'Presagio de reinos y aguas muertas', un texto del libro «Opus dos» de Angélica Gorodischer

Se oyó una voz:
  —Despacio ahora —con lo que Iago Lacross se arrancó de lo que estaba pensando. Su mente fue más rápida que su cara: se prendió de lo que la voz había dicho; mientras que sus ojos seguían sin ver, atentos a nada de alrededor, sino a un mundo entre real e improbable. Había seguido dos líneas de pensamiento paralelas, simultáneas, superpuestas: una casi ontológica, que examinaba la continuidad del hombre; no tanto la cuestión de cómo había podido el hombre sobrevivir, como la de que había permanecido, a pesar de todo, fiel a sus lacras. Él y los otros estaban arañando el desierto para sacar a la luz una civilización remota, pero sólo él había estado jugando con la suposición de que los hombres que la habían fundado y habían muerto con ella, vivirían, habrían vivido, sujetos por temores, pasiones, fobias, neurosis, tabúes sexuales, prejuicios, ignorancias, ansiedades. «En fin, como nosotros.» Tal vez el motivo de esa continuidad increíble fuera justamente que el hombre no había podido liberarse de la maraña irracional en la que se envolvía. Tal vez cuando terminara la lucha dejaría de prevalecer la razón de la existencia de la raza humana, y el hombre se extinguiría. La otra línea de pensamiento iba hacia su hijo Nat. «¿Por qué Nat? Nataniel es un nombre como cualquier otro.» Si se hubiera casado con la madre de Nat, de Nataniel, no lo llamaría Nat, no lo hubiera sobreprotegido, sobornándolo, no se encontraría ahora donde se encontraba en sus relaciones con él. La madre de Nat tenía la piel mate, los ojos azules, y todo lo que quería en la vida era volar, ser piloto. «No me queda mucho tiempo de vida», acababa de decirse, cuando oyó:

  —Despacio ahora.

  Y recordó que era el arqueólogo jefe de la expedición, y se acercó para inclinarse sobre la trinchera abierta.

  —Una civilización guerrera —dijo.

  —No se puede saber todavía.

  Ésa era la voz de Pablo Weathersby, y Lacross supo que había sido también Weathersby quien había dado la orden de «despacio». «Pablo siempre atado a lo que debe y no debe hacerse», pensó, «a lo que debe y no debe decirse. ¿Quién habrá sido el idiota que dijo que los viejos somos más dogmáticos que los jóvenes?»

  —Mi querido muchacho —no hubiera querido decir esa frase— ya sé que casi no tenemos elementos de juicio, ¿pero ha oído hablar de la imaginación? ¿No le gusta encontrar un fragmento, un pedacito de algo, y construir a su alrededor un mundo, extracientíficamente se entiende?

  —No —contestó Weathersby.

  Iago Lacross suspiró:

  —Bueno, a mí sí. Me parece que ese juego me ayuda a mantenerme flexible.

  Pero Weathersby se alejaba.

  —Tiene que haber una razón —dijo Lucas— que todavía ni imaginamos, para que esta gente haya venido a instalarse tan lejos del agua —y miraba hacia el este donde, a muchos kilómetros, corría un hilo de agua barrosa, enferma de pereza.

  —Esto no siempre fue un desierto —le contestó la doctora Marmor, la ecóloga del grupo.

  «Rígidos, eso es lo que son», se le ocurrió a lago Lacross, «rígidos». «¿Habré sido así yo cuando joven?» Y volvió a pensar en que no se había casado con la madre de Nat, pero de eso hacía tanto tiempo, y de todas maneras Nat le pertenecía, le había pertenecido desde el día que nació.

  Estaban todos, menos Weathersby, mirando hacia el fondo de la trinchera.

  —Ajá —dijo Lacross—, sí, va a haber que seguir a mano.

  —Lo único que yo quiero es que encontremos un esqueleto —decía con unción, juntando las manos como en un rezo, Leonard Carriego—, un bonito esqueleto, amable y charlatán, maravillosamente conservado en una posición elocuente; fotogénico, sentimental, y si es posible con huellas de trepanaciones, fracturas o artritis. Observen —descruzó las manos— que no soy pretencioso: o trepanaciones, o fracturas, o artritis. Ni siquiera me atrevo a esperar las tres cosas juntas, ni siquiera dos de ellas. Una, una sólita, y voy a ser feliz y no me va a importar el calor.

  «Este Carriego», se dijo lago Lacross, «acaba de decir la frase clave del hombre: voy a ser feliz. La seguridad de un futuro que nunca llega, deseable, inminente e imposible. Uno va a ser feliz algún día, mañana, dentro de cinco minutos. La humanidad va a ser feliz, el hombre va a encontrar su lugar y su sentido. Carriego va a ser feliz con un esqueleto, Graciela Marmor va a ser feliz alineando piedras, troncos resecos y cuadros sinópticos, el ersatz del hombre que no se atreve a conseguirse. Weathersby va a ser feliz con hechos, montañas de hechos indudables y duros contra los que se dará de cabezazos para construir una teoría. Lucas va a ser feliz con una buena borrachera. ¿Y yo?»

  Sacudió la cabeza obligándose a dejarla vacía para que el desierto se le metiera dentro: había que ocuparse de las cosas prácticas.

  —¿Cuántas horas útiles tenemos? —preguntó.

  Lucas miró su reloj: Iago Lacross nunca usaba reloj.

  —Hasta que apriete el sol, tres. Digamos cuatro si podemos dejar que los nativos sigan solos, sin supervisión. Ellos aguantan.

  —Primero, esto no puede hacerse sin supervisión. Segundo, aguanten o no aguanten, trabajamos todos, ellos y nosotros, el mismo número de horas.

  —Y si los dejamos —Lucas era literalmente impermeable cuando se encontraba ante algo que ya había juzgado fútil—, seguro que se roban algo, y cuando volvemos el rector nos hace fusilar al amanecer en el patio de la Universidad.

  Lacross se quedó mirando a Lucas. «Y tiene un cerebro formidable», pensaba, «que de aquí a cinco años no le va a servir para nada si sigue viviendo de borrachera en borrachera. ¿Dónde estará la grieta? No va a ser él quien me suceda en la cátedra.»

  —Weathersby —dijo—, ¿dónde está Pablo?

  Se dio vuelta, y allí estaba Pablo Weathersby, caminando hacia él.

  —Profesor —dijo—, les expliqué a los obreros —él no decía «los nativos»— que por hoy no vamos a utilizar las excavadoras, ni las palas, ni los picos ni nada. Pero se niegan a cavar a mano desnuda. Propongo que les repartamos nuestros guantes.

  Graciela Marmor se rió.

  —Los míos les van a quedar grandes a todos.

  «Esta muchacha tonta. Si por lo menos se decidiera a acostarse con alguien.»

  —Bien, me parece bien. Si ellos están conformes.

  —Sí. Con guantes sí.

  —Vayan a buscarlos, por favor, y dénselos. Confieso que a mí sí me gustaría cavar con las manos —pero estaba transpirando, y le latían las sienes bajo la sombra de casco de corcho.

  Hubo un desbande. Lucas se iba despacio, cantando:

  Hay un rey que no vive en la franca,

  yo no quiero morir en batalla,

  pum-pum-pum que te matan los moros…

  «El folklore infantil es tan insensato como el de los adultos, claro.» ¿De dónde habría salido esa cancioncita incoherente?

  —¡Los míos están en el canasto grande, debajo de mi catre! —le gritó Lacross a nadie en particular.

  Se había quedado solo y miraba el desierto, el cielo que se iba poniendo blanco, la tierra por la que no cruzaba ni siquiera un pequeño animal de piel coriácea. Los nativos estaban en círculo, agachados en cuclillas a la sombra de una pared: eran simpáticos; plañideros y sonrientes al mismo tiempo; haraganes, supersticiosos y enfermos. Tenían una piel sospechosa, entre broncínea y blanquecina. Parecía (vagas referencias que ellos mismos habían dado), que bien al norte, donde empezaban los amagos de una selva (¿selva?) vivían en tribus, un grupo étnico pobre y cada vez más débil, que sobrevivía contra toda lógica. Había entre ellos dos mujeres horriblemente flacas, que les hacían la comida. Una de ellas era hermosa. Él creía que era hermosa, aunque nadie hubiera estado de acuerdo con él si se hubiera animado a decirlo, con una belleza trágica, de grandes ojos hundidos y una cicatriz en la mejilla izquierda. «Un esqueleto amable, con huellas de fracturas, artritis o trepanaciones, ¡vamos, hombre!»

  A su alrededor, el desierto. Los desiertos nunca son hostiles, eso es literatura. Ellos, caminando sobre los muertos. Y los viejos edificios milenarios (y ésos sí que eran elocuentes: el hombre es siempre el mismo hombre) que iban surgiendo. A pesar del trabajo intenso, todavía no los habían desenterrado del todo, no habían llegado a la base, a lo que había sido el nivel del suelo; aunque alrededor de algunos habían insistido, y ahora había fosos profundos, de búsqueda. Pero en tres meses habían conseguido todo esto: una enorme extensión, que por otra parte parecía no ser más que la periferia del hábitat propiamente dicho. Sin esqueletos, salvo fragmentos inservibles, pero con gran cantidad de objetos de uso, ajuar y herramientas. Todavía ningún cementerio. Lástima, porque las costumbres funerarias de un pueblo son tan charlatanas como el hipotético esqueleto de Leonard Carriego. Después, nada: a medida que se alejaban del hábitat en dirección al hilo de agua, absolutamente nada. Él había propuesto volver hacia el hábitat y continuar en la otra dirección, pero se había encontrado con la firme oposición de Pablo Weathersby.

  —Hechos —les había ladrado—, o suposiciones. Esta gente tenía un rudimentario sentido de la planificación. Vean esto —aquí, un plano en escala—: a la orilla del hábitat un espacio vacío, de pronto. ¿Para separar qué de qué? Eso me pregunto. La ciudad no puede terminar allí no más, tan bruscamente y tan lejos del agua —como Lucas—. El hábitat, el espacio vacío, y después, no sé: los burdeles, o las artesanías indeseables; o por el contrario, el barrio de los ricos, de los funcionarios, de los gobernantes. Algo, ésa es la cosa. Y después sí: el agua.

  Así había sido: él había hecho bien en acceder. La trinchera parecía decir: ni los burdeles ni los ricos, el ejército. Y por eso Iago Lacross había pensado en un pueblo guerrero. No lo había dicho, pero no todo era ejercicio de la intuición, amor a la plasticidad de criterio, aunque en gran parte sí lo era. Lo esencial era que él había pensado que si el lugar privilegiado de una ciudad —al lado del agua— se reserva para los soldados, esa ciudad ha tenido un alto concepto de la guerra. No como necesidad: si se está en peligro no hay tiempo de construir edificios tan bellos, tan gráciles, tan altos. Amaban la guerra, o la consideraban un gran honor, como para mantener una casta militar. Se asomó a la trinchera: eran armas, de eso no había dudas. No se pasa impunemente tantos años entre formas olvidadas; él sabía que eran armas. Irreconocibles, incompletas, pero habían matado a hombres, y los hombres habían terminado por burlarse de ellas.

  —Aquí estamos —les dijo en voz alta a las armas—, eso es, aquí estamos de nuevo.

  —¡Encontré los suyos, profesor! —gritaba Graciela Marmor—. ¡Pero qué cosa, no puedo encontrar los míos! No soy muy ordenada que digamos —agitaba los guantes de lago Lacross, uno en cada mano.

  —No importa —dijo él—, con que pongamos dos o tres hombres a escarbar, bastará.

  Los otros iban llegando. Lucas ya no cantaba, pero sonreía, sonreía. «Éste tiene una botella escondida en su cuarto.» Cuando habían aparecido los edificios, las tiendas habían sido desarmadas para que los hombres buscaran refugio en ellos: eran una mejor protección contra el calor del día y el frío de la noche. Se habían ido mudando hacia la periferia a medida que se ampliaban las excavaciones, y ahora ocupaban uno muy espacioso, donde cada uno de ellos contaba con una o dos habitaciones para su uso. Weathersby recogió los guantes de todos y se fue hacia donde estaban los nativos, sin decir nada.

  —¿Dónde está Nicodim? —preguntó lago Lacross—. No lo he visto en toda la mañana.

  Isidro Nicodim, profesor de filología antigua comparada en la Universidad, era, además de primo segundo de Lacross, un hombre con el que podía entenderse sin esfuerzos. Eran muy afines, aunque Nicodim había criado a un sobrino, huérfano, que ahora era actor. Los dos tenían barba; a los dos les gustaba la música, la noche, los gatos, el trabajo. Los dos solían contemplar con nostalgia la vida que habían elegido y que se les iba, sabiendo que si se les diera otra oportunidad, volverían a elegirla. Ninguno de los dos, nunca, había intentado hacerle al otro confidencia alguna. Todo lo más, Nicodim iba una noche, a una hora desusada, a lo de Lacross, a hablar de política universitaria o a tomar una copa. O Lacross lo llamaba para invitarlo a comer afuera, y engullían las porciones de una comida oriental, en una casa de comidas que tenía un jardín polvoriento y farolitos azules, sin hablar.

  —Allá —dijo Leonard—, con las barbas metidas en las estelas de mármol.

  —¿Si resulta ser la cuenta del pescadero? —preguntó Graciela.

  —¿En mármol? —Lucas abrió los ojos soñolientos—. Serán las hazañas de un rey, sus conquistas, pobre Pablo.

  Iago Lacross se sintió sacudido. «¿Por qué pobre Pablo?» Pero sabía por qué: si resultaba que su triste comentario era verdadero, y no lo eran las cautas, las diferidas conclusiones de Pablo, como había sucedido otras veces, demasiadas veces, Pablo iba a sentirse herido, y todos lo sabían. Sí: pobre Pablo. «Ojalá no hayan sido guerreros, mi querido muchacho, hijo mío, Nat quiere ser piloto y también se siente herido y me evita porque no me casé con su madre que era blanca y rubia; porque soy rico, famoso, sabio, el profesor Lacross, y él quiere ser piloto y matarse un día de éstos, ojalá haya sido un pueblo pacífico y entonces yo pensaré que soy tonto y me sucederás en la cátedra, y publicaremos la obra más importante de la arqueología: Instituto de Arqueología de la Universidad —La civilización del desierto— Editado por Iago Lacross y Pablo Weathersby —Colaboradores Juan Lucas, Isidro Nicodim, Graciela Marmor. Leonard Carriego. Ojalá no sean armas sino cualquier cosa, adornos, símbolos fálicos, herramientas, ojalá no se hayan perseguido ni se hayan matado ni se hayan traicionado ni se hayan odiado por el color de la piel o por las riquezas o por el poder o por la división en castas. Ojalá hayan sido buenos y sabios y sonrientes cuando ese hilo de agua era un río y el desierto una llanura verde. Ojalá ancianos sentados bajo los árboles hayan impartido justicia y todas las mujeres hayan sido hermosas y todos los hombres las hayan amado y hayan jugado con ellas bajo un sol benigno y una luna cómplice, y todos los niños hayan sido sanos y hayan tenido fuentes de leche y miel y cunas mullidas y juguetes de colores. Ojalá no se hayan acechado ni se hayan envidiado ni se hayan atacado en la sombra. Ojalá no hayan tenido héroes ni sacerdotes ni capitanes ni ladrones ni mendigos. Ojalá no hayan conocido el dinero ni los prejuicios ni los dictadores ni las clases ni las cárceles ni los asilos. Que no sean armas, que no sean armas.»

  —Es un arma —dijo Pablo Weathersby.

  Pablo no lo miraba pero los demás sí. Los nativos habían hecho un alto, les chorreaba el polvo escurriéndose de los guantes, y esperaban sonrientes.

  —Bueno —dijo Graciela—. Tenía que suceder.

  —¿Cómo? —le preguntó lago Lacross.

  —Digo que cada vez que excavamos podemos dejar de encontrar cualquier cosa, hasta restos humanos, como esta vez, pero siempre encontramos armas.

  —El hombre no puede dejar de afirmar al hombre —dijo Lucas.

  «Él también lo sabe», pensó el profesor lago Lacross, «extraño muchacho impotente, él también lo sabe, sobre todo cuando está bebido.»

  —Usted está cansado, profesor —dijo Leonard.

  —Cierto, estoy muy cansado.

  —¡Y con este calor! Vamos hasta el hotel —le decían «el hotel»: era la frase irresistible—, que Pablo se ocupará de todo; total, pronto habrá que dejar. ¿Vamos, Graciela?

  Caminaban hacia el hotel, pero Iago Lacross sujetó a cada uno por un brazo y les hizo torcer el rumbo.

  —Pasemos a ver qué hace Nicodim.

  —Lo que yo sé es que no voy a tener mi esqueleto —dijo Leonard—. ¿Qué le parece a usted que habrá pasado acá? ¿Huyó la gente ante una catástrofe?

  —No creo que haya habido catástrofe —dijo Lacross, y se alegró de poder hablar—, sino un lento deterioro inmisericorde, y silencioso. Ustedes me comprenden: aparte de que no hemos encontrado señales físicas de catástrofe, un pueblo que tiene soldados es un pueblo que sueña con héroes, y donde hay estabilidad, donde todos son felices, los héroes son innecesarios. De a poco tal vez, fueron muriendo: la tarea de un cadáver. La injusticia, la pobreza, los oprimidos que se alzan y pasan a ser los opresores, otra vez la injusticia, la pobreza… y entonces sí puede ser que pasara algo, algo nimio para un pueblo fuerte pero terrible para uno como éste —golpeó el suelo caliente con el pie—, y la mayoría habrá alcanzado a huir, dejando atrás a los enfermos, los viejos, los niños y los criminales encarcelados. Y los locos.

  —Me olvidaba —dijo Graciela Marmor—, los nativos no querían cavar con las manos sin guantes porque dicen que aquí hay un polvo que quema y les hace caer la piel, el pelo y las uñas. Les pregunté si a alguno le había pasado eso, pero me dijeron que a ellos no, que les habían contado. ¿Usted cree que alguna vez esto estuvo radiactivo, profesor?

  —Ahora no, en todo caso —dijo Leonard—, en los contadores de Tavanenko no se mueve una aguja.

  —Tal vez —dijo Lacross— y sin tal vez. Estoy seguro que esta tierra fue radiactiva.

  Entraron a la sombra fría de un edificio, por el hueco de una puerta enorme.

  —¡Profesor Nicodim! —canturreó Graciela.

  Pero Nicodim, por supuesto, no le contestó. Subieron una escalera curva, de mármol, haciendo chirriar el polvo bajo las suelas de las botas.

  Nicodim se levantó al verlos entrar.

  —¡Bueno! —dijo sonriendo—. Esto es casi una traición.

  —¿Qué pasa?

  Los otros tres también sonrieron.

  —Que quería darles una sorpresa esta noche cuando estuviera terminado —señalaba la mesa de trabajo—, pero ahora que están aquí sé que no me voy a poder aguantar. Lacross, venga, mire.

  Iago Lacross se acercó.

  —¡Imposible! —casi gritó—. ¡No puede haberlo descifrado todo!

  —No, claro que no. Pero algo hice. Fue una casualidad, como suele suceder con estas cosas.

  Ésa era otra de las razones por las cuales Iago Lacross sentía afecto por él: Nicodim era modesto.

  —Atención —continuó—, una cosa es trasladar estos signos a nuestra escritura y, otra es comprender lo que dicen. El primero es un trabajo estadístico, de observación y de ingenio. He hecho un poco de esa parte; y algo, algo ínfimo, de la segunda.

  Iago Lacross lo miraba entusiasmado. Junto con la transpiración, se le habían evaporado del cuerpo el cansancio y la tristeza por Pablo, por Nat y por sí mismo. Le brillaban los ojos. La barba blanca le brillaba también; más blanca que nunca, contra su piel negra.

  —Ahora —decía Nicodim—, se trata de un lenguaje complejo. Por cierto que no tiene nada que ver con el del primer pueblo que estudiamos en este planeta, en esta pobre tierra del hombre, hace tantos años ya. —Se interrumpió y se dirigió a Lacross—: ¿Se acuerda?

  El profesor Iago Lacross asintió en silencio.

  —Bien. Esto está transcrito a nuestra grafía: la estela del hábitat, la del monumento fálico, y la que se encontró ayer en… a propósito, ¿sabemos ya qué es?

  —La sede del ejército —dijo la doctora Marmor.

  —Coincide, coincide. ¡Entonces yo tenía razón! —Nicodim estaba gozoso como un chico, como un chico de piel un poco pálida al que le aseguran que él es tan negro como los demás: Nat.

  —¿Y qué dicen? ¿Qué dicen? —preguntó Graciela Marmor.

  «Es casi hermosa cuando olvida que no lo es», pensó Lacross, desentendido de la traducción de las estelas; pero algo lo sujetaba a ellas y le recordaba: «Las hazañas de un rey, sus conquistas, pobre Pablo.»

  —Calma, querida señorita, calma. Lo que yo puedo entender es muy poco. Sólo acá, sin el material de la Universidad, usted comprende, ¿no? Y sin embargo… sin embargo, hay elementos familiares. Curiosos, ¿eh? Perpetuación es una palabra de sentido tan lato, ¡tanto! Lo que quiero decir es que a través de los milenios, a través del espacio y de las estrellas, los primeros hombres, los que abandonaron el planeta, llevaron algo, o todo, y de ese todo nos fueron quedando, no sé, imponderables, nombres, palabras, gestos, sentidos, cosas que no tenían razón ni posibilidad de sobrevivir pero que sobrevivieron. Eso no nos extrañó, como aquel pueblo insular. Esto es civilizado.

  Leonard Carriego se sonrió.

  —Sí —insistió Nicodim—, civilizado. De una rara manera, hubo pautas de lo que hoy entendemos por civilización. Es de suponer que los hombres de todos los pueblos del planeta fueron reclutados entre lo que quedaba, y que emprendieron la huida hacia las estrellas, tal vez sintiéndose bien juntos, por primera y única vez. En ese grupo heterogéneo: todos los lenguajes, todas las razas, todos los colores, todas las costumbres, irían algunos de los remotos descendientes de este pueblo que vamos pisando. Y quizá yo, o usted doctora, o usted Carriego, cualquiera de nosotros, descienda de uno de aquellos hombres. Lo sabremos cuando hayamos estudiado a fondo este mundo: conoceremos a nuestros padres.

  ¿Por qué no? Iago Lacross se sentía tan feliz con esta conversación. Mucho más que con la traducción de las estelas.

  —Por eso pude —retomó Nicodim su explicación—, sin bibliografía, sin elementos, sin nada, adivinar una o dos palabras. Pero puedo estar equivocado, y estos grafismos agrupados quizá ni siquiera sean palabras. Ésa es la explicación de mi actitud, que oscila entre el entusiasmo y la cautela. Mi entusiasmo me dice que el hecho de que este segundo hábitat sea la sede del ejército, confirma lo que voy adivinando. Mi cautela me frena: los hombres de ciencia no adivinan.

  —Déjese de escrúpulos, Nicodim. De aquí a que terminemos las excavaciones, a que volvamos y a que publiquemos los resultados hay tiempo para ser estrictamente científico. ¿Qué adivinó?

  —Esto —Nicodim deslizó su dedo sobre las notas que había estado tomando, y los otros tres se inclinaron— significa tropa, regimiento. Me atrevería a decir que significa literalmente ejército, porque se parece a nuestra palabra. Después viene un vocablo incomprensible.

  —¿Cómo se pronuncia? —preguntó Graciela.

  —¿El qué?

  —La palabra incomprensible.

  —Yo diría que arhentino o arjentino de acuerdo con nuestra fonética. Después una serie más de palabras, un poco más larga y este grupo de grafismos, que, pienso, deben de ser cifras. Observen la disposición, y observen que no vuelven a repetirse, en cambio los otros sí. Ahora, en la estela del monumento fálico es más difícil. Puede tratarse de cualquier cosa: en un hábitat tan extenso, vaya a saber a qué aspecto de la vida se refiere, político, religioso, comunitario. Pienso que religioso: propiciaciones de fertilidad, ¿no? Veamos: la palabra ciudad, esto es relativamente fácil. Casi todas las culturas tienen una palabra parecida para el concepto. La palabra ciudad, entonces, con dos grafismos antepuestos, de los que nada podemos averiguar por ahora. Y después otros dos grafismos, y: buenos-aires.

  Leonard se rió, y Graciela Marmor pareció contagiarse de su risa.

  —¿Buenos aires? —preguntó Leonard—. ¡No habrán querido decir que en este infierno había buenos aires!

  «Es tan joven Leonard», pensó lago Lacross, «todavía se asombra, como Nat. Tan joven como Nat, como Pablo, tan joven como yo cuando no quise casarme con Aixa por no poner mi carrera en peligro al casarme con una mujer blanca.»

  Graciela Marmor se puso seria:

  —No se olvide —dijo— que esto no siempre fue un desierto.

  «Quizá cuando al este había un río, y esto era una llanura verde, hubo un sol benigno, hermosas mujeres negras, una luna cómplice, fuentes de leche y miel y buenos aires.»


Angélica Beatriz del Rosario Arcal de Gorodischer (Buenos Aires, 28 de julio de 1928) es una escritora argentina, considerada una de las tres voces femeninas más importantes dentro de la ciencia ficción en Iberoamérica.

Libros de Angélica Gorodischer

Fotografía de Mihail Ribkin (en Unsplash). Public domain.


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