Ficción especulativa: «Yo soy el bosque», un cuento de Ludim Cervantes

En este relato, nos adentramos en la vida de un joven de catorce años que experimenta una transformación inquietante. En lugar de los cambios típicos de la adolescencia, el protagonista comienza a desarrollar ramas y brotes de flores en su piel. 
A medida que la historia avanza, presenciamos su desesperado intento por encontrar un refugio en un parque, donde experimenta una extraña sensación de paz y alivio. 
"Yo soy el bosque" es un cuento que explora temas profundos como la identidad y la aceptación.


Yo soy el bosque 

A los jóvenes de mi edad, de catorce años, les salen granos o espinillas en la cara, no ramas o brotes de flores. Las venas no son extensiones de tallos verdes de los cuales nacen hojas. Brotes diminutos y finos recién nacidos de mi propia piel. 
Al verme en el espejo, comienzo a creer que soy más parecido a un Ent enano que a un ser humano. Mi piel no ha cambiado de color, aunque los lunares comienzan a parecerse más a semillas ovaladas, como almendras o nueces. 
Se hace tarde para la escuela. Mi madre me lo advierte desde la sala. Su voz suena tranquila pero nerviosa. El Miedo y la desesperación me invade. No quiero que ella se enteré. Ya padece ansiedad gracias a mi inestabilidad emocional por culpa del acoso que sufro en la escuela. Preocuparla me hace sentir más ansioso y desesperado. Saque unas tijeras del cajón de mi escritorio. Necesitaba deshacerme principalmente de las hojas que nacen de mi cara, por lo menos un momento. El resto se podría cubrir con el uniforme. Pensar en la cara de horror que pondrá mi madre si descubre que su hijo tiene una mutación. Desesperado, tome entre mis dientes la toalla aún húmeda después del baño. Aprete fuerte al primer corte. Dolía como si cortase una extremidad de mi cuerpo. Arranque los pequeños tallos que salían de mis poros. Los vi caer y marchitarse al mismo tiempo que tocaron el suelo. Extrañamente no brotó sangre, si no una especie de savia blanca que no era pegajosa. Olía a romero. Con un pañuelo desechable limpie los residuos. El ardor se hizo cada vez más fuerte, como si hubiera dejado caer alcohol sobre las heridas. La marca que quedo en mis mejillas, fue la de una espinilla reventada. 
Mi madre volvió a llamar desde el comedor. Salí rápidamente, tomé la bolsa con el almuerzo. No me atreví a mirarla, temía que notara el nuevo color de mis ojos, verde agua. No me despedí de ella como suelo hacerlo y escape. Hui de mi propia casa. Como si fuera un peligro. Como si hiciera algo malo. 
Corrí escaleras abajo del edificio antes que creciera otro tallo o me viera algún vecino. 
A las siete cuarenta de la mañana no había personas en la unidad habitacional. Debajo de mi uniforme, comencé a sentir entre mi carne y la piel, punzadas dolorosas. Mis venas dolían como cuando hay un mal intento de una inyección. 
A cada paso que daba mis pies pesaban, como si algo tirara de ellos hacia abajo; lo que me impedía avanzar. Note una rama serpentear dentro de mi pie, provocándome cosquillas hasta que consiguió abrir mi piel y atravesar mi zapato. Me detuve al notar que no iba a poder asistir a la escuela. Aterrado observe la raíz asomándose por la suela gruesa. ¿Cómo era posible que una rama tan delgada tuviera la suficiente fuerza para destrozar un zapato? Era de color café oscuro, como las ramitas de los árboles. Ahora se movía en dirección al concreto. Golpeó un par de veces. Quería traspasarlo y enterrarse. 
Brinque para no terminar enraizado a la mitad de la avenida. Arranqué la rama sin pensar en el dolor. Grave error. Fue como si me hubiera roto un hueso y grite. Grite como si hubiera tenido un accidente porque así es como dolía. Una mujer se asomó por la ventana de un departamento y me miró asustada, vio que cojeaba, debió pensar que me caí y que estaba mejor de lo que me escuché. Luego cerró las cortinas.
Tuve dificultades para caminar, mi pie tenía una gran herida y al moverlo, se acalambraba toda la pierna. Rogaba porque nadie quisiera ayudarme. Pasar desapercibido como siempre. Existir sin ser notado, sin interrumpir la trayectoria de la vida de los demás. Después de todo, ser invisible debía tener sus ventajas ahora.
Las punzadas en mis pecas hicieron que me detuviera cerca de un poste de luz. Agitado y temeroso, me escondí al ver un auto pasar. Podía sentir como se abrían y germinaban brotes color rosa de cada una de las pecas. Para colmo, los mechones de mi cabello se deslizaron hacia abajo y al mismo tiempo se transformaron en hojas verde oscuro. Como las de un árbol.
Me paralice. Tiré mi mochila al suelo. Comencé a arrancar de nuevo las ramas, flores, pétalos y tallos recién nacidos de mi cara. Las ramas que nacían de mis brazos y piernas eran tan fuertes que conseguían rasgar mi ropa. Me deshice del saco para poder arrancar mejor los pedazos de madera y las hojitas de mis brazos. Estaba tan desesperado que olvide estar a la mitad de la calle. Sólo quería que parara el dolor y la angustia. Que dejaran de crecer ramas de mi cuerpo.
Me estaba convirtiendo en un árbol.
Las ramitas picaban bajo mi piel, como inyecciones inversas. Eran como esas larvas de mosca que anidan en la carne y con el tiempo buscan un hueco por donde escapar, sólo que a las ramas no les importaba atravesarme las entrañas y surgir, como lo hacen bajo la tierra.
El poste ya no era un lugar seguro, camine a la pared más cercana que daba a un callejón. Intente respirar profundo como me enseñó la psicóloga durante mis terapias para tratar mi ansiedad. Intente pensar en cosas más alegres para despejar mi mente, quizá eso detuviera mi dolor o la transformación. Luego de unos minutos, nada de eso funcionó. No despareció el sufrimiento y mucho menos los troncos que abrían mi columna vertebral. Ya no pude ocultar el dolor, era desagarrado. Los discos de la columna estaban tomando otra forma y probablemente otra textura. Mi carne se abría y la piel se estiraba como si tiraran de ella. Mis gritos llamaron la atención de un par de vecinos de las casas aledañas que se asomaron. Uno preguntó si estaba bien, otra señora dijo algo de llamar a una ambulancia. 
Ya no sabía que era más espantoso, que ellos me vieran o saber que de mi espalda estaba naciendo una rama gigantesca con flores rosas. Una vez salió el primer tronco que no era tan largo ni ancho, pude entender que mis huesos ya no estaban construidos de calcio y hierro, si no de duramen y médula vegetal. Madera.
Mi llanto no era agua, era savia viscosa, con un perfume delicioso que sólo se encuentra entre las hierbas cercanas a las playas. Como el romero y el sahumerio que mi mamá tenía en su balcón. 
Mi vista se borró por momentos y entre esos, divise una silueta que se acercaba despacio. No distinguí quien era, hasta que tallé mis ojos, pero fue un grave error, mi vista se hizo opaca.
― ¿Qué haces? ― reconocí la voz, era Carlos. 
Asistimos juntos al jardín de niños hasta la secundaria y rogaba porque no coincidiéramos en la misma preparatoria. Era fastidioso y encontró en mí una diversión enfermiza que sólo tienen los niños maliciosos. No perdía oportunidad para molestar o insultarme. Él era el culpable de que yo fuera a terapia y mi mamá subiera de peso por preocuparse por mí. 
Mi mala suerte no podía ser más enfática. Sus ojos de zorro me miraban con asombro y asco. Eso era muy común en él, pero esta vez estaba más sorprendido.
― ¿Qué te pasa? ― su voz fue hueca y áspera. Su pregunta escondía una burla paralela. ― Das miedo… 
Quería que se fuera, que me dejara solo. Aunque no podía reaccionar, la vergüenza y el miedo me paralizaron. Con la mirada aún borrosa, note que su mano se acercaba. Todos los días me amenazaba o me golpeaba. Asumí que sería igual. Así que intente protegerme. Por instinto cotidiano y supervivencia me cubrirme la cabeza. 
Intentó arrancar una de mis ramas. Escuché su risa burlona y confiada. Contempló mi desgracia y lo disfrutó. Él siempre me llamaba raro o fenómeno. Sin embargo, esta vez sus palabras tuvieron un efecto distinto en mí. Porque ahora eran reales. Siempre dijo la verdad sobre mí. Como si él supiera desde antes que me pasaría o en el peor de los casos. Fue Carlos quien provocó todo esto. ¿Cómo? ¿Quién sabe? Carlos es malo, tiene ojos de zorro y las niñas de la escuela dicen que es hijo del diablo porque no tiene piedad por nada y por nadie. 
Así que no tuve otra opción, iba a decirles a todos. No quería que se burlaran de mí.
No hubo golpes, no hubo tirón de cabellos. Tampoco escuché su voz. 
De mi mano extendida, la cual evitaba que él se acercara, salió un troncó, como otra extremidad. Fue como un disparo, una lanza… atravesó el pecho de Carlos. 
No supe bien que sucedió en esos segundos que fueron como una ráfaga de viento. Levanté la mirada buscando a Carlos. Misteriosamente tampoco hubo sangre. Su piel se erosionó, secándose por completo. Su cuerpo se fosilizó junto con el troncó. Dejando a Carlos abandonado en la calle como un adorno.
No supe que hacer. Lo observe anonadado y quebrándome en llanto. La confusión quedó marcada su rostro, era espantosa. Aunque era más aterrador vivo que en ese estado de fosilización. 
Bajo los pies del cuerpo de Carlos, emergió la maleza y enredaderas, mismas que trepaban por sus piernas hasta cubrirlo como una pieza de jardín abandonado. Como las estatuas viejas en casas vacías, en parques embrujados. Carlos adornaría por siempre la calle que daba a nuestras casas. 
Una mujer que salía de su casa, gritó al ver la escena. Su gritó fue una alarma vecinal que hizo que los demás se asomaran de los departamentos, salieran de sus casas. Que los automovilistas se detuvieran.
A pesar de la cojera de mi pie, pude moverme y escapar. El caos tras de mí se hizo más fuerte, probablemente ya era una multitud de vecinos. Pretendí avanzar lo más rápido que pude. El caos no se esfumaba, no quise mirar atrás, estaba seguro que ellos me seguían. Cruce dos calles hasta llegar a un parque. Fue el sitio más seguro que encontré en ese momento. Ya no había a donde ir. Estaba condenado. A donde quiera que fuera sería una prisión. La gente me entregaría a la policía por lo que le hice a Carlos, mi mamá se enfermaría al verme en la cárcel. 
Porque mate a un compañero de clases.
A nadie le iba a interesar lo que padecía. Dejaba de ser humano. Mi cuerpo dolía, incluso mis manos ya no me respondían porque mis dedos se estaban convirtiendo en ramificaciones. 
Una vez pise el pasto, la paz inundó mi cuerpo de forma misteriosa. Desapareció el dolor, la mente guardó silencio. Fue como si llegase a casa y descansar después de un día difícil. Di un gran suspiro. El sol de la mañana era tan pacífico, como si curase todas las enfermedades de mi alma. Lo miré por primera vez. Escuché los gritos de algunas personas, los vi correr alrededor y llamar a la policía. Observe su desesperación. Una mujer paso frente a mí, recargó su mano en la corteza dura y filosa de mi piel. Luego siguió buscándome. 
El viento sopló sereno a las ocho de la mañana. Algunos pájaros reposaron sobre mí. Su cantó alivió mi mente hasta ya no me importó nada. Desde esa vista pude ver mi casa, la silueta sin vida de Carlos y las bonitas flores que colgaban de mis ramas. 





Ludim Cervantes. Bruja y escritora con TDAH. Nacida en Ciudad de México. Lic. en Desarrollo Comunitario en UNADM, especialista en proyectos sociales y género. Su primer espacio de publicación fue en la Revista Goliardos en el 2008 dentro de la Antología de Zoombies. Posteriormente formó parte del equipo editorial de la Revista Migala ganadora del premio “Jóvenes Creadores” del FONCA de México. A partir de entonces ha publicado de manera independiente en diversas revistas. Entre ellas Guardagujas suplemento de la Jornada en Aguascalientes, Descensor en Zacatecas, entrevistas para Verso Destierro y Por escrito. Recientemente en Anestesia (2019). 


Foto de Henry & Co. (en Unsplash). Public domain.

1 comentario:

  1. José Ignacio Guízar Merlínagosto 20, 2021

    Excelente cuento, me atrapo y me identifique en parte con el personaje. Un abrazo

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