'El cerro de las estrellas', un cuento de Jorge Millán Nieto

Mientras más altos son los cerros, más energía reciben de las estrellas. Sus cumbres son imanes de energía cósmica con las que el mundo terrenal se conecta con el universo. En cierto pueblo del centro de México existe una montaña con este potencial, capaz de atraer grandes cantidades de energía proveniente del espacio, llamado El Cerro de la Estrella (su nombre original es Huizachtepetl, en lengua náhuatl), y posee una altura y dimensiones que aluden a su misticismo. 

Actualmente la mancha urbana que crece a su alrededor lo ha acorralado, pero su esplendor como elevación natural de la superficie sigue intacto; es un oasis mágico en medio de la urbanización imperante.

Un sábado por la tarde, como parte de sus actividades de recreación, el joven Sidereus, con 23 años recién cumplidos, decidió emprender un paseo en las faldas de la montaña con intención de despejar su mente, en búsqueda de inspiración para los versos poéticos que solía escribir. Salió de su casa relativamente temprano para su actividad, a las dos de la tarde, equipado con lo que consideraba oportuno para su empresa; en su mochila llevaba un termo con agua, un par de sándwiches como refrigerio, unos cuantos libros y, lo más importante para él, su libreta con un lápiz para realizar anotaciones. Desde que salió de su casa presentía que sería una tarde agradable; el clima templado en las calles de la ciudad le transmitía una frescura que levantaba su estado de ánimo. A diferencia de las ocasiones en que esperaba el transporte para ir a la universidad, aquel día hasta disfrutó la espera en la parada de autobuses. Y es que, aquella tarde, la frustración de la rutina escolar no lo agobiaba, no tenía que preocuparse por salir a tiempo de casa debido al inevitable tráfico de la urbe; ese día el trayecto era diferente, la empresa era diferente, lo que hacía que su humor fuera diferente, más positivo, más armónico con su entorno, mejor.

A pesar de que tenía que transbordar dos veces para llegar a la reserva de El Cerro de la Estrella, el viaje fue relativamente corto, o al menos así lo sintió quizá por la tranquilidad que disfrutaba. Al bajar del último camión como parte de aquel trayecto, reconoció que había llegado a las cercanías de la cumbre de tierra, y se dispuso a realizar el resto del camino a pie, pues sabía que no había ninguna ruta de transporte público que lo llevara hasta su destino. La caminata consistía en un trayecto más o menos corto por avenidas y callejuelas que tenía que recorrer para ubicarse justo en enfrente de la entrada que daba acceso a la reserva. También esos tramos de urbe los recorrió con agrado debido a la atmósfera amena y cálida que emanaba la ciudad, inyectándole un humor pacífico imperturbable.

Después de unos minutos de caminata, llegó a la entrada del lugar, un portón negro grande que emulaba el de un cementerio antiguo, una estructura roída y desgastada por el tiempo. A un costado de la estructura vieja, había una cabina de vigilancia en de la que se encontraba un hombre mayor, un guardia de seguridad de edad avanzada que llevaba el registro y control de quienes ingresaban al lugar, quien, como parte del protocolo, preguntó a Sidereus el motivo de su visita, para después recomendarle que procurará regresar antes de que oscureciera, porque a partir de las 8 de la noche se cerraban las puertas y terminaba el acceso al público a la reserva, a lo que el joven asintió y aseguró volver a la salida antes de la hora indicada.

Una vez dentro, Sidereus se dispuso a explorar el lugar y recorrer las faldas de la cumbre de tierra, entregándose al aura natural del espacio como parte de su objetivo de inspirarse para su escritura. La experiencia fue revitalizante, el petricor embadurnó sus fosas nasales hasta llegar a los pulmones y le produjo una sensación refrescante, un bálsamo orgánico que lo hizo correr, saltar, acostarse en la hierba y disfrutar sin tapujos el intenso verdor que rodea al monte en su base. Lo experimentado superaba las expectativas que tenía, pues sabía que el contacto con el ambiente silvestre lo despertaría de la hipnosis impuesta por la rutina, pero no esperaba que animaría su espíritu con una intensidad tal que conectaría su mente con las entrañas del cerro; en ese momento, podría jurar que sintió las raíces debajo suyo extendiéndose hasta el corazón mismo de la tierra. La sensación de regocijo lo hizo entregarse al entorno como cuando se vive el primer romance, plenamente, sin guardarse nada.

Después de unos minutos, se dio cuenta que se hallaba inmerso en un espacio natural pletórico, por lo que decidió sentarse un rato a escribir y plasmar en su libreta la cascada de emociones que fluían en su interior. Esta acción lo ayudó a serenarse un poco, pues el asombro había sido intenso durante el primer acercamiento con aquella energía; con lápiz en mano, pudo descargar gran parte del embeleso experimentado en aquel lugar y llenó página tras página a través a la inspiración adquirida, plasmó líneas de poesía que tiempo atrás sólo había soñado con escribir y, gracias a ello, encontró por fin su voz para expresarse, su ‘yo poético’. Entendió que esta nueva voz era, en cierto modo, un regalo de la montaña, que le brindó lo necesario para dar rienda suelta a su creatividad, aunque aún estaba por revelarse el trasfondo de esta inusitada inspiración. 

Las estrofas que escribió tenían una cadencia mística y expresaban gran devoción al Huizachtepetl como si de una deidad se tratase, la enaltecían como una entidad ancestral de existencia milenaria. Había compuesto, sin estar plenamente consciente de ello, un canto sagrado al cerro, percibiendo en él a un ser supremo con una esencia cósmica; Sidereus no lo sabía, pero era como si algo o alguien emanara cierta energía hacia su mente y lo indujera a componer tales versos, lo cual no dejaba de hacerlos suyos, cierto, pero se podía deducir cierta influencia sobrenatural en su escritura. La entidad astral se contactaba con él, pero Sidereus aún ignoraba el nivel de conexión que había alcanzado con ella.

Una vez terminado, leyó su poema las veces que considero necesarias para encontrar la entonación adecuada, o al menos la que creía convincente para transmitir el aura mística que sentía emanaba de la tierra. Encontrado por fin el tono deseado para sus versos, decidió continuar con su proceso creativo, y se dispuso a iniciar la composición de un segundo poema, pero, por más que se esforzó, lo que escribió no alcanzaba la fuerza poética de las estrofas escritas anteriormente. Al notar esta situación, pensó que, quizá si avanzaba en dirección hacia la cima y se acercaba a lo más alto de la elevación natural, la inspiración le llegaría una vez más y podría componer otro poema con una lírica igual de poderosa. Al convencerse de esto, continuó su recorrido ascendente.

Caminó una distancia considerable, sin tomar en cuenta la recomendación del anciano de la entrada de regresar antes de que oscureciera, y mientras avanzaba, la luz emitida por los rayos del sol disminuía cada vez más, de hecho, ni siquiera estaba consciente de ello debido su fijación con sentir nuevamente el éxtasis orgánico que había experimentado kilómetros atrás, con el que había alcanzado esa iluminación creativa insólita. Cuando había llegado a cierta altura, era cuestión de minutos para que la claridad de la tarde desapareciera por completo; de hecho, la oscuridad de la noche se vislumbraba en la lejanía, momento en el que vio un pequeño peñasco unos metros enfrente y sintió la imperiosa necesidad de ver qué había más allá del mismo; casi podría jurar que escuchó a alguien decir su nombre del otro lado, una voz que lo invitaba con sigilosa fuerza de atracción.

Al avanzar hacia al borde de aquella pila de rocas, el cielo empezó a oscurecerse aceleradamente; cierto es que no faltaba mucho tiempo para que la claridad del atardecer desapareciera, pero aquella oscuridad llegó de manera instantánea. Al llegar a la orilla del peñasco, Sidereus cerró los ojos durante un par de segundos, y al volver a abrirlos la noche ya había impregnado todo a su alrededor, instante en el que recordó la recomendación del anciano de regresar antes que el sol se ocultara para poder salir sin problemas del lugar, y justo estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando una ardiente fogata a la distancia llamó su atención. En aquel instante se halló en una encrucijada, porque estaba consciente que tenía que emprender su regreso hacia la salida, pero también quería descifrar el misterio de la hoguera que exhalaba humo hacia el estrellado cielo.

Sin importarle las consecuencias de su osadía, emprendió la caminata con dirección hacia aquellas llamas. Al llegar, se percató que se encontraban delante de una especie de basamento prehispánico, una construcción que parecían ser los cimientos de una estructura mucho mayor. El estado vetusto de las rocas que la conformaban sugería un prolongado paso del tiempo, una antigüedad prominente se marcaba en su superficie; el abandono del lugar era evidente. El caso de la fogata era diferente, el fuego parecía recién encendido, los leños de madera aún emanaban la frescura de la tierra y crepitaban con intensidad el alma de sus raíces. Este contraste desconcertó a Sidereus, no comprendía como una lumbre tan ardiente podía encontrarse en un sitio tan solitario; dedujo que había algún misterio de fondo en tal suceso.

Sin alguna explicación aparente, empezó a escuchar ruidos tenues, como susurros de voces humanas, situación inexplicable porque alrededor de él no se encontraba ninguna persona a la vista. Al escuchar los susurros por unos cuantos segundos, pudo percibir que hablaban en una lengua arcaica, un náhuatl muy bien articulado que comprendió databa de siglos de antigüedad. Su extrañamiento incrementó al escuchar las voces tan claramente como si los hablantes estuvieran presentes alrededor de la hoguera. A pesar de que no fue capaz de traducir completamente lo que decían, interpretó que los vocablos y palabras que llegaban a sus oídos eran parte de una especie de ritual nativo de naturaleza ancestral.

De repente, las siluetas de los sujetos que emitían las voces comenzaron a manifestarse, eran estelas de energía que podían visualizarse gracias al fulgor que desprendía los troncos incandescentes. Su forma era difusa, pero alcanzaban a distinguirse lo suficiente como para apreciar que eran espíritus de hombres de otra época, aztecas pura sangre que danzaban en círculo alrededor el fuego con una coreografía ritualista. Al sonido de sus voces se sumó el de unos cascabeles, proveniente de sus pies danzantes, así como el de tambores que retumbaban al compás de sus movimientos, aportando un ritmo místico a su baile. Sidereus permaneció pasmado sin dar crédito a lo que tenía frente a sus ojos, y durante un par de minutos permaneció inmóvil sin saber qué hacer o cómo reaccionar ante lo que no estaba seguro si era una alucinación o un fragmento de la realidad.

De repente, levitando en el aire, apareció otra silueta semejante a las que bailaban rodeando la fogata, pero está despedía un fulgor más fuerte, un aura más intensa que se replegaba por todo el lugar. Por su forma y los movimientos orquestales que realizaba con las manos, parecía emular a una especie de chamán mexica que estaba a cargo de dirigir la ceremonia. La estela del sacerdote pronunciaba algunas oraciones que acompañaban sus movimientos; por lo que pudo interpretar Sidereus, eran rezos a una deidad mítica, que pensó quizá era la responsable de la energía que había sentido más temprano al llegar al lugar, la cual reaparecía para manifestarse con mucha más fuerza que antes, revelando su verdadera naturaleza.
En cierto momento, sucedió algo impensado para el joven, el chamán pausó las plegarias profesadas en náhuatl y pronunció unas palabras en un español perfectamente articulado: - “Esta es la ceremonia del fuego nuevo, el ritual de renacimiento de nuestra civilización, y hoy la noche es especial por la presencia de un esperado visitante”. Al escuchar tal declaración, Sidereus sintió que las vibraciones de todas las siluetas se centraron en él, en su persona, y retrocedió un par de pasos en señal de autoreflejo, adoptando una actitud defensiva porque desconocía las intenciones de los seres incorpóreos. –“¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué están aquí? ¿Qué es lo que quieren de mí?”, preguntó el chico con un tono seco y procurando mantener su distancia, a lo que recibió como respuesta por parte del sacerdote: –“Somos miembros de una civilización antigua, el gran imperio azteca que estuvo asentado en estas tierras hace cientos de años. Somos los ancestros de tu pueblo, o al menos lo que queda de ellos, y estamos aquí para realizar nuestra tradición de renacimiento en el sagrado Huizachtepetl”.

El extrañamiento del joven ante estas palabras fue instantáneo, ya que no comprendía el último fragmento de la sentencia, ¿en qué consistía?, ¿qué la convertía en una tradición?, ¿a qué se refería exactamente con la palabra ‘antigua’?; estos y más cuestionamientos surgieron en su mente al escuchar la voz de aquel espíritu. Dirigió la palabra hacia la silueta levitante y, con tono sosegado en esta ocasión, le preguntó el significado de la ceremonia a la que se refería. - “Tú interés por nuestra tradición es el que esperábamos desde que se nos predijo tu presencia esta noche, y corresponderé a éste con la explicación pertinente. Nuestra ceremonia del fuego nuevo es un ritual espiritual y esotérico de renacimiento ante la finalización del mundo, es la conclusión de un ciclo y el comienzo de uno nuevo, pedimos a nuestros dioses el inicio de una nueva era”.

Sidereus quedó perplejo con la explicación, la revelación de ese profundo misticismo lo tomó por sorpresa. No obstante, se esforzó por superar su perplejidad para saber más sobre el trasfondo de tal ceremonia, y a continuación concentró su atención en el aspecto detemporalidad de la misma, ya que le intrigaba el tiempo durante el que la habían efectuado para convertirla en una ‘tradición’, por lo que no dudó en aclarar interpelando a su interlocutor. La respuesta a su cuestionamiento fue la siguiente: –“Esta ceremonia data desde nuestro primer sol, en el siglo del surgimiento de nuestra civilización hace casi mil años, que con el paso del tiempo y por su trascendencia ascética, se convirtió en una costumbre realizarla cada 52 años. Su periodicidad está en consonancia con la constelación estelar Tianquiztli, que ustedes conocen como Pleyades, pues la aparición de ésta en nuestros cielos marca el favorecimiento de los dioses en respuesta a nuestras plegarias de regalarnos un ciclo más de vida”.

Toda la explicación le parecía sumamente interesante, pero aún seguía sin comprender el papel que desempeñaba en la realización del ritual. Se preguntó que, si ya la habían efectuado en ocasiones anteriores, ¿qué convertía en esta ocasión necesaria su presencia?, y una vez más no dudó en cuestionar a la estela cósmica: - “¿Y a qué se debe su interés en mí?”, a lo que ésta contestó: - “La magia está desapareciendo del mundo y nosotros con ella, por lo que se nos complica cada vez más acceder al plano terrestre. Solo nos es posible manifestarnos en este lugar de forma astral, nuestros cuerpos originales se encuentran a cientos de años luz de esta ubicación, en un planeta que hemos convertido en hogar desde nuestra partida de la Tierra. Tu presencia resulta imprescindible para la llegada del fuego nuevo porque eres una de las pocas personas que conserva un profundo vínculo con nosotros, tus antepasados, y es a través de esa fe que podremos consumar el inicio de un ciclo más de nuestra civilización”.

El discurso del chamán continuó con la explicación del procedimiento para consumar el renacimiento, que consistía, le aclaró, en dejar atrás todo lo que considerara como de su pertenencia, demostrando con ello a los dioses la superación de las ilusiones creadas por el ego. Como símbolo de la epifanía, tenía que aventar a las llamas un objeto al que la persona le atribuya un gran valor, una posesión material que, por la razón que sea, su dueño atesore como ninguna otra cosa, una especie de sacrificio para desprenderse de lo mundano, logrando en el acto la destrucción del ‘yo’. Además, le dijo a Sidereus que, si se realizaba de manera exitosa, la recompensa que obtendría seríainmensa, porque aprehendería la cosmogonía mexica como propia con la autorización de los dioses, recibiría los saberes esenciales de los aztecas y su visión del mundo evolucionaría, permitiéndole disfrutar una intensa conexión con la naturaleza, con la vida, con el universo.

Al escuchar todo aquello, el joven decidió ser parte activa de la llegada del fuego nuevo mexica, lo único que necesitaba era el objeto de gran valor personal mencionado. Recordó que en su cuello traía colgando una cadena de oro puro con un crucifijo que su abuelo, quien falleció cuando él apenas tenía 7 años, le regaló en su lecho de muerte. Convencido de su decisión, se arrancó la cadena del cuello, la contempló unos instantes y unas lágrimas brotaron de sus ojos, las secó y lanzó aquel objeto a la hoguera para que ardiera y se deshiciera entre las llamas., lo cual avivó el fuego y lo cambió de color, iluminando el lugar con un intenso fulgor verde.

Con las flamas a una altura considerable y emanando un resplandor esmeralda, Sidereus percibió algo acercándose desde arriba al lugar donde se encontraban, así que levantó la mirada para divisar la figura de lo que sentía como una gran energía cósmica. Concentrando su visión, distinguió lo que parecía una estrella fugaz, un cuerpo alargado que brillaba con el mismo color que las llamas. Mientras éste se acercaba, pudo identificar que su movimiento no era como el de una estrella fugaz, sino más bien como el de una serpiente que se ondeaba de un lado a otro surcando el cielo. Cuando estuvo suficientemente cerca de ellos, se le incendió el corazón de emoción por la suposición que tenía de la identidad de aquel ser, y es que, por lo que había leído e investigado sobre éste, coincidía con la imagen que tenía frente a sus ojos: la forma mágica de una serpiente de abundante plumaje.

Con la llegada de la entidad, el chamán pronunció las siguientes palabras: -“Nuestro gran dios Quetzalcoatl, la serpiente emplumada, lucero de la mañana y de la tarde, hijo de Ometecuhtli y Omecíhuatl, dioses de la creación universal, ha atendido nuestro llamado. Con su honorable presencia, revelaremos al mortal que se suma a la ceremonia el enigmade la cosmogonía mexica. La sabiduría vernácula es fuego verde, un fuego vigoroso y longevo con saberes milenarios que el hombre obtiene de la naturaleza. Es un universo verdoso repleto de astros, que descubren al mortal su grandiosidad si se muestra digno de ella. Sin embargo, de ese fuego no queda más que el recuerdo, se ha esfumado su ardor, su embeleso; es el fantasma de un ser majestuoso llamado conocimiento. Su llama es débil y apenas perceptible, como la de una vela a punto de extinguirse. Su forma corpórea sufre porque su espíritu ha sido quebrantado por no pocas generaciones de hombres. A pesar de ser confinado al olvido, este fuego ha prometido un renacimiento, resurgirá de sus cenizas como un ave fénix altivo y glorioso. Su reaparición traerá un verdor que inundará toda la tierra, un halo intenso que deslumbrará los ojos de los incrédulos que hacen escarnio de su regreso, el cual significará una nueva era para el mundo entero”.

La conclusión del discurso significó la apoteosis ritualista para Sidereus, pues en ese momento la silueta celestial de la serpiente atravesó su cuerpo. En cuestión de segundos, que él sintió como horas, asimiló el gran conjunto de saberes milenarios mencionados por el sacerdote. La experiencia fue como una descarga ‘ipso facto’ que comprendía siglos de conocimiento; un viaje astral, por así decirlo, sin el desprendimiento corporal porque son los astros los que llegan a uno. Al finalizar el trance apoteósico, los seres sobrenaturales desaparecieron, al igual que el fuego verde de la hoguera, y Sidereus se desvaneció, cayó en un profundo sueño con la mente totalmente en blanco; quedó boca abajo sobre la hierba aún caliente y con los primeros rayos de la mañana saliendo en el horizonte. 

Al recuperarse días después, despertó en una cama con su madre a un lado suyo, quien lo besó y abrazó incansablemente cuando vio a su hijo por fin espabilar de su prolongado reposo. Le preguntó qué había pasado en aquel lugar ubicado en la cima de la reserva, a lo que Sidereus respondió que no recordaba nada de lo que había pasado, sólo que había llegado al cerro, lo había recorrido durante unas cuantas horas y, después de eso, al llegar a un peñasco donde divisó una fogata humante un en la lejanía, no recordaba más nada. Y era cierto, su memoria retenía con nitidez solamente hasta el instante en que se paró en ese lugar y el cielo se oscureció instantáneamente, lo demás de lo sucedido lo tenía en su mente de manera difusa, borrosa, sólo conservaba de esa noche escenas inconexas como si de un sueño se tratase.  

Sin embargo, recordó que existía algo de su visita a aquel lugar que podía transmitirle un poco de lucidez sobre lo ocurrido después de haber visualizado la fogata. Se trataba del poema que escribió momentos antes de emprender la caminata ascendente hacia la cima de la elevación natural. Al quedarse solo en la habitación, Sidereus sacó de su pantalón la hoja doblada con los versos que escribió como muestra de conexión con la montaña. Al desdoblar la hoja y leer lo escrito ella, comprendió la naturaleza espiritual del suceso y una especie de paz balsámica inundó su alma. El poema compuesto versa lo siguiente:

El espíritu de la montaña

El aire que se respira en la montaña 
la ciudad ya no lo conoce más;
el espíritu humano clama pureza
para curarse de su ceguera insana.

El viento que corre en la elevación quema
con el aliento de un dios ancestral;
un petricor intenso que recorre el cuerpo,
embadurna el alma y se repliega en las venas.

La deidad invita al hombre a cruzar el umbral
con la vibración de las raíces sagradas,
que se extienden hacía el núcleo de la esfera,
desde donde emerge la revelación sideral. 

La partícula de Dios guiñe un ojo en lo profundo;
se escucha el latir del corazón de la Tierra.
La cima emana el aura de un portal,
que se esparce invisible en las faldas  
y conecta a los visitantes con energía de otros mundos.

Actualmente, Sidereus es un poeta consagrado de 75 años, un viejo que ha vivido una gran vida dedicada a los versos. Ha llevado el manejo del lenguaje a un nuevo nivel, que el lector versado valora en su justa dimensión al encontrar en sus palabras la sabiduría ancestral que le fue heredada; el fuego verde es el alma de su poesía. Su longevidad se debe a un estilo de vida simple, basado en una visión orgánica del mundo, transmitiendo su sapiencia espiritual a quien desea abrazarla. Es consciente de que el cuerpo que habita no le pertenece, y está dispuesto a entregarlo llegado momento, que siente cada vez más cercano. Los acontecimientos ocurridos en la parte ascendente del cerro los recuerda vagamente, como un sueño difuso que mantiene en los rincones de su memoria; eso sí, la esencia de la experiencia permanece intacta. Su espíritu lo impulsa a ir nuevamente, pues percibe el llamado del Huizachtepetl; sabe que repetirá lo vivido hace 52 años, y sólo le quedará morir y, al mismo tiempo, vivir eternamente.



Jorge Millán Nieto 
Nacido en Coatzacoalcos, Veracruz, de nacionalidad mexicana, Jorge Millán es egresado de la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana. Ha publicado los textos Fantasma sin límites, Desdoblamiento onírico (cuento) y El minimalismo como arte narrativo… (ensayo) en las revistas Nudo Gordiano, Monociclo y Espora, respectivamente. Actualmente es jefe de redacción y creador de contenidos en la casa productora Xante TV, considerada como una de las más destacadas en el rubro multimedia independiente de Xalapa, Veracruz.


Fotografía de Raghav Yadav  (en Unsplash). Public domain.


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