«El vigía», un cuento de Harol Gastelú Palomino


Todo estaba sumido en la tiniebla. Debían de poner faros, potentísimos como los de los jeeps, para horadar la negrura y verlos llegar, pero ¿dónde los enchufarían si estaban en medio de la puna?
Ellos se desplazaban de noche como animales nocturnos. Subían y bajaban los cerros escarpados sorteando los abismos sin dificultad. Dormirían de día, en las cuevas, como los murciélagos, entre las rocas, mimetizados con el paisaje.
Aguzó los oídos. Le pareció haber escuchado rodar unos guijarros. Puso el índice derecho en el gatillo. Estaba helado. ¿Disparar un tiro por si acaso? Sus colegas se molestarían por perturbarles el sueño, el sargento lo castigaría con una semana más en ese páramo. Ni pensar en prender la linterna porque entonces el blanco sería él. Le lanzarían una certera piedra con sus huaracas que lo harían pasar de este mundo al otro en un pestañeo.
Tiritaba. Así estarían los alemanes cuando sitiaban Stalingrado en pleno invierno ruso. Ah, cómo extrañaba una taza de café para paliar el frío, para estar lúcido, para que la modorra no le venciera como si estuviera en los brazos de María.

Si ellos lo sorprendían, no vivirían para contarlo. A todos los harían picadillo. Eran peor que salvajes. Cuánta sangre derramaron en Bambamarca, Cochamarca o Sacsamarca. Qué nombrecitos. Allí sí sintió miedo, pavor, terror, escalofríos. Los cuerpos estaban destrozados como por obra de un mal carnicero. Los mataron a pedradas, con machetes, hachas, picos, cuchillos, palos. Hasta con sus manos habían matado. Se pasaron todo el día matando, yendo de un pueblito a otro buscando víctimas. Mala suerte para los que se cruzaban en su camino. A las embarazadas les abrían las barrigas para arrancarles los fetos, a quienes estrellaban entre las rocas o pisoteaban. Los charcos de sangre estaban coronados por millones de moscas. Algunos sobrevivientes de la matanza decían que los vieron tomando la sangre que brotaba de las gargantas de sus víctimas, que les arrancaban los corazones y se los comían, que se tragaban los sesos después de abrirles las cabezas con las hachas. ¿Y si eran zombis? O vampiros.
Hasta el comandante vomitó, él que era un hombre recio, fuerte, aguerrido, indolente. Sus colegas lloraron, se quedaron estáticos, atónitos, sorprendidos, mudos de la impresión. ¿Adónde los habían mandado a combatir? ¿Qué clase de gente eran esos supuestos revolucionarios? ¿Así terminarían si se los encontraban y eran derrotados? Un escalofrío le recorrió el espinazo de solo imaginarlo.
Dicen que lo hicieron por venganza, porque los lugareños mataron al representante que designaron en lugar de las autoridades depuestas. Al hombre lo golpearon, patearon, acuchillaron, lo arrojaron a una pira de leña capaz de reducir a cenizas a un toro, pero el hombre escapó casi ileso. En lugar de dejarlo ir, lo ataron con alambres de manos y pies y lo volvieron a arrojar al fuego. Pero el hombre parecía inmune al fuego. Alguien le metió un tiro en la cabeza, no se sabe si por compasión o porque intuía que esa muerte sería vengada con creces. Dicho y hecho.

Tembló recordando a esos muertos. Así también les harían por inmiscuirse en sus asuntos. Pero él solo cumplía órdenes. Si fuera por él, ahorita mismo abandonaría el lugar. Si esta gente se quería matar, que se matara. Tenían su historial de luchas, muertes por quítenme estas pajas. ¿Por qué les mandaron enmendar entuertos ajenos? Pasaría el conflicto, volvería la paz por un tiempo, y vuelta a matarse. Era su destino ineludible.
Una lechuza dejó oír su canto lúgubre. O eran ellos metiéndoles miedo, advirtiéndoles que se marcharan, que no se metieran en asuntos ajenos. Pero, si les hacían caso, el lugar terminaría convertido en un inmenso cementerio. En un rincón de muertos, como era la traducción al cristiano del nombre del lugar. A pesar de no gustarle, tenían que impedir que ellos tomaran el poder.

¿De dónde habrían surgido esas hordas? Quizá del infierno, de los primeros tiempos de la humanidad en que el hombre luchaba contra las bestias para sobrevivir, en que era una fiera más, en que la ley la imponía el más fuerte. Habían llegado a un mundo extraño, primitivo, salvaje. Parecía que habían retrocedido en el tiempo.
Empezó a soplar un viento helado. Tiritaba a pesar del capote, de la chompa de lana, del pasamontaña que le cubría el rostro. Hacía un frío de los mil demonios, como diría su padre. De día el sol era de desierto. Qué contraste de clima.
De repente era una lucha entre el bien y el mal, entre ángeles y demonios, entre gente que creía que existían hombres que se transformaban en animales por pecar, en cabezas que se desprendían de sus cuerpos y volaban, en hombres malos que, después de muertos, regresaban del más allá a tratar de expiar sus culpas arrancando los corazones de gentes buenas. Los otros solo creían en la materia, en la dialéctica, en el poder emanado del fusil. Quizá querían terminar con tanta ignorancia, con esas creencias que los tenían sometidos, atrasados, en la Edad Media, según proclamaban en sus arengas.
El firmamento se duplicaba en la superficie calma de la laguna adyacente al puesto de vigilancia. Estrellitas titilaban en la oscuridad. Algunos lugareños creían que en la laguna habitaba un toro negro que salía en noches de luna llena. Decían de allí había enterrado un tesoro. ¿Sería cierto eso? Habría que pedirle a los navales que enviaran a sus buzos para que exploraran la laguna. Pero se congelarían porque las aguas eran heladísimas. Quizá los rojos buscaban el tesoro para aprovisionarse de armas y renovar los viejos fusiles con los cuales estaban haciendo su revolución. Su capacidad de fuego era limitada. Lo que empleaban con pericia era la dinamita. La robaban de las minas. No solo la empleaban para derribar las torres de transmisión eléctrica sino también para despedazar los cuerpos de sus víctimas. Después de ejecutarlos, les ponían las cargas y los hacían volar por los aires. Del cuerpo solo quedaba fragmentos. El efecto psicológico de eso era devastador. Hasta a él le afectaba pues a veces soñaba que lo atacaban por sorpresa y le llenaban de plomo. Ya derribado, le colocaban varios cartuchos en el cuerpo y lo hacían volar como en el poema sobre Túpac Amaru que declamaba cuando estaba en el colegio. Y no podían matarlo, era cierto, porque su cabeza, convertida en una cabeza voladora, o en un ojo que todo lo veía, observaba desde las alturas cómo su cuerpo se fragmentaba con la explosión. Despertaba gritando, empapado en sudor.
Allí vienen, se dijo, al escuchar unas piedritas rodando como si uno de ellos hubiera pisado mal a pesar de los ojos de gato que poseían. Aguzó los sentidos, acarició el gatillo con su índice derecho. Parecía la piel helada de un muerto. Así los dejaría: helados, fríos. A él nadie lo sorprendería, menos esos salvajes. Les llenaría de plomo, los mandaría al infierno, de donde no debieron salir.

Siguió alerta, pero no escuchó nada más. Habría sido algún zorro buscando comida. Quizá los de la horda roja no se refugiaban en ese lugar. ¿Cómo pretendían cambiar el mundo desde este páramo? ¿Creían que matando a gente que no tenía nada que ver con sus asuntos cambiarían la sociedad a la que calificaban de semifeudal y semicolonial? Seguro por eso actuaban así: porque creían que estaban en el feudalismo, en el colonialismo y había que someter a la gente a sangre y fuego. O a cuchillo y hachazos. Solo así se dejarían conducir por el sendero luminoso de la modernidad. Querían imponer el conocimiento, su conocimiento, a punta de bala como para que la gente los entendiera con claridad.
Miró la hora en su reloj Seiko que venía con luz incorporada: se había pasado diez minutos de su hora de guardia pero, como no tenía sueño, no despertó al vigía que le tocaba relevarlo porque daría vueltas y vueltas sobre su cobija sin poder dormir. Y eso era peor que estar oteando el horizonte negro en busca de una sombra más oscura que la noche, que tratar de escuchar unos pasos pisando por descuido unos guijarros que los delatarían.

¿Y si escapaba aprovechando que sus compañeros dormían a pierna suelta? ¿Pero adónde iría? A la base, ni en sueños. Lo ejecutarían por desertor y dirían que fueron los rojos. ¿Y si mataba a sus colegas? Pero investigarían y se darían cuenta. Tendría que hacer un buen montaje, fingir que los atacaron, que se defendieron como leones, que murieron luchando. ¿Y tú cómo te salvaste? No podía dormir y fui a dar unas vueltas por los alrededores…, hacemos nuestras necesidades lejitos del puesto de vigilancia… No le creerían. Más fácil era escapar, ir donde no lo conocieran. Pero le darían caza, los pelotones rojos estaban por todas partes, no iba a pasar desapercibido con el uniforme, sin hablar ese idioma ancestral que era como su santo y seña. Lo harían pedacitos, lo colgarían de un árbol para que las aves carroñeras se dieran un banquete con él. Lo exhibirían como un trofeo. Clavarían su cabeza en un palo.
Parecía que uno de sus compañeros estaba sufriendo una pesadilla. Cualquiera, porque hasta en sueños se presentaban los rojos, lo que habían hecho con la gente. ¿Despertarlo? No, que padeciera también, que vieran que no era el único que estaba con los nervios de punta, que prefería estar despierto a tener esos sueños donde le arrancaban el corazón y se lo tragaban, donde lo acribillaban a tiros y luego colocaban dinamita debajo de su cuerpo y lo hacían volar en millones de mariposas rojas.
¿Y si se los llevaban para sacarles la grasa? En eso creían los lugareños. Creían que los estaban matando para sacarles la grasa y venderlos a países extranjeros donde los utilizarían en sus aviones de combate… Pero creer eso era imposible. Tonterías de gente primitiva, ignorante, supersticiosa, decía el comandante.

Mañana pediría su cambio, alegaría cualquier cosa, inventaría alguna enfermedad, fingiría que estaba loco. Muchos colegas suyos terminaron desquiciados, ¿y por qué él no? No era de acero ni de piedra. Se pondría a gritar ¡allá vienen esos malditos!, se tiraría a la laguna con todo y uniforme, escalaría la montaña calato, diría que vio una cabeza voladora, al toro negro saliendo de la laguna. No sería tan complicado hacerse el loco. Lo mandarían de regreso a la capital antes de que confundiera a sus colegas con el enemigo y los llenara de plomo en un arrebato. Había pasado.
Otro leve ruido lo sustrajo de sus cavilaciones. Acarició el gatillo para calentarlo imaginando que era la piel de una mujer, aguzó los ojos, oteó el horizonte negro. Parecían pasos alejándose. Sería alguna vizcacha que no encontró nada que comer.
Las cosas empezaron a tomar forma. Allá estaba el picacho blanco de la montaña por el cual se asomaría el sol dentro de un rato para calcinarles hasta el alma. Un día más en el infierno, se dijo. Ojalá fuera el último.
Algo le hizo abrir los ojos desmesuradamente: sus colegas flotaban en un lago de sangre. Tenían los pechos abiertos. Les habían arrancado los corazones y dejado sin sangre.






Harol Gastelú Palomino. Huancavelica, Perú, 1968. Licenciado en música y literatura por la Universidad Nacional de Educación. Premio Nacional Horacio en cuento y novela. Finalista del premio Copé 2020 en cuento. Ha publicado los libros de cuentos Historias urbanas, La rosa negra, La piscina y Los pasos en la escalera y las novelas Cadena perpetua, La agonía de Juan de Dios, Viaje al corazón de la guerra, Tú que miras el mar, El castillo olvidado y El secretario del Libertador.


Fotografía de Scott Umstattd (en Unsplash). Public domain. 


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