«La mordedura de Bartleby: consideraciones a propósito de una indiferencia viral», un ensayo de Gabriel Hernando Garay Bohórquez


Estos dos últimos años habrían de servirnos para replantearnos varias nociones y perspectivas sobre nuestra experiencia civilizatoria en el mundo, así como para esbozar un sistema inmunológico que procure salvaguardarnos de otro tipo de contagios, de los que se habla a menudo, pero sobre los cuales no siempre se toman medidas precisas para protegernos. 
La pandemia acontecida a propósito del COVID-19 procuró, aunque momentáneamente y entre otras cosas, una condición que parecía languidecer: un momento de desaceleración y de revaloración de las narrativas empleadas hasta el momento, para presentarnos a nosotros mismos como una especie autosuficiente. Sin embargo, el mundo no tardó en volver a encender las válvulas de su desaforada aspiración por alcanzar la sobreacumulación, y por rejustificar el modelo vigente tratando de esquivar, como es natural, las evidentes consecuencias nefastas que acarrea la maquinaria depredadora sobre el medioambiente y las comunidades de los distintos territorios; muchas de las reflexiones acuñadas durante el paréntesis obligado del sistema en su locomoción, parecen ocupar de nuevo la última fila en una larga lista de cuestiones importantes por resolver, pero que resultan inútiles en relación con las aspiraciones de quienes copan y administran el poder local y global.  
  
Varios pensadores han hablado sobre los retos que deberíamos asumir como humanidad de modo que se puedan sortear y minimizar emergencias virales como la actual, y la consecuente necesidad de reconfigurar nuestro modo de vida, con el fin de prevenir futuras proliferaciones y amenazas. Valga aclarar que esta “reconstrucción” no sólo debería apuntar a agentes exógenos que revelan nuestra fragilidad y nuestra incapacidad efectiva de dominio sobre toda forma de vida. Debe apuntar, asimismo, a modificar la visión que sostenemos del yo y su relación intersubjetiva; pues las amenazas, también, y en grado sumo, provienen de la inmanencia del sistema humano: no en forma de organismos autónomos o parasitarios, sino en forma de actitudes, de ideologías y de proyectos civilizatorios deshumanizantes.   

Es en este punto donde quiero hablar sobre un agente contaminante que ha tendido a difundirse exponencialmente, y mediante el cual corremos el riesgo de desdibujar nuestra relación social y política, así como a fisurar el lazo de la simpatía y de la condolencia, que por lo general procuran acciones al interior de un proyecto común. Hablo de la indiferencia.

Es el preciso momento para evitar lo que denomino en este ensayo la mordedura de Bartleby, haciendo referencia al famoso cuento de Herman Melville en el que se narra la historia de un personaje solitario, distante y apesadumbrado, incapaz de sostener una relación dispuesta y humana con quienes lo rodean y que apenas existe en el rincón de su propia actividad como amanuense. Me refiero al contagio de una indiferencia patológica que, contrario a la apatheia estoica, no nace como un principio ético para garantizar que nuestro obrar dependa de una voluntad férrea, evitando caer ante la soberanía de los afectos, que relativizan toda intención ética y que hacen sucumbir el sano juicio basado en la reflexión racional. No, esta indiferencia nace del agotamiento excesivo, de la honda desesperanza y de la tristeza; síntomas cada vez más estructurales en nuestras sociedades. Es una indiferencia que opera a modo de caracol, donde el yo se esconde entre su caparazón hasta morir, progresivamente, de asfixia. Y claro, donde el mundo y el otro se desvanecen, y donde la simpatía y la condolencia se suprimen ante un individualismo creciente. Hablo de un espécimen patológico endógeno y frente al cual nuestras defensas no parecen haber funcionado del todo bien. 

Como toda enfermedad pandémica viene creciendo y extendiéndose al interior de nuestras sociedades y subjetividades, aun cuando no haya afectado a la gran mayoría de la especie (circunstancia que debemos agradecer). Y de igual modo, es un contagio que merece la pena mirar (o aprender a mirar de nuevo), para evitar que se siga expandiendo, máxime cuando hablamos de los retos venideros que deben unirnos como especie a partir de esta década del nuevo milenio. 

Recordemos la relación entre Bartleby y el narrador. Desde un primer momento el escribiente se le apetece al narrador falto de humanidad, pero irónicamente desarrolla, sin entenderlo muy bien, un sentimiento de simpatía y compasión (según el narrador, por la mansedumbre del personaje). Sin embargo, Bartleby es impermeable ante cualquier tipo de gesto o de señal, lo que implica que es incapaz de reconocer en el otro un rasgo de humanidad dirigido en torno a él. Por otro lado, el narrador no encuentra en el objeto de su compasión (que también será repulsión, como reacción natural ante la palidez humana del amanuense) respuesta alguna, lo que inevitablemente conduce a un bloqueo y a un sentimiento progresivo de frustración. En esta relación se hace imposible establecer un contacto humano: una comunicación entre los cuerpos, y entre las almas. El vínculo de los hombres se ve gravemente amenazado, y como consecuencia se abre la brecha para que el alma que anida la compasión (ese lazo de proximidad espontáneo entre los seres) resuelva desembarazarse, llenándose de una profunda desesperanza, al encontrar que no sólo la compasión es suficiente para lograr un cambio. De ahí que el narrador exprese: “Y cuando al fin se percibe que esa compasión no conduce a un auxilio efectivo, el sentido común le ordena al alma que se deshaga de ella”. Hasta este punto alcanza la indiferencia, esa patología del alma.  

Ahora bien, la fórmula de Bartleby, I would prefer not to, indica una ausencia de disposición y una fractura en la capacidad de juicio y decisión. Si bien puede interpretarse como un modo de resistirse serenamente ante los imperativos sociales, ello no conlleva a una revalorización consustancial del modo de vida al que se resiste. Por el contrario, conduce a un estancamiento y a un aislamiento crecientes en la esfera de un yo enfermo que ha “decidido” no participar activamente, incluso de su propia apuesta por resistirse. Esta resistencia es más una consecuencia inevitable de un mundo atosigante, que una reacción necesariamente rebelde, lo que supone la toma de una postura y, consiguientemente, la superación y supresión de la fórmula al enarbolar una acción decididamente opuesta.  

A Bartleby lo ha mordido la indiferencia que desplaza al individuo hacia la región de lo indeterminado y lo indefinido, al espacio de la indecisión silente y pálida, afectando su potencialidad ontológica y la disposición de enfrentarse al mundo que lo rodea. Es esta mordedura la que deberíamos evitar a toda costa; esto es, a que su propagación encuentre un límite verdadero en el universo actual.  

Carecer de disposición para ejecutar alguna acción, debe ser el mayor temor al que se enfrente uno. Bien puede ser el principio de que una acción ajena nos sobrepase; es decir, la condición de posibilidad para que algo ocurra, aun cuando no lo deseemos, corriendo el riesgo de volvernos cómplices y testigos. 
Mantenernos en el espacio de la indecisión desarma toda acción humana, y refrena toda posibilidad de detener el posible deterioro de una acción que se encuentra en curso. En el mejor de los casos, la acción que ya es, tiende hacia un objetivo sano, y en dado caso, solamente seríamos cómplices, indirectamente, de un buen obrar en el mundo. Pero a menudo, las buenas acciones logran estropearse si se dejan a merced de unos pocos, o a merced del devenir azaroso de la actividad humana; y en este sentido, no seríamos sino los cómplices, implícitos, de un desarrollo atroz. 

Todo ser humano debería tender irremediablemente hacia un fin, aún si éste es parcial o relativo. Esta proposición me recuerda a la filosofía de Aristóteles. Pero, ¿qué sucede, entonces, cuando de manera voluntaria o involuntaria, un individuo deja de tender, conscientemente, hacia un fin cualquiera? Nos hallamos frente a un ser que ya no toma una postura por su quehacer, que no registra un móvil en su actuar; un ser en cuyo espíritu se ha evaporado todo tipo de disposición. Simplemente se entrega a la muerte, sin resistencia alguna, y se deja llevar por la oleada de la vida hasta naufragar, solitario, en las playas del olvido. Una tendencia cero, una existencia apagada y opaca, que, irremediable, se conduce a la inactividad, sin tomar partido por nada, ni siquiera por sobrevivir. Tal como Bartleby, quien sin duda prefiere ni siquiera revelar su propia historia. Un ser, en últimas, que no se dirige hacia ningún signo, o más bien, que permanece inmóvil en medio de la interrupción indefinida hacia toda referencialidad.    

El mayor temor al que me enfrento hoy es a que este tipo de subjetividad se exteriorice y se masifique indistintamente en la sociedad. Un conjunto de consciencias que declinan y que se aferran a la indiferencia total; una especie que le apueste a la muerte sin más, que renuncie a toda referencialidad, a toda comunicabilidad, a toda acción vital. Tan grave es la indiferencia, que el suicidio implicaría ya una toma de postura, una resolución que se podría significar. 
Si Aristóteles afirmó que todo ser tiende a un fin, era porque consideraba la continua realización del ser: una constante actividad que deviene de la potencialidad a la culminación de su existencia. Un ser como al que temo, es un ente vacío, pues toda su potencia ha sido negada de entrada, y toda su realización ha sido atrofiada desde el interior. El ser indiferente habita el lugar del quizá-ser: no es un total no-ser, y tampoco una realización del ser. El ser indiferente es un vaciamiento continuo de toda potencia y de toda disposición; es una resistencia sin rebeldía (sin contenido decidido) a toda estructura social y humana, porque al final no se opone a nada, ni se decide a formar parte de nada. 

La carencia de espíritu, la carencia de una postura propia, la carencia de un ser en devenir (y devenir ser), es a lo que temo al interior de un proyecto civilizatorio que establece las condiciones para que individuos así se reproduzcan irremediablemente. Un modelo que deshumaniza y que tiende a visibilizar al ser humano como un compendio de información que puede regularse, vigilarse y mercantilizarse. Un modelo que anula la espiritualidad humana y que atrofia la capacidad de oponerse a las estructuras que fabrica a diario. Un modelo que expropia el pensamiento y que lo hace hostil a la existencia misma, no puede menos que fantasear con una sociedad repleta de estos seres indiferentes y desesperanzados de sí mismos y de lo que los rodea.

Bartleby, el ser que mira hacia la muerte, imperturbable, es también el ser que decide no escribir más porque no logra ver, porque su horizonte de visión se encuentra cerrado, y esto lo conduce no a una acción transformadora, sino a una disminución total de su ser, a un abandono progresivo que, sin embargo, permite que los muros que cercenan el horizonte se sigan imponiendo. El agotamiento de lo aglutinante, de la uniformidad, de la hiperlaboriosidad; el cansancio que atrofia, el cansancio que aniquila y que se vuelve cómplice del aniquilamiento masivo. No es el hombre que se repliega sobre sí mismo, convencido de sus propias disposiciones, y que hace frente al sistema; no es el creador que vuelve sobre su obra para redescubrirse y reencontrarse; es el frío hombre que se distancia de cualquier decisión prometedora, de cualquier acción reparadora; es el hombre que se contagia hasta la muerte de la mordedura del atolondramiento físico y mental de un mundo que lo sobrepasa. Bartleby es la enfermedad misma que se cierne sobre la humanidad, o a lo sumo, el único espacio que una sociedad enferma nos concede: el espacio donde la inacción se resiste a ser parte del todo, y muere como individuo.

Si no logramos evitar esta mordedura, no podremos reponernos del todo y nos condenaremos a que nuestra existencia quede cifrada tal como el narrador de Bartleby finalizó la historia: 
“On errands of life, these letters speed to death. 
Ah, Bartleby! Ah, humanity!”  






Gabriel Hernando Garay Bohórquez. Bogotá, Colombia. Licenciado en filosofía y lengua castellana, y magíster en creación literaria. Me gusta jugar con todas las palabras: la dicha, la no dicha, la callada. Es la única forma de despojar el lenguaje de sus múltiples maquillajes o de su variado contenido, e intentar encontrarlo solo, o casi como un feto en medio de un universo, que tiene que voltearse entero para que respiren los sonidos frescos y de más jóvenes sentidos. Jugar con las palabras más allá de todo yugo, más allá de toda pronta determinación sobre el destino de los seres y sus palabras; aun cuando un horizonte prometa resplandor: juego y variación con las palabras.   

Correo: gabrielgarayb1@hotmail.com  
   

Photo by  mostafa meraji  on Unsplash (public domain).



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