"Consejos de abstención", texto perteneciente al libro 'La cuenta atrás' de Juan Bas.

En principio son fáciles de cumplir porque no requieren actividad alguna. Consisten precisamente en la abstención, en no hacer; evitar la caída en las tentaciones autolesivas que ese componente masoquista de la resaca del amor nos pide: añadir aderezos en el guiso del sufrimiento para que se incremente su mal sabor, difícil paso por las fauces y larga y pesada digestión.

  El aumento de la resonancia del dolor y el regodeo en el mismo.

  Por esta peculiar característica de la condición humana respecto al desamor, o por pura flaqueza, habrá que acudir de nuevo a la fuerza de voluntad, imponerse todas estas pautas como si su incumplimiento fuera castigado con una pena de muerte real en patíbulo y a manos de verdugo inexperto. «Mal va a empezar la semana», dijo el condenado al que notificaron que le cortaban la cabeza el lunes.

  Vamos con los consejos concretos. En plan Pepito Grillo, cargante conciencia universal.

  Primero: abstenciones musicales.

  El gran poder evocador de la música, en especial de determinadas canciones, es de todos conocido. En plena resaca del amor hay que evitar escuchar en general tangos y sobre todo boleros, cuyas letras hablan de modo tan directo y melodramático al corazón. «Reloj, detén tu camino porque mi vida se apaga. Ella es la estrella que alumbra mi ser, yo sin su amor no soy nada.»

 Y por extensión, toda pieza de corte sentimental o con melodía melancólica. Determinadas canciones de Edith Piaf resultan más lacrimógenas que los gases de los maderos antidisturbios. O la versión de La Bohème cantada por la guapa portuguesa Mafalda Arnauth. Escuchada en francés y con su maravillosa voz, aunque te encuentres en ese momento pletórico, te inoculará melancolía hasta que marques depósito lleno y hará que pases revista a toda tu vida sentimental perdida o marchita.

  En un grado menor, también tunden algunas sinfonías de música clásica. El halo romántico y herido de la Quinta de Mahler, o la Tercera Sinfonía de Brahms —en especial el tercer movimiento— o la Cuarta de Tchaikovski, pueden hacerte morder el polvo y buscar la compañía de los ácaros —los auténticos: los microscópicos con los que se iba a encontrar el hombre menguante, no el extraterrestre del metro.

  Pero la música que hay que evitar tanto como el monólogo Winchester —de repetición— de un pesado, son las canciones cómplices. Aquéllas que en el código íntimo de la pareja fueron la banda sonora de su relación —¿quién no ha incurrido en alguna cursilería al ser pinchado por el aguijón del bichito del amor?

  A mí, en plena resaca del amor, me sacudía un gancho en el plexo solar escuchar Angie, de los Stones, Lady Day, de Lou Reed, Suzanne, de Leonard Cohen, o Killing Me Softly With His Song cantada por Roberta Flack.

  Samba pa ti, de Carlos Santana, todavía me cuesta. El punteo de guitarra se me clava aún en el estómago.

  Si una de esas canciones suena en el bar en el que te encuentres, apura la copa de un trago y huye sin demora pensando que te persigue el loquísimo Jack Nicholson de El resplandor con el hacha en alto.

  Segundo: abstenciones literarias y cinematográficas.

  Bajo el mismo principio básico de no echar gasolina al fuego, en este caso de modo intelectual. No va a levantarte para nada el ánimo leer Madame Bovary, de Flaubert, Anna Karenina, de Tolstoi, Las noches blancas, de Dostoyevski, o Carta de una desconocida, tanto la novela de Stefan Zweij como la película de Max Ophüls. Ni ver en el DVD Casablanca, El último tango en París o Lunas de hiel, sólo por citar algunos clásicos con capacidad para tensar las finas cuerdas de los sentimientos a flor de piel.

  Tercero: abstenerse de la declaración de barra libre.

  Los bebedores celebramos los triunfos y empapamos los fracasos —y hasta las partidas en tablas— en alcohol. Cualquier razón o disculpa nos vale para bebernos hasta el agua de los floreros y la colonia de los niños. Así que una resaca del amor es terreno bien abonado para caer en una cadena alcohólica cuyos eslabones pueden acabar por estrangularte.

  Hay que evitarlo. Alguna trompa de las de llorar penas y meterle el rollo sobre tu desdicha al que pilles, no digo que no, puede ser terapéutica, pero con carácter excepcional y sin abusar de la paciencia ajena.

  Como en este caso.

  La mujer del señor Pulpo se hizo de una secta religiosa y lo abandonó, se fue de casa. O al menos ésa era la razón que daba él. Yo creo que lo dejó por plomo: Pulpo era más pesado que matar un cerdo a besos.

  Salía solo todas las noches y se ponía a copas cuadrado. Al que enganchaba le soltaba la paliza lacrimógena de que sin su mujer no encontraba sentido a la vida y además se desbocaba, se estaba haciendo un borracho. «Yo necesito una mujer que me ponga el bocado y me frene», explicaba. Tal vez era la reencarnación de un penco.

  Debía de tener consciencia de su pesadez —que se elevaba al cubo cuando ya estaba mamado—, pues intentaba comprar atención pagando ronda tras ronda. Como buen paliza lo repetía todo, y borracho aún más. Y lloraba, y gimoteaba. Era insoportable y no tenía el mínimo sentido de la medida ni del ridículo. Ni tampoco de la orientación. Perdió la vida de un modo absurdo en un barrio alejado de su casa, adonde sin duda había ido a capturar carne nueva a la que atormentar. Muy cocido, cogió el coche y en el trayecto de vuelta tomó la rampa de un garaje abierto por una bocacalle de bajada y se estampó contra una columna de cemento.

  Además de por estas razones obvias de no pillar una cirrosis o dejar los sesos en una carretera, no conviene soldarse al frasco porque durante una resaca del amor el alcohol, en vez de su habitual efecto euforizante, suele producir lo contrario: una borrachera triste. Y la consiguiente resaca etílica te sumirá aún más en la depresión.

  Publiqué durante 2008 este artículo en mi columna semanal de opinión del diario El Correo.

  
    Se miró en el falso espejo. Era falso en dos sentidos contrapuestos, el segundo de los cuales le otorgaba lo contrario: cierta veracidad testifical, una cualidad de notario. Era falso porque le devolvía la imagen de un rostro vista a través de la subjetividad de sus ojos engañados por la mente; y también porque carecía de azogue, como los de las comisarías, y tras él le observaban las personas que le querían y otras que le eran desconocidas.

    Pensó en lo que le había dado, o creía que le había dado, el alcohol a lo largo de la vida; y en el alto precio que pagó por esas relativas dádivas, por ser un impenitente bebedor de largo recorrido. La cara y la cruz: la luz y la oscuridad.

    En el lado luminoso: momentos sublimes de conversación, placentero bienestar, destellos brillantes de la inteligencia y el ingenio, desenfado, campechanía, hallazgos humorísticos, capacidad de seducción y sobre todo para reírse de sí mismo y con los demás, lágrimas felices y un anestésico para aceptar la pesada broma que es la vida.

    En el lado de la oscuridad: despilfarros de tiempo y de salud, lóbregas resacas enajenadas o ruines, exacerbación de la ira y la intolerancia, fealdad y feísmo, magnificación de los fantasmas personales, egoísmo, deformación de la realidad, debilitamiento, abulia, impaciente torpeza, derroche económico, degradación mental, pérdida de oportunidades profesionales, inmadurez para estar a la altura del compromiso amoroso y de los deberes de la paternidad.

    Puestos unos y otros efectos en los respectivos platillos de la balanza, estaba claro hacia qué lado se inclinaba el fiel: al de la resaca de la ebriedad.

    Las resacas que vuelven una y otra vez como en la metáfora de las olas del mar. Que vuelven hasta que se convierten en una repetida lacra de la existencia, una intermitente película de terror cuando por la mañana abre los ojos, recibe de nuevo el zarpazo de la bestia y reconoce que otra vez ha sucedido.

    Imaginó desde una perspectiva empírica, contable, lo que todas las copas de su vida medirían colocadas en fila, una detrás de otra: la distancia en kilómetros entre el equilibrio y la derrota porque a la larga, el alcohol siempre gana la carrera.

    Se dispuso a cumplir a su modo el rito de la sobria hermandad anónima. Primero se despojó de la identidad y de las servidumbres orgullosas del ego y de la vanidad para convertirse en Nemo, nadie, en Ulises que intenta escapar del naufragio en ese mar de aguas negras para arribar a la protección del puerto de Ítaca. Después, se volvió a mirar en el espejo falso y se dirigió a los que le observaban tras él, pero sobre todo al fondo de sí mismo, y dijo con pesar, voluntad de superación, vergüenza y en voz alta: «Soy un alcohólico.»
  
  Cuarto: tenue recomendación, sugerencia o consejillo de no follarse todo lo que se mueva.

  Hay quien reacciona ante el naufragio del amor de este epicúreo modo. Lo que no ha querido seguir disfrutando quien rompió la flecha de Cupido que lo aproveche el resto de la Humanidad. Mejor gemir en compañía que llorar solo, es el planteamiento de esta suerte de terapia carnal.

  A este tipo de catarsis, de sublimación por exceso, suelen ser más proclives las mujeres. No por tendencia de la psicología femenina, sino porque pueden. A la mayoría de los hombres nos gustaría también paliar una resaca del amor embruteciendo nuestra sensibilidad en una sucesión de orgías, pero ante una convocatoria de leva general, el quorum de visitantes a nuestra cama suele ser más modesto, casi intimista.

  Así que no puedo hablar del tema con la voz de la experiencia; sólo de oídas. Por ejemplo, del testimonio de la señorita Boa Constrictor.

  Cuando le dejó su novio se tiró a todos los tíos del barrio, menos a mí. A cambio, me hizo el depositario de sus confidencias. Lo cual, por supuesto, me resultó más humanamente valioso que haber sido una muesca más en su entrepierna. Claro que sí. Desde luego. Lo digo en serio.

  Boa Constrictor me confesó por qué lo hizo.

  —Para sentirme muy sucia entre las manos, las bocas y las pollas de tantos tíos —procuré que no me no me notara el amago de jadeo—. Y así, cayendo tan bajo, tocar fondo, ponerme a cero y desde la suciedad, limpiarme.

  Más que puesta a cero —supongo que se refería a algo parecido a una cinta de vídeo rebobinada—, me la imaginé puesta a cuatro patas, en la postura que llaman los cubanos «mira quién viene», y de protagonista de un gang bang. Yo también me quedé puesto: como un postecillo. Y es que Boa Constrictor es una real hembra, de las de dar fiebre. Guarda un parecido más que razonable con Kathleen Turner en la época de Fuego en el cuerpo.

  Pero me aseguró que «tanto follar, tanto follar» —¡joder, socorro!—, no le curó nada de su resaca, sino todo lo contrario. No se limpió a partir de la suciedad, según su paradójica hipótesis, sino que:

  —Lo único que conseguí después de dejármela meter por tantos hombres que no quise ni contarlos, no sé cuántos fueron —¡basta!—, fue sentirme peor y una puta.

  Intenté consolarla.

  —Una puta no, mujer. Putas son sólo las que cobran.

  Me dedicó una rápida mirada ambigua, no exenta de la distancia del desdén.

  Quinto: abstención epistolar y telefónica.

  Cuando ya está todo dicho y sobre todo escuchado, hay que asumir el punto final: la posición de no retorno.

  Así que nada de cartas por correo electrónico ni mensajes SMS ni llamadas telefónicas. Lo único que vas a conseguir es que te considere un llorón y un pesado y pierda el buen recuerdo de ti, si es que lo tiene.

  Sexto: abstención territorial.

  A no ser que no quede otro remedio, hay que evitar las visitas al territorio del otro. No hay opción cuando se comparte lugar de trabajo —a no ser que cambies de empleo; cosa que no es fácil—. Esta pésima circunstancia suele darse a menudo porque son frecuentes las relaciones sentimentales entre compañeros de trabajo. Y si por lo menos ambos trabajan en el edificio de la ONU en Nueva York, es factible encontrarse poco con el causante del dolor, pero si son por ejemplo camareros en la misma cafetería o peor aún, la pareja de guardaespaldas de un político, en fin.

  Esto último le pasó a mi amigo el señor Jilguero, diputado del Parlamento Vasco que, como todo político no nacionalista en mi tierra enferma y maldita, es víctima potencial de los fascistas de la organización terrorista ETA y se ve obligado a llevar escolta.

  Por mi amigo Jilguero velaban esa temporada dos tíos del tamaño de armarios roperos —con menos pluma que un caimán—, guardaespaldas de una empresa privada, que al parecer habían mantenido un romance. Jilguero no lo supo hasta después, cuando uno ya había dejado al otro y los acontecimientos se precipitaron.

  El diputado Jilguero notaba que entre sus dos guardaespaldas había tensión, pero desconocía la causa. Supuso que se debía a simple animadversión entre ellos y no le dio mayor importancia. Pensó en pedir a la empresa de seguridad que le cambiaran a uno u otro, pero por desidia fue dejando pasar los días sin hacerlo. Lo que no se sabe es por qué a su vez ninguno de los dos gorilas pidió el relevo. Tal vez les iba el mambo.

  Total, que un día el resacoso de amor perdió los nervios y le montó al otro la gran bronca de celos; todo delante de Jilguero.

  En un hilarante sketch de Dino Risi perteneciente a la película Que viva Italia —I nuovi mostri—, Ugo Tognazzi y Vittorio Gassman tenían también una pelea de enamorados en el trabajo, pero como eran cocineros se limitaban al insulto altamente imaginativo: «Me columpio en los cuernos de tu padre» y otros hallazgos por el estilo, y a lanzarse hortalizas —no recuerdo si también algún cuchillo de cocina—. En este caso, como eran pistoleros, acabaron por sacar las armas y se liaron a tiros mientras se perseguían por la calle como dos críos. O tenían mala puntería o en realidad no deseaban en serio hacerse un daño irreparable. El único que resultó herido durante el tiroteo fue precisamente el diputado Jilguero, al que debía proteger de cualquier agresión aquella pareja de innormales. Le volaron el dedo medio de la mano derecha —el homofóbico, el que sirve para hacer el gesto de mandar a practicar sodomía pasiva en el sentido de insulto— mientras la alzaba con autoridad parlamentaria en demanda de calma y cordura.

  Salvo estos casos extremos, me refiero como territorio del otro sobre todo a sus bares y restaurantes habituales y sus reductos específicos, ya sean éstos el casino, un gimnasio, una sinagoga, un club de jazz o una logia masónica.

  Evita frecuentar territorio apache. Un encuentro con el guerrero, sobre todo si no va solo, te va a trastornar más.

  Lo habitual es que ese territorio lo fuera en el pasado de ambos, común. En ese caso ya no es tu territorio, ha dejado de serlo: es del otro.

  El territorio, en sí mismo, siempre es del otro.

  El que dominaba el juego y ponía las reglas durante la relación, lo sigue haciendo también después.

  Tanto tiempo como tú se lo permitas.

  No más.


Texto perteneciente al libro La cuenta atrás de Juan Bas. Biografía novelada del célebre boxeador Urtain. Destino.


Fotografía de  phil cruz (en Unsplash). Public domain.



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