'Laila', cuento de Román Hernández Herrán

A Sergio Rodríguez y Nelson Galán

Examina a contraluz el billete: la efigie de don Benito Juárez resplandece tornasolada a los ojos negros, rodeados de arrugas y maquillaje barato, de la mujer... El Ferch presencia la escena con falsa apatía, reclinado a medias sobre el mostrador: se rasca el cuello, suda, taconea con el pie que no sostiene el peso de ese pinche cuerpo ajeno... Se me hace que es falso, dice una voz súbitamente. 

El Ferch contiene la respiración y se vuelve y la mira, estupefacto: poco más que una niña; y sin embargo... Aún con el billete suspendido por encima de la cabeza, la mujer observa a la chava con suspicacia fría de tótem azteca y enseguida observa al Ferch, luego de nuevo a la chava, y al Ferch, que la observa de vuelta con el párpado inferior del ojo izquierdo palpitando intensamente... Ja ja ja, se burla, sobreactuado, cómo ves a la morra. La cajera suelta un resoplido y extiende el billete sobre el mostrador, luego hurga por ahí con una mano de uñas postizas y extrae el temible rotulador magnético: el Ferch traslada el peso del cuerpo al otro pie, carraspea y lanza un vistazo hacia la puerta con el letrero de ABIERTO/CERRADO. La cajera remueve el tapón y ya se dispone a posar la punta sobre el billete cuando una mano masculina aterriza violentamente: da un respingo, alarmada, y deja caer el rotulador... Maldito ratero, dice; por gente como tú es que México no progresa. 

El Ferch se guarda al Benemérito de las Américas en el bolsillo del pantalón y observa, con la expresión más torva de su repertorio, a la cajera, quien por su parte arrastra los pies enfundados en sendas chanclas y señala a una decrépita cámara de video empotrada en una esquina, bajo el techo. ¿Siquiera sirve esa madre, mm? Y entonces de nuevo aquella voz: O no sirve o está apagada. Mira, dice por último, y a su vez señala hacia la pantalla, del otro lado del mostrador, en la que debería de proyectarse el video del circuito cerrado: en negro, advierte el Ferch, está completamente en negro... Aunque también podría ser que lo que esté apagado sea la pantalla, dice la chava, y no la cámara, supongo. ¿Y tú qué te metes?, le dice a la chava la cajera. ¿Yo?, dice la chava con expresión de estudiada inocencia. No no no hermana, yo ni me meto; si yo nomás vine a hacerle una recarga a mi teléfono. Pues entonces cierra el hocico, putita. Oiga tampoco se pase, pinche doña, interviene el Ferch. Al chile sí, pinche ruca malcogida, váyase mucho a la chingada, le espeta la chava con visceral bravuconería, usted y sus putas chanclas... La adversaria se queda muda, mirándolos (solemne, monstruosa), incubando ese odio legendario.... Chale, piensa el Ferch, mejor me pinto de colores. 

Y ahí va calle arriba con su andar sincopado, alejándose del Oxxo tan velozmente como puede. La mochila con el kilo y medio le pesa del lado izquierdo, por lo que se pone también el tirante derecho y así, ya equilibrado, apura la marcha y sin mirar atrás dobla la esquina: sólo entonces, fuera de vista el Oxxo y fuera de vista las criaturas involucradas en la estrambótica escena recién vivida, es que se permite relajarse y sonreír: después de todo, será una historia divertida de contar; cosa de embellecerla un poqutín, retocar levemente por aquí y por allá, depurar, amplificar, y listo. Al pinche Benson le va a encantar la historia, piensa, ja, y enseguida su pensamiento se paraliza como un reo a media fuga ante un repentino estallido de luz: ¿Adónde vas que casi corres, guapetón? Es ella. ¡Mierda! El Ferch se detiene y la mira de abajo arriba con insolencia. Ella lo imita. Cruzan miradas. ¿Tú qué?, le dice. Pues nada, me caíste bien, dice la chava, y a mí casi nadie me cae bien. 

¿Cómo te llamas? ...Fernando. Yo soy Laila. El Ferch traga saliva y piensa Mucho susto, pero en cambio dice Mucho gusto. Igualmente, dice la chava. ¿Nos vamos? ¿Eh? ¿Q...? ¿Adónde?, balbucea el Ferch, mareado. Pues a tu casa, dice ella. ¿Vives cerca? Y la verdad es que sí, vive cerca (a la vuelta de la esquina, junto a la vulcanizadora), pero por más que sea esta una verdad cómoda y feliz hay también otra verdad más bien incómoda, engorrosa (la inclemente dialéctica existencial): lejos de recrearse de manera cotidiana en una viril guarida de soltero, el Ferch vive bajo el techo de la mismísima dama que lo engendró, que vive con su periquito (el doceavo: ¡qué rápido mueren!) y su agorafobia y la infinidad de personajes de su Smart TV... ¿Cuántos años tienes?, le dice. Veintiuno. ¿Y tú? Yo... muchísimos más que esos. Ay, no tantos, dice ella. Tantos, sí, dice el Ferch, dolorido, tantos. Tantos. Y piensa Mejor pélate, cabrón. Pero a pesar de lo andrajosa y más bien gorda la chava es linda a su manera; parece dulce y los ojos tristes y enormes y húmedos le dan un aire bellamente desolado. Y cuando sonríe y refulge ese hoyuelo (en realidad es una cicatriz) en la mejilla izquierda y asoman las dos hileras de dientes chuecos y el terciopelo eléctrico de la lengua y... ¡Mierda! El Ferch se aproxima un paso y dice A mi chante no podemos ir, oye, pero ¿qué tal un hotelito? Es que no tengo dinero, dice ella. No te preocupes, dice él, yo pago. Y el tiempo transcurre extraño, espeso. Por algún motivo el cerebro del Ferch se empeña en encontrar la raíz cuadrada de 36... Pues esperemos que acepten billetes falsos, replica al fin Laila y sonríe mostrando de nuevo el hoyuelo y los dientes chuecos y el terciopelo eléctrico de la lengua: el Ferch se humedece los labios y siente unas ganas abrumadoras de besarla. Una ansiedad abrumadora. Palpitaciones. Una erección abrumadora. Hooo Kimosabi, piensa, HOOOO....

Los cuartos de hotel le producen siempre una sensación extraña, onírica; sospecha que al remover las sábanas va a encontrar algún cangrejo y al descorrer las cortinas va a desplegarse una colonia etérea de algas... No hay tal cosa. Nunca hay algas ni cangrejos, tan sólo paisajes rabones y repulsivas sábanas marcadas con lápiz de labios o quemaduras de cigarros. Siempre igual. Y, sin embargo, toda vez que entra a un nuevo cuarto de hotel la acomete la misma vieja sensación/ideación. ¿Cómo fue que empezó aquello? Dónde. Quién. Cuándo. Te pusiste bien seria, oye; ¿pues en qué piensas o qué?, le dice el Ferch mientras revisa los cajones –a veces alguien deja algo, dinero, drogas, alguna foto interesante... ¿Mm? Ah, nada. Cangrejos y cosas así; ya sabes. Pero el Ferch no sabe (cómo podría), el Ferch no tiene ni la más remota idea y va a decirle que de qué carajos está hablando pero en cambio dice Voy a echar una meadita, escusemua. Se introduce en el baño y cierra la puerta con seguro; se pregunta sobre la pertinencia de haberle puesto el seguro a la puerta y se pregunta si Laila estará preguntándose lo mismo... Bueno, en fin, dice entre dientes y camina hacia el excusado y al levantar la tapa cree vislumbrar un cangrejo chapoteando al fondo, cree incluso escuchar el clac-clac de las tenazas contra la porcelana, clac-clac, y pega un salto y mira de nuevo y al interior del inodoro no hay nada más que un charquito de agua puerca... Seas mamón, piensa el Ferch, y da un paso adelante y exhala y se abre la bragueta y se extrae el pene con cautela, muy despacio, como temiendo que en cualquier instante vaya a escuchar de nuevo el clac-clac siniestro y... ¡No, mierda! ¡Eso mejor ni imaginarlo, no señor! Así es que orina, se sacude, toma un cuadrito de papel higiénico y se limpia el glande en torno a la abertura de la uretra: higiene es vida. Tú lo que necesitas es un porro, se anima, un toquemón; si ya hasta andas con síndrome de abstinencia, loco. Se enjuaga las manos en el lavabo silbando una melodía de los Héroes del Silencio, se empapa la cara con agua helada y se mira al espejo tan velozmente como puede (es algo un poco raro, la verdad, pero siempre ha sentido que su cuerpo es el cuerpo de alguien más y que alguien más tiene su cuerpo; algún maldito imbécil, de seguro; un tipo que vende enciclopedias o algo así –sus vidas: una estafa desde el principio), se seca con la tiesa toalla de tocador y la arroja al suelo, se vuelve, da unos pasos, retira el seguro y abre, nervioso, la puerta: sobre la cama, sin zapatos, con las piernas cruzadas a la manera india, Laila voltea hacia él y dice Mira lo que salió arrastrándose de tu mochila... Sostiene entre las manos el ladrillo de Acapulco gold comprimida envuelto en plástico de cocina... ¡Vaya con la morrita!, piensa el Ferch, y se sienta en la cama junto a ella, le sonríe, se quita los tenis ayudándose con el pie opuesto y le pregunta paternalmente si sabe lo que es. Mmmm pues a juzgar por el aspecto tan pinche yo diría que es mota panteonera; y seguro que sabe peor de lo que huele, ¿no? El Ferch emite una risilla algo forzada y le pregunta si fuma. Nomás entre semana, responde ella. ¿Qué día es hoy? Ni idea, contesta el Ferch, y agrega muy pontificio Los calendarios y los relojes son los flagelos de la humanidad esclavizada. Toma el prisma rectangular y utilizando las uñas demasiado largas (y no menos sucias) libera una esquina del plástico de cocina: arranca un buen trozo de yerba olorosa y vuelve a sellar «herméticamente» el ladrillo. Unos minutos después (minutos, horas, da igual: el tiempo se expande y se contrae como afectado por cósmicos cambios de temperatura), están los dos en silencio y acostados hombro con hombro; las luces apagadas, la televisión encendida y la recámara llena de humo. Se acaban el primer toque. Se miran. Sonríen. Se vuelven de nuevo a la televisión. ¿Quién era ese?, pregunta Laila con voz morosa y apagada. ¿Cuál, el güey de la cicatrices? Nel nel nel, ese del traje mamalón. Pues es el que asesinó a la científica, ¿no?, al principio. Ah..., bien culero. 

Ey. Siempre los más guapos son los más ojetes. No, espérate, añade el Ferch, no, creo que este es otro man. ¿Sí? Creo que el que mató a la científica es el mismo que traía los códigos nucleares. ¿No eran códigos de ADN alienígena? ¿Adequé? Ácido desoxirribonucleico de origen extraterrestre. ¡Ahhh chingá...! ¿Y si mejor cogemos ya?, propone-remata Laila con su apoteósica sencillez: apaga la tele sin esperar respuesta y se quita la ropa, despacio, luego desnuda también al Ferch, que ha estado inmóvil mirándola hacer, o más bien escuchándola, porque en la penumbra a duras penas es capaz de percibir el contorno huidizo de su cuerpo... ¿Traes condones?, dice ella un instante antes de meterse el pene a la boca. No trae, no, pero a quién le importa eso ahora: el Ferch exhala y se distiende y piensa que a veces la vida es capaz de disuadir hasta al más acérrimo de los suicidas.

Sexo, sudor y mariguana: un popurrí muy familiar. El Ferch respira con agitación y Laila, más bien serena, recostada sobre la panza del otro juguetea dulcemente con el lánguido y húmedo y tibio apéndice... Lo mima. Le da besitos. Le palmea la cabeza con la yema de un dedo. El Ferch casi teme que en cualquier momento vaya a ponerse a tararearle una pinche canción de cuna... Oye, le dice, ahí va la luz, y se estira en dirección al buró (crujen los huesos) hasta agarrar el cordoncillo que pende a un costado del foco rojo: la oscuridad se dispersa como un montón de cucarachas, al instante. Y ahí está ella. Y él. Y ella se pone de pie inmediatamente y camina despacio, toda piernas y culo y desgreñada melena sobre la espalda, muy sexy, hasta posarse frente al espejo de cuerpo entero: se coloca medio de perfil, se desliza una mano por el pubis, hacia arriba, y otra por la panza, hacia abajo, y entonces se vuelve hacia él y dice Es tuyo, con las manos frotando el voluminoso abdomen arriba y abajo, arriba y abajo... ¿Cómo le vamos a poner, mm? Pero nada de Junior y esas pendejadas: quiero un nombre chingón, así como de dios maya o algo así. Pawahtún, por ejemplo, o Hunab Ku; no sé, no sé, dice. Y al Ferch se le contrae el alma como se contraen las antenas de un caracol ante el peligro: violentamente. Porque Laila está embarazada y no hay ni cómo disimularlo así desnuda y lustrosa de sudor y de semen a la roja luz de la habitación... Parpadea sin dejar de mirarla, inmóvil; ella sonríe y se acerca dando brinquitos y se acuesta de golpe a su lado: el colchón tiembla, los muelles chirrían. Va a ser niño, dice. Te lo juro. Y un niño guapísimo, ya verás. Porque sí me vas a llevar contigo, ¿verdad, mi amor? Adonde vayas me vas a llevar contigo; yo sé que sí. Después bosteza y se acurruca y murmura Qué sueño... El Ferch la contempla atónito, alucinado, y entonces descubre esa constelación de hematomas de formas y tamaños y tonos diversos, desde el azul, pasando por el verde, hasta el amarillo y el marrón... ¿Qué chingados te pasó?, dice el Ferch con voz ronca, ahogada, mientras recorre la piel con el índice... ¿Mm? Ah, no, nada, responde ella sin darle importancia. ¿Cómo que nada? Pues nada; me pegué. O me caí. No me acuerdo. ¿Nos dormimos ya? Tengo un buen de sueño. Pero oye, Laila... Mañana hablamos, dice. Laila... ¡Mañana!, reitera, concluyente, y da la impresión de hundirse enseguida en un sueño profundo, lejos, muy lejos de todo: resopla y hace ruiditos extraños como en el fondo de la garganta... Fuck, piensa el Ferch. En la madre. Fuck. Fuck. Fuck. Y en vez de salir de la cama y tomar su ropa y largarse sin hacer ruido se queda ahí junto a ella, hora tras hora: le parece que tener insomnio después de tanto sexo y tanta mota debe de ser una violación de alguna Ley Universal.







Román Hernández Herrán. Ciudad de México, 1980. fotógrafo y escritor. Trabaja actualmente en su primer libro, Problemas glandulares de las nubes, una breve colección de cuentos que oscila entre lo humorístico y lo macabro.

Fotografía de Elsa Olofsson (en Unsplash). Public domain.


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