'Otro actor a la deriva', relato de Román Hernández Herrán

A Leonardo Ortizgris

Mi agente siempre me decía Es una oportunidad única, Harry, ¡única! Por muy nimia, degradante o absurda que fuera la faena, por poco que redituara o por mucho que dañase la imagen y el autoestima y consecuentemente las futuras posibilidades de un actor serio y de amplio espectro (como lo soy yo), se trataba siempre de una oportunidad «única»... Vaya sabandija.
Mira, le anuncié un día apenas entrar en su despacho, creo que necesito buscarme otro agente. ¿De verdad?, fingió sorprenderse. Pero... Pero nada, lo corté. Has sido mi agente por más de seis años y en todo ese tiempo no me has conseguido un sólo papel, un sólo casting ni remotamente digno de un actor de mi calibre. Ah, vaya, ¿y qué calibre es ese, mm, nueve milímetros?, se mofó indicando la exigua medida con dedos índice y pulgar... Muy chistoso. Ja, ja. 
Me puse en pie y rodeé el escritorio hasta quedar justo enfrente de aquel fantoche, le di un par de bofetadas, lo arrastré por el suelo jalándolo de la corbata como si fuera la correa de un perro lisiado, le oriné encima mientras soltaba algunas observaciones alusivas a la rama femenina de su árbol genealógico, lo arrojé por la ventana –era un quinto piso– y salí de ahí silbando la Sinfonía Pastoral de Beethoven... 
¡Ah!, ¿cuántas veces, a lo largo de los años, había aniquilado a mi agente en la intimidad rencorosa –id est, sala de torturas– de mi fantasía? ¿Mil? ¿Dos mil? Imposible saberlo. 
Mira, Harry, antes de que tomes una decisión, digamos, precipitada, y motivada claramente por una excesiva ingestión matinal de whisky, permíteme decirte que... ¡Me tienes una oportunidad única!, lo interrumpí. Única, Harry, ú-ni-ca. Mm, vaya sorpresa. ¿Quieres saber de qué se trata? No. Me puse en pie. ¿Quieres un whisky? Okey. Me senté. Sirvió una copa de Jameson y la deslizó por el escritorio de un empujón... ¿Tú no bebes? Di un traguito. La obesa alimaña sonrió con insolencia y dijo ¿A las diez de la mañana? Sólo café, cariño; tal vez jugo de naranja. ¿Y con quién voy a brindar? Es de mala suerte beber sin brindar. Sirvió otra copa y dijo Toma, brinda contigo. Así lo hice. ¡Clink! La verdad sea dicha: mi mano izquierda siempre es feliz de brindar con la diestra... ¿Mejor?, dijo. ¿Te sientes mejor? Nunca me he sentido ni un poquito mejor que lamentablemente mal, repliqué. Y además no he desayunado. ¿No tendrás por ahí alguna botana; un cacahuatito, aunque sea; un mendrugo de pan? Sé de agentes que reciben a sus mejores clientes con bandejas repletas de comida: ¿qué opina de eso la gran morsa emperifollada, eh? Mas la gran morsa emperifollada no hizo otra cosa que ignorarme, retreparse en la enorme silla de cuero crujiente y, alisándose las arrugas de la corbata, decir ¿Sabes quién es Abigail Fridman Shmidth? No, pero permíteme adivinar: ¿una venerable anciana judía? Mm-hmm, pero una venerable anciana judía multimillonaria, para ser exactos. Bien por ella. Bien por ti, chiquitirrín, dijo esbozando una sonrisa onerosa... Di otro sorbo al whisky y dije ¿Chiquitirrín? No... ¿O sí? ¿Realmente me acabas de llamar chiquitirrín? Se encogió de hombros, aún sonriente. Hum, te partiría la cara si no tuviera la mano buena ocupada, ¿sabes? Ja ja ja, disculpe usted, señor Harrigan, pero es que el trabajo se trata precisamente de interpretar a un... bueno, un tiernísimo bebé aristócrata, para seguir con la exactitud; una cosita encantadora que huele a talco y mama de un pecho fosilizado... Terminé el whisky, dejé el vaso vacío sobre el escritorio, tomé el vaso lleno y le di un buen sorbo: el primero siempre es el mejor y el último, en cambio, te rompe el corazón... ¿Qué?, dije, reanimado. ¿Qué mierda me estás diciendo? Venga, Harry, relájate, ¿mm?, respira. Respirar es para maricas. Harry... ¿Un bebé?, lo atajé, furioso. ¿Pretendes que un hombre de treinta y nueve años interprete a un crío de pecho? Di otro sorbo al Jameson y añadí ¿Te parece que el agente de Marlon Brando le habría pedido que interpretara a un puto bebé? Posiblemente no; pero tú no eres Marlon Brando. Podría serlo. Pero no lo eres. Pero podría. ¿En qué sentido? ...No está mal este whisky, eh, disimulé, nada mal. ¿En qué sentido podrías ser Brando?, insistió el muy cabrón. Olvídalo. ¿Mm? ¿Cómo? ¿Que lo olvide? Eso dije. Bien, sí..., sí, creo que será lo más adecuado. ¿Y qué mierda de película es esa, en cualquier caso? No se trata de una película, Harry. ¡Ah, estamos hablando de teatro! Okey, okey, esto ya suena un poco mejor; hace tiempo que no me subo a un escenario. ¿Broadway? No exactamente. Hum, teatro independiente, entonces. No exactamente. ¿Teatro... estudiantil? No. 
Reventé el vaso contra mi cabeza, trepé al escritorio y rajé aquella papada cuádruple con un fragmento puntiagudo: ¡Slash! ¡Blurp! ¡Agghrr..!
Supongo que todo depende de la perspectiva, continuó, intacto. Pero mira, Harry, sólo déjame explicártelo, ¿de acuerdo? Y trata de no interrumpirme, haz el favor, que ya me estás dando dolor de cabeza. 
De acuerdo, canalla, tienes el tiempo que me tome acabarme el trago, el tiempo justo, dije, ni un segundo más. 
Y, por supuesto, di un buen sorbo...
Aprovecho ahora para referir algo que muy pocos saben, algo importante, y ello es que en el curso de nuestra carrera, y demasiado a menudo, acaso, los más grandes histriones llegamos a involucrarnos en situaciones tan inverosímilmente repulsivas que las personas comunes y corrientes, como tú, no podrían siquiera imaginar; el protagonista de Old Boy, por ejemplo, querido y viejo amigo –tal vez lo llame cuando todo esto acabe; sí, sí, debería llamarlo, seguro que se muere de risa (¡o de envidia!) cuando le platique la nueva aventura del buen Harry Harrigan–, se vio en la necesidad de tragar un pulpo bebé ante la cámara y el horrorizado crew: al vomitarlo tras el primer corte, según me dijo, aún se movían los pequeños tentáculos sobre el triste suelo del set... Lo mató de un pisotón. O dos. Y hubo que rodar la escena varias veces. 
Me acabé el trago y me quedé inmóvil, mudo, mirando el parqué de imitación y pensando en la vida de los pulpos...
¿Y bien, Harry, qué me dices, eh? ¿Lo tomas?
No. 
¿No?
Por supuesto que no, miserable agentucho de fantasía; ¡pues qué chingados te crees que soy! 
Hum...
¿Hay que hacer casting?
No.
Lo tomo. 
Ja ja ja ja... Enhorabuena, muchacho, enhorabuena. 
De modo que fue necesario que volviera a llenarme ambos vasos para brindar: ¡clink! 
El contrato, me dijo, estipulaba un máximo de tres años de servicios (lo que suponían los médicos que le restaba de vida a mi empleadora), 24 horas al día, 7 días a la semana y 365 días al año: históricamente sería sin duda la más extrema puesta en práctica de las técnicas de Stanislavski relacionadas con el “Método”... ¿Christian Bale? ¿Daniel Day-Lewis? ¿Choi Min-sik? ¡Ja! Nada más que amateurs. Olvidaría el idioma y olvidaría el alcoholismo y el sexo y viviría en una gran mansión en Walden Drive, Beverly Hills (mi sueño hecho realidad), y, sobre todo, recibiría un jugoso estipendio anual de ¡un millón y medio de dólares! 

Así es que aquí estoy tendido de espaldas (¡quién lo diría, el primer actor Harry Harrigan, consumado amante y radical dipsómano, ganador del Young Artist Award 1999!), haciendo pucheros en una cuna gargantuesca, en pañales y con un ridículo gorrito sobre el cráneo: mutilaron y después depilaron químicamente mi famosa cabellera leonina... lo mismo que toda la recia pelambre que tan virilmente me ornaba cuando era adulto.
Da-da... Gu-gu-gaga... 
Y ahí está ella, la anciana multimillonaria y lectora asidua del Talmud, que, según los sirvientes, envenenó a su marido por no haberle dado ningún hijo; la mismísima propietaria de la cadena más grande de autolavados y estacionamientos públicos del mundo; una versión momificada de Lady Mcbeth... Ahí está, pues, rascándome la barriguita con dedos artríticos y asquerosos: 
Who’s my baby boy? Who’s my beautiful baby boy? 
Y esbozo una angelical sonrisa valiéndome hábilmente de mis encías desdentadas, aún doloridas, al tiempo que pataleo con párvula inexperiencia y brindo a la momia mis bracitos en lo que, sin duda, la crítica especializada habría de considerar algo así como:
«Una interpretación virtuosa y hondamente conmovedora.»
«Incomparable tour de force.»
«La magistral coronación de un artista inclasificable y soberbio, a quien, como los romanos con Jesucristo, habíamos dado por muerto.»


Román Hernández Herrán.
"Ciudad de México, 1980. Fotógrafo y escritor."

Leer otro texto de este autor (en Herederos del Kaos): Laila.

Fotografía de Avel Chuklanov (en Unsplash). Public domain.


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