la discusión, siempre en busca de un mejor país, o de uno menos peor. 



Gabriel Hernando Garay Bohórquez. Bogotá, Colombia.
Licenciado en filosofía y lengua castellana, y magíster en creación literaria. Me gusta jugar con todas las palabras: la dicha, la no dicha, la callada. Es la única forma de despojar el lenguaje de sus múltiples maquillajes o de su variado contenido, e intentar encontrarlo solo, o casi como un feto en medio de un universo, que tiene que voltearse entero para que respiren los sonidos frescos y de más jóvenes sentidos. Jugar con las palabras más allá de todo yugo, más allá de toda pronta determinación sobre el destino de los seres y sus palabras; aun cuando un horizonte prometa resplandor: juego y variación con las palabras.   

Correo: gabrielgarayb1@hotmail.com

Photo by Arnaud Jaegers on Unplash.

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