Desde República Dominicana: «Amores tres», un relato del escritor y psicólogo Víctor Liberato

No sabía su nombre hasta que me lo escribió. P-I-A. Recuerdo la escena: yo estaba parado debajo de mi sombrilla, ésta debajo de las nubes que empezaban a lagrimear. Esperaba una guagua.
Pía se unió conmigo en la espera. Empezó la lluvia, la guagua estuvo castigándonos algunos minutos más. Le presté la mitad de la sombra que la sombrilla me daba. Sí, dije sombra. A pesar de las gotas de agua, ella prendió su cigarrillo. Cuando notó que su humo me molestaba, dio las gracias por mi ayuda.
Alguna vez leí que el amor está en cualquier lado. Es cierto. Pía estaba enamorada. Nos subimos y sentamos en los asientos secos de la guagua. Ella ya se había chupado su palito blanco de cabeza roja.
Dicen que quien inventó el cigarrillo fue un doctor que no tenía paciencia con sus pacientes. Pía me enseñó esto.

Yo vivo diez minutos antes que Pía. La dejé sin darle las gracias por el pequeño papel, escrito de prisa bajo los movimientos de la guagua, que me había regalado. Cuando pagué el pasaje, pregunté qué música oía el chofer. (Las pastillas del abuelo). Yo la buscaría en mi computadora.
Varios días después, sin lluvia, sombrilla ni nadie a mi lado, estaba yo en la misma parada. Esta vez la guagua que llegó, traía otro chofer. Pía me decía en su papel de letras feas, su nombre y dirección. No puso su número de teléfono, según me explicaba, a propósito.
Visitar a un extraño siempre causa ansiedad, a veces no mala. El apartamento, en el tercer nivel, es pequeño y pintado torpemente. Noté su sorpresa al abrir la puerta. Me gustó la falda de Pía. Tomé vino, ella café. Su maquillaje no la hacía linda y se lo dije. Ella me mostró su sonrisa. Prometió no incluir humo en el encuentro. Aproveché y di las gracias por eso y también por el papelito.

Luego de media hora conversando sin sentido, nos acostamos. Tenía en su habitación una fotografía de una joven, pegada en la esquina derecha del gran espejo que nos miró abrazados. Me sería imposible describirla. Pía se quedó con una de mis medias, a cambio me regaló una de sus gorras. Estuve casi dos horas fuera de mi casa.
Convencido de que era una puta y de que jamás volvería a verla, tiré la gorra en el primer zafacón que hallé. Una pareja de Testigos de Jehová, según dijeron, me invitaron a celebrar la muerte de Jesús. Mentí y dije que iría. Me arrepentí de darle mi número de teléfono a Pía. Sabía que no llamaría. Cuatro días después ella me probó que suelo equivocarme.

En noventa días estuve fuera de contacto con la gente, comiendo pizzas y saliendo por la noche. No es gente el repartidor de pizzas, cumple órdenes como la televisión. Desde que salió mi barba por primera vez hace algunos años, la borro de mi cara cada tres días. Esa costumbre la cambié. Tres meses sin faltar una sola noche, estuve mirando las escaleras del apartamento de Pía. La visitaba la chica de la fotografía.
Yo la seguía cuando empezaba a subir al tercer nivel del edificio, creyó (creo yo) que era uno de los inquilinos, estoy seguro de esto. Recordé su cara en el espejo de Pía.
Metido todo el día en mi cama, algunos pedazos de peperoni y de pizza trajeron muchas hormigas para acompañarme. Llamó Pía y quiere verme. La invité a juntarnos en la parada, no quise ir a su departamento. Pidió que llevara mi sombrilla, no entendí por qué, hacía sol.
Pasaron dos guaguas y Pía seguía esperándome. Me oculté para verla de lejos. Fingí llegar casi ahogándome. Me disculpé por la tardanza. Me pidió que olvidara eso.
Caminamos hacia una cafetería. Me gustaba la ropa que llevaba puesta. Notó que me había cortado el lado izquierdo de mi cara al afeitarme. Sentí vergüenza. Sacó su lengua para hacerme saber que no era nada importante.

La tristeza de Pía se debía a que ya no tenía novia. La chica de la fotografía la cambió por una italiana. La confesión de su lesbianismo la tomé como si ya lo hubiera sabido. Pía se sorprendió de que no me sorprendiera. Comenté que mi artista favorito era de Italia y que también canta en español. Fue un chiste para Pía.
Estuvimos de acuerdo en que el sexo es buen remedio para olvidar las penas. Lo hicimos sin café ni vino. Quería aprender a fumar, Pía me prendió un cigarrillo. Antes de meterse al baño, saliendo desnuda de mi cama, preguntó si podía quedarse hasta que quisiera. Le respondí sacando mi lengua. Siempre había soñado con bañar una mujer y la acompañé.
Me sentí feliz, pedí pizza y un paquete de cigarrillos. Por primera vez di propinas al repartidor, lo vi como a una persona.

Ni Pía ni yo trabajamos. Soy huérfano y heredero de un supermercado al que nunca voy desde que murieron sus dueños. Ella salía dos veces al mes, así pagaba sus cuentas. Le pedí que ya no saliera a buscar dinero.
Pía quiere aprender a cocinar, yo amo la pizza. Los martes y jueves va al curso de cocina en el centro de la ciudad. Una noche regresó feliz y para premiarme me cocinó espaguetis. Me gustó su sazón.
Los fines de semana siempre aburren a Pía. Para no verla así, la invito al cine, no nos gusta bailar.

Cuando se graduó como auxiliar de chef la llevé a un resort.
En el hotel había muchos europeos. Estaba también la chica de la fotografía del espejo de Pía y su nueva novia, una italiana. No sabía qué era el odio hasta que me sentí abandonado. La italiana cansaba a la ex novia de Pía, ambas se pusieron contentas de estar en el mismo lugar. Me refugié en la habitación del hotel. Pía salía a la piscina durante horas. Nunca pregunté nada, Pía nunca dijo nada.
La chica de la fotografía, mientras cenábamos los cuatro, me reconoció de alguna parte (creyó reconocerme). Sin prestarle atención negué su afirmación.
No hablé con Pía durante el viaje de regreso. Cuatro días después le pedí que se mudara otra vez a su departamento. Ella quería seguir cocinando para mí. Dije palabras feas y fuertes, ella recogió su ropa y se largó.
Volví a ver la pareja de Testigos de Jehová a la que le mentí. La invité a casa. No me gustó su conversación. Mentí otra vez, pero ahora decía yo que estaría fuera algunos meses.

No supe más de Pía. Salí algunas noches al edificio donde creí que estaría con su novia. No vi a ninguna. Ahora siempre acostumbro darle propinas al chico que cada día trae mi comida y un paquete de cigarrillos.



Víctor Liberato nació en marzo de 1977. República Dominicana. Si fuera un animal le gustaría ser perro. Devoto del tenis y el fútbol (soccer). No cree en pasado ni futuro. Le gusta el Rock y las Baladas, el café y el ron con hielo. Psicólogo, también escribe cuentos. Facebook. Algunos han sido publicados en revistas nacionales e internacionales tanto en formato físico (papel), como digital: Letras Libres, Ciliya, periódico el Universal (ciudad de Mao), entre otras. Fiel admirador y lector de la trinidad de la J (Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti y Julio Ramón Ribeyro).

Photo by Marina Khrapova on Unsplash. (public domain).


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