'La sangre tira', un cuento de Juan Keller, líder de la banda 'Las Flores del Mal'


Abro la canilla y espero que el agua se caliente. Entonces pongo el tapón del lavatorio. Mientras el espejo se empaña me mojo la cara con el agua casi hirviendo. Limpio el espejo, mi piel está roja. Cierro la canilla, me aplico la crema y saco una hoja de afeitar nueva de la caja. Por la ventana entra el cielo gris de Londres.
Recuerdo a mi padre. Yo llevo su nombre, Alan. De niño decían que me parecía a él. No en lo físico, sino en lo terco y callado. Él cumpliría hoy sesenta años. Pero falleció hace diez de cáncer de pulmón. Nunca fumó, la enfermedad le llegó con su trabajo en las minas de carbón. Mi madre se fue de casa antes que yo empezara la escuela primaria. Si papá pudiera verme hoy, se sentiría orgulloso de mí.
Afeito mi costado derecho con detenimiento. Después el izquierdo y paso al cuello. Me distraigo y las dos hojas de la máquina rasgan la piel. El corte es bastante profundo. Caen unas gotas de sangre al lavatorio. Los círculos rojos flotan sin diluirse en la espuma blanca. Termino de afeitarme y me desinfecto. Ya he dejado de sangrar. Enjuago la máquina y la guardo. Saco el tapón y la mezcla de agua, jabón y sangre se pierde por el desagüe.

En el cuarto, me pongo camisa blanca, traje negro y corbata azul con discretas líneas celestes. Sonrío al pensar que fui yo quien enseñó a papá a anudarse una corbata. La única vez que lo vi vestirse en forma elegante fue para el funeral de uno de sus compañeros de trabajo. La cicatriz en mi cuello es casi imperceptible. Me alivia no haber manchado el cuello de la camisa.Tuve una buena educación en esta ciudad que ahora siento mía. Mi padre me envió aquí desde Newcastle antes de cumplir trece. De alguna manera (no sé cómo), siempre conseguía dinero para mis gastos y mi escuela. También se las ingeniaba para hablarme por teléfono todos los domingos por la tarde. Incluso durante el tiempo que estuvo en la cárcel. Me contaba de los que no resistían más y rompían la huelga. En ese entonces, no era un tema que me interesara.

Instalo el cargador con municiones especiales en el arma y la guardo en el estuche bajo mi axila. Salgo a la calle. El frío me golpea y me tranquiliza. Tomo el metro en Notting Hill y bajo veinte minutos después en Victoria Station. Desde allí camino trescientos metros hasta el edificio contiguo al Palacio de Buckingham. Las nubes se vuelven más densas y los pájaros desaparecen del cielo.
Apenas salí del colegio me alisté en el ejército. Mi padre dejó de hablarme por un tiempo, molesto por mi decisión. Después nos unimos aún más. Cuando yo no estaba de servicio, venía a verme y cocinaba Stottie Cake. No sabía que ya estaba enfermo. Mencionaba nombres de gente que yo había conocido en la infancia. Pero los rostros de esas personas se desdibujaban en mi memoria. Se convertían en meras ideas sin cuerpo dentro de mi cerebro. A él lo habían elegido delegado de la Unión Minera de Black Callerton. Yo no le hablaba de lo que hacía en mi trabajo. Él miraba mis fotos con uniforme y no preguntaba.

En los camarines, saludo a mis compañeros que hablan del partido del día anterior. Me lustro los zapatos, pongo baterías nuevas en el intercomunicador, me lo cuelgo en el cinturón y coloco el audífono en mi oído izquierdo. Entonces entra el coronel. Nos cuadramos para inspección. Su mirada nos recorre implacable. No parece notar la herida en mi cuello. El coronel es el tipo de persona que obedece órdenes ciegamente. Como yo hasta ahora.

Tuve que recorrer un muy largo camino para llegar a ser parte de este grupo de seguridad de elite. Implicó muchos esfuerzos. Como visitar la tumba de mi padre recién dos semanas después de su muerte por encontrarme combatiendo con las fuerzas especiales en Irak. El sindicato había pagado un entierro modesto. La lápida era una losa pequeña, libre de símbolos religiosos. Sus excompañeros no quisieron recibirme. Caminé por los lugares donde había transcurrido mi infancia sintiéndolos ajenos. No había vuelto a pisar esas calles desde entonces. Todo estaba seco y abandonado. Newcastle parecía cubierto por una pátina de ceniza indeleble. Llegué a casa del tío Bob. Dijo que se estaban convirtiendo en un pueblo de viejos. Todos los jóvenes habían emigrado hacia el sur. Las minas de carbón habían dejado de producir. Cuando me fui pensé en remplazar la lápida por una más grande. No lo hice. Solo ordené que agregaran la frase favorita papá: “United we stand, divided we fall”. Al regresar a Londres solicité mi traslado a otra división. Quería quedarme en mi país y ya no matar desconocidos en tierras extrañas.

Salimos a las 8:50, dice el coronel. Hoy es el inicio de las sesiones del parlamento. Estoy inquieto. El trabajo en la ciudad me pone más nervioso que las batallas en el desierto. Pero todo lo que vale la pena requiere sacrificio. Estoy donde debo estar: desde hace ocho meses soy un miembro de la guardia real y tengo una hoja de servicios impecable. Quiero hacer las cosas bien. Espero que todos salgan, cargo el arma y le dejo el seguro puesto. Me reúno con el grupo. Empieza a llover cuando subimos a la camioneta. 
Llegamos a la Cámara de los Lores. Después de revisar el lugar en busca de explosivos, me asignan el puesto de vigilancia en una escalera lateral. Me acerco a Dickins y le ofrezco cambiar mi ubicación por la suya en el tercer piso. Te costará dos pintas en St. James Tavern, dice. Acepto y tomamos posiciones. Pasan treinta minutos antes que los auriculares empiecen a sonar reclamando máxima atención. El símbolo vivo del imperio está entrando.

Isabel II reina desde hace siete décadas. Hoy viste un conjunto azul y corona con joyas haciendo juego. Exhibe su expresión y olor habitual. Observo en detalle a la comitiva que la rodea. No representa ninguna amenaza. La reina apenas levanta la mano enguantada para saludarnos. En realidad, no mira a nadie. Solo al frente o al piso. Para ellos somos nada, recuerdo que decía mi padre. Somos invisibles... y eso puede ser bueno, agregaba con una sonrisa.

Su majestad entra su palco y el parlamento entero se pone de pie. Estoy a veinte metros de ella. Somos invisibles, digo y extiendo mi mano hasta que se interpone entre la lámpara del pasillo y mi visión. Somos invisibles, repito una y otra vez. La luz empieza a traspasar mis dedos que se vuelven primero traslúcidos, luego transparentes y finalmente inmateriales. La luz da de lleno en mis ojos. Soy invisible, dice mi voz sin cuerpo. 
Camino con sumo cuidado entre colegas y guardias reales. Procuro no hacer ningún ruido. Uno de los custodios percibe algo, mueve su cabeza inquieto en todas direcciones pero no logra ver nada. Entro al palco y me ubico detrás de su majestad. Entonces vuelvo a ser material.

Estoy tan cerca que mi sombra cubre la espalda real. Alcanzo a ver por encima de su cuerpo a la multitud que la observa. Me veo a mí mismo en los monitores del Parlamento. También debo estar en las pantallas de televisión de todo el país. Mientras me desprendo el saco, la voz furiosa del coronel estalla en mi oído. ¿Cómo llegó hasta ahí Stephens? ¡Un paso atrás! ¿Cree que alguien...? Me arranco el auricular.
 Desenfundo, saco el seguro del arma y apunto a la nuca de la reina. Disparo y su cabeza explota como una sandía. Se transforma en una nube rojiza de sangre, materia gris, dientes y fragmentos de huesos. El sombrero azul planea y queda depositado directamente sobre el cuello. El cuerpo rechoncho no cae. Queda erguido a la vista de todos. Papá, me enseñaste bien: nadie tiene sangre azul. ¡Te habría encantado este regalo de cumpleaños!
La sala se queda muda y puedo escuchar el ruido de la lluvia golpeando el techo. Después, un trueno.







Juan Keller: 1970, Mendoza, Argentina. Músico, escritor, nihilista. Líder de la banda Las Flores del Mal con la cual grabó los discos Plasma (2002), Orgánico (2011) y Bi (2014). Como solista, realizó una serie de EPs titulados Híbridos compuesta por nueve volúmenes a la fecha. Ha publicado textos en diarios, revistas y antologías de Argentina, México, Colombia, Venezuela, Uruguay y Bolivia.

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