'El zoológico de Pirandelo' y 'El porfiado', textos pertenecientes al libro 'Perversos', de Alberto Jiménez Ure

'El zoológico de Pirandelo' y 'El porfiado', textos pertenecientes al libro 'Perversos', de Alberto Jiménez Ure

El zoológico de Pirandelo

Al final de la Luna de Miel, los esposos Pirandelo conversaron en el Hotel «Los Páramos» sobre la posibilidad de tener dos hijos para dar forma a una dicha hasta ahora circular.

-Quiero un par de chicos -promulgó Ana María-. Un varón y una hembra, por supuesto...

-Estoy de acuerdo contigo, mi amor -correspondió Jorge Antonio-. Aún cuando no tengo una gran fortuna, es suficiente para criar muchachos y dejarles aceptables bienes en caso de que muera.

-No seas pavoso... Hablar trágicamente durante la Luna de Miel es excentricismo.

La pareja esperó que el período marcara la fecha a partir de la cual intentarían fecundar al primer hijo. Una semana después de la Luna de Miel, sobrevino la llamada menstruación.Ana María suspendería las píldoras anticonceptivas.

Una noche, en plena ovulación, tuvieron relaciones parcialmente interrumpidas por la insólita presencia de un fisgoneador búho en la ventana de la habitación matrimonial. Jorge Antonio lo corrió mentándole la madre y amenazándolo con un revólver que ocultaba bajo la cama. El pajarraco, aterrado, produjo un gran estrépito en su obligado y atropellado vuelo.

Nueve meses más tarde, cundió el pánico en la Clínica «Virgen del Carmen».Ana María había (podrido) parido un bebé con cara y alas de lechuza. Inmediatamente, convocaron una junta médica y prohibieron la entrada a los periodistas: ninguno se explicaba cómo lograron enterarse del asunto. Iracundo, el director juró destituir a quien filtrara más informaciones en favor de los «insensatos comunicadores sociales».

La Junta Médica y la pareja Pirandelo creyeron conveniente la eliminación de la bestia. Empero, súbitamente fueron acusados de impíos por el sacerdote que solía oficiar las extremaunciones a los burgueses que elegían morir en la «Virgen del Carmen».

Si ustedes asesinan al niño, yo, personalmente, los denunciaré ante las autoridades y la prensa -los intimidó.

Acataron la sugerencia del presbítero y dejaron vivir a la criatura. Además, un juez dictó una resolución mediante la cual obligaban al matrimonio a cuidar a Nicolás: el búhombre por cuya causa Jorge Antonio y Ana María se mantenían en permanente reyerta.

Resignados por lo que la Iglesia -proclive a justificar las aberraciones más inimaginables- determinó en nombre de Dios, ambos aceptaron velar por el monstruo primogénito y simultáneamente emprender la búsqueda de un segundo descendiente.S

Sintiéndose ovular, Ana María anunció -capciosamente- a su compañero su excelsa disposición para intentar un embarazo. Jorge Antonio, con los testículos abultados de sémen y abstinencia involitiva, ello toda vez que su mujer lo aborrecía culpándolo de haberla fecundado con un «espermatozoide amorfo» y «demoníaco», desesperado accedió a poseerla.

En la ejecución del tercer coito consecutivo, una espectacular iguana -de un metro de largo, aproximadamente, de las que suelen habitar la cima de los árboles y se dejan ver pocas veces por los humanos- tocó con obstinada insistencia el vidrio del ventanal volviendo interroto el acto carnal.

Furioso, Jorge Antonio disparó contra el intruso de oblongo hocico y el impacto de la bala lo tiró hacia el traspatio. Con el falo aún erguido y trémulo, se levantó abruptamente de la cama y asomó su rostro a través del ventanal. Pese a ver agonizante al lagarto, detonó nuevamente su revólver porque le sacaba -en abierta mofa- su escotada lengua.

Los vecinos -al presumir que al fin el matrimonio ajustició a la lechuzahombre para redimirse- acudieron a la residencia de los Pirandelo y formaron un alboroto al frente. Jorge Antonio cubrió su desnudez con una toalla, saltó al traspatio, agarró al reptil y sorprendió a los chismosos con su facha de cazador: en su mano izquierda llevaba a la iguana y en su derecha su humeante arma.

Las mujeres de los vecinos -que, en su ancestral condición de comadres, captaban lo doméstico hasta en instantes de perplejidad- comentaban entre sí la graciosa erección de Jorge Antonio tras la toalla. El miembro se movía grotescamente en espera de la reanudación del coito, la víspera interrumpido para expeler lo que podría llamarse larvas de hombres.

Los vecinos regresaron a sus hogares y, al entrar a su casa, Pirandelo comprobó que el búhoniño sobrevolaba la sala. Le intrigó su fuga de la jaula, instalada en la recámara anexa a la cocina; donde, aparte de las sirvientas, sólo tolerarían dormir las ratas. Lo atrapó y encarceló.

    Minutos después, prosiguió su frustrado tercer coito con Ana María quien, inamovible y paciente, esperaba su retorno a la alcoba.

Transcurrieron los meses y una tarde Ana María fue auxiliada por una de las vecinas cuando rompió fuente. Fue conducida al mismo centro asistencial, la Clínica «Virgen del Carmen». El mismo obstetra que asistió a su mujer durante el parto primerizo, el doctor Temístocles Arreaza, escandalizado telefoneó a Jorge Antonio para notificarle el nacimiento de un bebé mitad humano y mitad lagarto.

Al cabo de dos décadas, los Pirandelo se enriquecieron mediante el cobro de entradas a los turistas: que, de todos los confines de la tierra, venían a conocer a las famosas bestias del zoológico particular de Jorge Antonio.



El porfiado


Fortunato fue sorprendido por su madre cuando, tiernamente, abrazaba a la dócil gorila que su padre había (adquirido) traído de Africa donde realizó una importante investigación antropológica enviado por la Universidad Central de Venezuela (UCV)

-¿Qué haces ahí, hijo? -indagó Ana Cecilia, alarmada, desde la ventana de la cabaña que mandaron construir especialmente para Chellenna.

-Nada, mamá -visiblemente asustado, replicó el joven universitario.

-Algo hacías con Chellenna, porque estás desnudo y sudoroso...

-Me duchaba en mi cuarto, escuché lamentos y corrí hasta aquí: pensé que la gorila estaba enferma y vine a examinarla apresuradamente. Recuerda que estoy avanzado en los estudios de veterinaria.

La señora de Barrientos dudó de la veracidad de la versión de Fortunato, pero creyó conveniente dejar el asunto para otro momento y emplazó al muchacho:

-Me encargaré de Chellenna. Regresa a tu recámara... Hazlo rápido.

La casa de los Barrientos era amplísima, de doce habitaciones e igual número de baños. Empero, sólo vivían en ella los esposos, sus tres hijos (Fortunato, Lucila, Enmanuel) y dos sirvientas.

La indignada madre no advirtió que la escena romántica entre el mayor de sus hijos y Chellenna fue también observada por Lucila. Poco antes del almuerzo, la chiquilla quinceañera entró al aposento de la señora de Barrientos y delató acciones similares y más profundas de Fortunato.

-Lo he visto muchas veces acostarse, desnudo, encima de Chelenna -murmuró-. Tengo un lente de acercamiento de los usados por papá en las expediciones... Fortunato nunca fue cuidadoso y jamás cubrió la ventana con alguna improvisada cortina. Enmanuel está enterado. Yo lo veo muy confundido.

-Quizá para no llamar la atención de las sirvientas, nunca quiso cubrir las ventanas con sábanas o toallas -presa de incontrolable llantos, expresó Ana Cecilia su sospecha.

Ese mediodía el almuerzo familiar transcurrió silenciosamente. Todos se escrutaban los ojos, sin pronunciar más palabras que las elementales. El señor Carlos Barrientos notó que algo ocurrió y, tras abandonar a medio comer su plato, llamó a su esposa y se reunió con ella en una de las bibliotecas.

-¿Qué sucedió aquí, Ana Cecilia? -la interrogó y frunció el entrecejo.

-Es muy grave, Carlos -musitó la mujer y lloró nuevamente-. Fortunato mantiene relaciones sexuales con Chellenna.

 -¿Con Chellenna? ¿Está loco?

 --Excepto tú y yo, todos lo sabían en la casa: inclusive, hasta las sirvientas.

Pese a que Carlos y Ana Cecilia eran personas cultas y conformaban un matrimonio moderno, evitaron llevar a Fortunato ante un psiquiatra. Temían que el problema trascendiera y la familia Barrientos experimentase un escándalo. Motivo por el cual decidieron enviarlo a E.E.U.U para que prosiguiera sus estudios allá y alejarlo de Chellenna, una bien cuidada e inofensiva gorila por la que Carlos habría pagado cinco mil próceres impresos norteamericanos a varios cazadores africanos.

Pasaron los años y Fortunato no escribía frecuentemente a sus padres. Sólo en dos ocasiones lo hizo: cuando culminó sus estudios de veterinaria en New York y la víspera de su boda con Susana, de la que no envió fotografías ni dio detalles. En cambio, los orgullosos Barrientos pudieron comprobar la licenciatura académica de su hijo por abundantes pruebas fotográficas y recortes de diarios recibidos.

Con el propósito de que sus padres no asistieran a su graduación, Fortunato colocó tardíamente la invitación oficial para el acto académico en el buzón de correos próximo a su apartamento.

-No es necesario que vengan a New York a verme -solía repetirles telefónicamente-. Inmediatamente después de graduarme, regresaré a mi país. Es mejor que me obsequien el dinero que planeaban gastar en pasajes aéreos, hospedaje y en la adquisición de objetos superfluos. La vida en esta ciudad es dura...

Luego de un mes de su graduación, Fortunato informó a sus progenitores que ya no deseaba retornar a Venezuela y anunció sus nupcias con Susana:

«No quiero verlos en mi matrimonio -en tono descortés, expresó telefónicamente a su madre-. Dile a papá que no me envíe más dinero...»

En el decurso de una década, ninguno de los Barrientos tuvo noticias de Fortunato: dónde trabajaba, el sitio donde residía y quién era Susana permanecía en absoluto secreto.

Ana Cecilia enfermó súbitamente de cáncer y, dos meses antes de morir, pagó varios comunicados de prensa en los periódicos estadounidenses de mayor circulación mediante los cuales exhortaba a su hijo que viniera a verla a Caracas: «-Moriré, Fortunato, sin haber tenido la dicha de verte en mi lecho...» -así terminaba su ruego.

Una mañana, al hojear el New York Times,Fortunato leyó el comunicado de su madre intitulado de la manera siguiente: Para Fortunato, de su mdre desahuciada en Venezuela. Conmovido, el veterinario compró varios boletos de avión y reservó cupos para su esposa, dos hijas y él. Advirtió, con un telegrama urgente, que viajaría a Caracas el fin de semana próximo.

Juntos, Carlos, Lucila y Enmanuel fueron al aeropuerto «Simón Bolívar» a recibir al primogénito de los Barrientos. Lentamente, encadenados, descendieron por la escalerilla del aparato volador dos (bípedas) criaturas mitad humanas seguidas por una hermosa perra: a la cual, con profundo amor, Fortunato llamó Susana.




Tomados del libro PERVERSOS, publicado por la Universidad de Costa Rica (2002). Autor: Alberto JIMÉNEZ URE - Google

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