«Axis», un cuento de Víctor M. Campos

Llévame donde el sol esconde a un dios enorme entre tanta luz:
La Madre Tirana


[ PARTE I ]

Aquello era un reguero de huesos infernal. Ella creía en alguna entidad superior a la que, sin embargo, se negaba a llamar por su nombre. Esa entidad acudiría a su llamado por segunda vez. Poner en orden el caos o en todo caso descifrarlo era una tarea superlativa que ella había empezado, ya, contando los huesos, ordenándolos, uno a uno, en su cabeza: treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres. Número maestro. Ok, pero, ¿eran todos o acaso faltaba algún hueso? 
Mierda.
    Pensó que si al menos fuera la mitad de astuta que Brennan y, por qué no, tuviera ese brillo en los ojos o su refinado perfil, todo sería más fácil. Se encogió de hombros y suspiró. Cualquier cosa que le faltara, no obstante, la compensaba con su determinación para hallar respuestas. Esto era un caos que algún orden tendría y supo que daría con él más temprano que tarde; que tendría que hacerlo si quería conciliar el sueño cuando saliera el sol. Coccígeas aquí, sacras acá, lumbares.
La memoria, al menos, estaba en su lugar. Una memoria que si bien no servía para recordar las vidas pasadas, los avatares de un alma que vaga de cuerpo en cuerpo, servía para recordar un número tal de huesos que a ella, como a cualquiera que no hubiera sido descoyuntado aún, la mantenía erguida, en pie, rascándose la barbilla con esa uña que ya hacía tiempo había dejado de morderse hasta la carne. Fue en su búsqueda que dio con Pitágoras, pero no le alcanzó. 
La luz neón reverberaba en la superficie de la mesa en donde a las cosas se les abría en canal hasta que entregaban su misterio. Pero esta vez el misterio oponía resistencia y se reía en sordina: esa burla apuntaba con el dedo hacia la mueca ligeramente alelada con la que ella interrogaba a las cosas. ¿Acaso eran todos o faltaba alguno? Un chiflón le movía, apenas, uno de esos rizos negros y obstinados que le caían sobre el rostro. 
 De Pitágoras fue a Hipócrates. La sola idea de la transmigración podría darle certeza si pensaba de cara al futuro, pero para encararle tendría, antes, que poner en orden las piezas y construirse una explicación coherente del presente y aun antes, del pasado. Suspiró de nuevo. Olvidó la bata y se puso en cuatro en el suelo del laboratorio; anduvo a gatas alrededor de la mesa. Debajo, allá en donde nunca alcanza a llegar la mano, creyó reconocer algo.
¿Cuántas veces nos había sucedido que al acercarnos de más aquello resultaba ser otra cosa? No. Eso tendría que ser el hueso faltante, y punto. Ella pegó el rostro al suelo. La curvatura de la espalda dejó expuestas esas nalgas que alimentaban las fantasías de tantos y que hubieran podido despertar la codicia de la propia Brennan. Metió el brazo debajo de la mesa y se estiró lo más que pudo hasta que algo tronó. 
Puta madre.

[ PARTE II ]

¿Dónde traemos la cabeza cuando no está en su sitio? Clase tras clase ella divaga como una alma que busca aquí y allá sin saber a ciencia cierta qué es lo que busca. Una y otra vez las diapositivas van y vienen pero no logra retenerlas: cierto es que lo intenta, pero la cabeza se desprende y rueda por el suelo hasta irse a meter quién sabe adónde. Ahora todo es responder y callar, sobre todo callar; asentir con un dedo porque la cabeza, cuando no está, tampoco sirve para asentir.
      Los procesos transversos laterales; el espinoso y el foramen vertebral. Así, un hueso y otro, una clase, un día, un mes y otros; años luego, muchos hasta que ya no queda más que convertirnos en ese alguien por el que hemos comprometido nuestra alma. Así ella que al fin obtiene el grado y cumple un sueño que luego ya no sabe si le pertenece o de quién es ese sueño que está soñando y que, en susurros, le van narrando con exasperante ambigüedad. 
    Si bien no es rubia ni alta como Brennan, sí es lo que sea que a ella misma, ciertas noches, la hace sonreír. No es que esté tan mal. Puede ser la señora del investigador eminente si acepta su propuesta o una heroína si al fin se enrola en Médicos Sin Fronteras. Pero tampoco se trata de hacer una caricatura de una misma. No firmó para eso. Lo suyo es indagar, responderse cosas, examinar objetos que las más de las veces están muertos. Así que, de ser necesario, lo mismo mete la cabeza en alguna doctrina abstrusa o debajo de una mesa si eso puede ayudarle a entender. La frivolidad de lo manifiesto la aturde: es el susurro de lo que está más allá lo que a ella le atrae. Por eso vive de noche. Es de noche que habita este sueño que por lo general desemboca en una habitación a oscuras. Apenas cae el sol, ella agarra las llaves y sube al coche. De camino al laboratorio se desvía alguna vez para tomarse un trago en ese nuevo bar cuya atmósfera umbría le gusta. Luego, maneja por calles lluviosas y vacías disfrutando el sabor especiado del Jack hasta que llega al complejo de edificios y da contra el rostro empañado del vigilante al que saluda con una elevación de la barbilla. Sale del coche y entra al elevador. Oprime el botón que la lleva al sótano. Todo está tan callado que dan ganas de quedarse ahí para siempre; quedarse ahí en esta suspensión de lo manifiesto y su afirmación vulgar.     
    ¿A dónde conduce todo esto? Como si se tratara de raíces nerviosas que escalan o descienden por la espina, seguro nos habrá de llevar a un destino que en, muchos casos, puede ser el mismísimo punto de partida. Como eso le parece una salida fácil se olvida del podcast, se talla los ojos y suspira. Ella necesita una buena sesión de estiramiento o una tronada de huesos, pero los hombres, como tantos y tantos cuentos, son una decepción. La próxima, quizá, le devuelva la sonrisa a la rubia al otro lado de la barra.
[ PARTE III ]
Su cabeza girará ciento ochenta grados o más hasta dar con Brennan. Los ojos claros y la piel pálida; el refinado perfil y la contundencia de los labios expresarán bien la ascendencia del rostro: uno que le sonreirá si ella firma el contrato, si observa las nuevas cláusulas y enfoca su atención en la más importante de ellas: el eroque. Ella devolverá la sonrisa aunque nunca con el mismo fulgor escarlata. 
Aceptará un segundo vaso de Jack y, ahí, en el banco alto, experimentará el poder cautivador de esas manos al ponerlo todo, de nuevo, en su lugar. Si bien la cabeza tardará en volver, esa breve suspensión de lo manifiesto y lo articulado le permitirá explorar otras posibilidades y arrancarles, quizás, algún secreto. Qué delicia la recorrerá garganta abajo cuando sus ojos enceguecidos temporalmente indaguen en los abismos de la luz.
 Algunas luciérnagas, acompañándola, volverán de donde sea que se haya ido a meter. No obstante, aquellas intermitencias tendrán que esperar su turno y será cuando el futuro pierda su carácter iluminado que ella podrá murmurar su secreto si es que la luz es capaz de guardar alguno: en ese futuro con su monopolio idiota de las promesas será cuando esto habrá de sucederle. La otra le preguntará si todo va bien, si está satisfecha hasta ahora; si acaso no le intriga la nueva cláusula. 
Ella, tomándose su tiempo, le dirá que sí o todo lo contrario pero, en cualquier caso, sonreirá como sólo una es capaz de sonreír cuando ha desentrañado el misterio: cuando anticipas el giro y te ríes de desilusión por lo burdas e insignificantes que son las cosas. Sin embargo, para mujeres como ella siempre quedará alguna pregunta por responderse. Eso la tentará una última vez. Brennan hará a un lado el rizo que le cae sobre el rostro y la besará apenas. 
Reirán por todo y por nada porque reír es lo único que vale si de afirmaciones se trata. Después, con la sangre ya goteando al calce, le pondrá en las manos la pluma, pero ella, antes de firmar, se lo pensará un momento más. Volverán sus ojos hacia la luz de las lámparas y se preguntará si hasta ahora ha valido la pena. Brennan esperará como sólo puede hacerlo aquella que tiene la certeza de que, al final, nadie se resiste a la tentación. 
Ella alcanzará aquel objeto, se sacudirá las rodillas antes de ponerlo sobre la mesa y lo examinará hasta hallarle su lugar. Se sentirá tan lista como Brennan, y puede que lo sea. Firmará. O no lo hará si es que se da cuenta que eso de jugar con las almas y los destinos de otros puede ser más bien una tarea abyecta e infantil. Reirá, cruel, al esbozar en el horizonte la negativa a convertirse en una mujer que no es. Al salir, de un manotazo, Brennan le apagará la luz. 




        

Víctor M. Campos se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa, dirigido por Carmen Simón. Es licenciado en Docencia del Arte, por la UAQ, y maestrando en Intervención Social, Cultura y Sociedad, por la UPO. Cuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y por distintas revistas y plataformas como Monolito, Bitácora de Vuelos, Anuket, Ipstori, Interliteraria, Gacetilla Filología, etc. Nació en la CDMX. 


ILUSTRACIONES: La imágen ha sido remitida por el autor de la obra.



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