'Batallas de antes', relato de Ernesto Moreno

“Umbrarum hic locus est”

Catorce años habían pasado desde la última vez que estuve aquí, en la casa de mis padres. Una pesadumbre ominosa me acompañó durante todo ese tiempo, de saber que algún día tenía que regresar, que no podía quedarse así, que era inexorable. Sin embargo, esta vez no lo hice solo, tenía miedo.
Uno de mis hermanos me acompañaba, el otro me colgó el teléfono en cuanto le dije lo que haría, y el más chico de todos, José, había desaparecido en este lugar hacía unas semanas. Dos de mis mejores amigos vinieron también, no sé si por la larga amistad que compartíamos o simplemente por el morbo, por la incredulidad y la burla. 
Llegamos de día, la decadencia y el descuido se notaba por todas partes, el paso del tiempo había hecho su labor. El jardín estaba convertido en una selva de maleza y basura. El pino, el aguacate y la granada seguían en píe, incólumes, pero las gardenias, malvones, lirios, agapandos, platanillos y alcatraces de mi madre habían sido devorados por las margaritas salvajes y por los dientes de león, que ahora se extendían sin resistencia por todas partes. Aún recuerdo cuando le explicaba a Silvio que los jardines eran proyectos diseñados por la humanidad, que eran una forma de jugar a ser Dios, que nosotros decidíamos quién se desarrollaba y quien moría en ese pequeño pedazo del mundo.
    Tuvimos que forzar la aldaba del oxidado cancel para poder entrar, la puerta interior emitió un agudísimo sonido cuando la abrimos. Dentro, todo se veía igual que antes, excepto por una gruesa capa de polvo que lo cubría todo… y las telarañas, muchas telarañas. Eso, y una sensación impía, que producía en mí una serie de sentimientos muy confusos; odio, tristeza, ira… negación.
    -No maten a mis arañas- Dijo mi madre. Fue entonces cuando comenzamos a diferenciar entre las arañas benignas -aquellas que se escondían en las esquinas de los techos, patonas, lentas- de aquellas malignas, las gigantescas, oscuras, peludas y veloces que corrían por debajo de los muebles. 
 Mi mente divagaba, había tantos recuerdos en ese lugar que no alcanzaba a concentrarme en lo inmediato, en prepararnos para la noche. Mi hermano estaba pálido, sabía que estaba a punto de vomitar, pero seguí honrando ese pacto que hicimos desde niños, de acompañarnos e infundirnos valor. Así que no dije nada.
          El living era la sala principal de la casa, y era también, la primera. Después venía el comedor, que nunca funcionó como tal, para tristeza de mi madre siempre fue un anexo de la biblioteca de papá, que como una plaga de hongos se fue esparciendo con los años por toda la casa. Al lado, estaba la cocina, y más allá, por un corredor, se llegaba a un pequeño patio cerrado en donde mi madre guardaba sus hierbas medicinales. Ahí comenzaba la estrecha escalera de caracol que subía hasta la azotea de la casa, en donde estaba el tendedero de ropa, el tinaco de agua y un lavabo de piedra. Más allá de la reja negra, comenzaba el enorme jardín.
              Pero volviendo a la entrada, había un pasillo por la izquierda que subía a las recámaras de la planta alta, la de mis padres a la derecha, la de mis hermanos a la izquierda, y en medio, el baño. Toda la casa estaba repleta de libros, libros por todos lados, eran sin duda alguna, los integrantes más valiosos de la familia.
-Tu madre sabe mucho de hierbas, siempre me ha tenido embrujado- Dijo mi padre, mientras le sugería a Horacio que se tomase el té que mi madre le había preparado. 
        Una pestilencia espantosa inundó toda la casa cuando abrimos la puertezuela que daba al patio. Cubriéndonos la boca, inspeccionamos. La reja que daba al jardín estaba cubierta totalmente por la maleza, nos acercamos para descubrir que el suelo estaba tapizado de gatos muertos en diferentes estados de descomposición. Decidimos no subir a la azotea y cerramos esa puerta lo mejor que pudimos. 
Las primeras horas de la noche bastaron para quebrarlos. 
          Encontré a Fernando -el más escéptico de todos. Ateo recalcitrante-, sentado sobre una de las camas de la recámara en donde pasé mi niñez. Estaba amarillo. Nunca me contó lo que le acababa de ocurrir, pero nunca más después de esa noche volvimos a vernos, por decisión suya. 
          -Fernando- Le dije. Yo me voy, no es seguro que te quedes aquí solo, por favor. En ese momento se derrumbó, lloró, no podía más, les dije que desalojaríamos la casa. Me hizo un ademán que significaba que bajaría en un momento, así que me adelanté, ya era de noche.
Entré al sanitario antes de bajar las escaleras. Escuché lentamente como la puerta se cerraba detrás de mí, después, la luz se apagó. El silencio, la penumbra, una gota que golpeaba persistentemente el lavabo. Yo sabía perfectamente lo que pasaba, la casa me estaba dando la bienvenida, después de tanto tiempo no se había olvidado de mí, ¿cómo podría?, me conocía perfectamente, me reclamaba el haberme alejado tanto tiempo, el intentar ser feliz, el creer que podía salirme con la mía.
    Me quedé mudo, mi cuerpo estaba tenso, mi corazón se salía de mi pecho, respiré, me controlé, no era la primera vez que esto pasaba, sabía que hacer. Una larga experiencia durante mi niñez y mi adolescencia me habían enseñado a soportar su violencia, la indignidad, la humillación, estaba curtido. Detrás de la cortina de la regadera, una mano femenina -en estado avanzado de corrupción- fue arrastrándose lentamente por el suelo. Me oriné encima, y no me quedé a mirar lo que venía detrás de esa mano, salí del baño rápidamente y me dirigí a la que fue la recámara de mis padres.
    Horacio estaba acostado, leyendo un libro imaginario en sus manos. Lo levanté a la fuerza y lo llevé abajo
    -Eso pasó hace mucho tiempo Horacio- Le dije. Tenemos que salir de aquí ahora. Me miró y comprendió. Horacio y yo siempre tuvimos una conexión vital, con el simple hecho de mirarnos a la cara, sabíamos cómo responder ante una situación. Al llegar a la sala, ya estaban ahí reunidos mis compañeros, nos disponíamos a salir cuando de repente escuchamos un ruido que venía del estudio. Era mi padre. 
    Me habló como solía hacerlo, siempre tocando un tema interesante, explicándolo a profundidad, tomándose su tiempo, sabiendo que el lenguaje es importante, que debe ser alimentado. Tuve ganas de llorar, de correr a abrazarlo. Horacio estaba con la boca abierta, no sabía qué hacer, mis amigos desconfiaban, a fin de cuentas ellos habían estado en su funeral. No habían conocido a mi padre tan bien como nosotros, no conocían sus ademanes, sus obsesiones, su generosidad, su brillantez… sus demonios.
    Sin embargo, había algo que no encajaba, me di cuenta al momento que algo no estaba bien. Mi padre traía puesta una chamarra de lana roja con negro, como los que usan en el campo. Yo conocía bien esa chamarra, había pertenecido a uno de los hombres más viles que he conocido. Se había equivocado, no pudo interpretar esos recuerdos míos, porque pertenecían al tiempo en que fui libre, a mi vida después de “ella". 
Fingí normalidad, de eso dependía todo. Teníamos que salir de ahí a como diera lugar.
    -Vamos por unos tacos pa- Le dije. ¿No quieres venir? Yo sabía perfectamente que fuera de la casa no tenía poder, que una vez que pusiéramos un píe afuera todo acabaría. Mi padre… ya no sé cómo llamarlo, pues su mirada era la misma lo juro, su voz también, sus gestos… ¡Dios!
Me clavó la mirada, se notaba molesto, sabía que le estaba jugando una artimaña, pero decidió seguir también esa farsa.
    -Sí, vamos a los tacos Juanito- Me dijo. Pero primero acompáñame a la recámara, hay algo que quiero mostrarte.
          Horacio me miró con terror, mis compañeros estaban mudos, un tenso silencio se fue apoderando poco a poco de la sala. Yo sabía que me estaba jugando todo.
    Claro pa- Le dije. Vamos. Y subí detrás de él a la recámara.
          Todo seguía en oscuridad. No había luz en la casa y el ambiente era cada vez más pesado, el miedo podía sentirse en el aire. Mientras subíamos mi padre me platicaba cosas, eventos que solo nosotros podíamos saber. Mi cuerpo estaba entumecido de frío, y, sin embargo, era julio. 
          De alguna forma todavía eran ellos, en parte, de alguna forma la casa en verdad se los había tragado, la oscuridad los había engullido y los usaba. ¿Había hecho pedazos su bondad, su ética?, ¿había alimentado solo su maldad, su miseria?, ¿le pasó lo mismo a José?, nunca volvimos a saber de él desde que nos comunicó su decisión de visitar por última vez este terrible lugar, como requisito para firmar -de una vez por todas- la orden para su demolición.
    -Te alcanzó pa- Le dije. Solo déjame cambiarme este pantalón que está sucio. Escuche un murmullo que era una aprobación.
    Sin pensarlo, sin miedo ya -mi padre me había enseñado a reflexionar las cosas, los eventos, pues eran complejos, pero mi madre me había enseñado a ser práctico en los momentos decisivos, a reaccionar con decisión, con eficacia- bajé sin hacer ruido los escalones. Al verme, Horacio, Fernando y Antonio salieron disparados hacia la calle. Cerramos el cancel detrás nuestro y pusimos los pesados candados en su lugar. 
    Mientras nos alejábamos por el camino empedrado, el que estaba bordeado por los viejos ahuehuetes, volteamos juntos hacia la casa por última vez. En la ventana de la planta alta estaban ellos, mirándonos mientras nos alejábamos, sus caras tristes, su mirada desesperada, suplicante. Sentí que el corazón se me quebraba, sentí esa punzada en el alma que se siente cuando tienes conciencia del daño que provocas, de las cosas imperdonables que a veces realizamos. 
          Los estaba abandonando ahí, en ese espacio de maldad y oscuridad, los estaba abandonado para siempre, a ellos que nos dieron todo. ¡Dios perdóname! 
    Horacio lloraba, se tomaba el pelo y repetía una y otra vez “es mi madre… es mi madre”.

EPÍLOGO

Han pasado los años, y según me cuentan, la casa sigue ahí. La demolición no se llevará acabo, los abogados dicen que existen obstáculos importantes, por un lado, mi hermano Horacio se internó en una clínica, necesita ayuda y se niega a firmar la demolición, -ellos están ahí- repite. Por el otro, hasta que no se solucione la desaparición de José -mi hermano menor- no se pueden extinguir los bienes heredados. 
    Mis amigos me acompañan, ellos conocen la verdad, comprenden por lo que hemos pasado. No sé que pasó con mis padres, con José. Sé que estuvo mal la manera en los abandoné, pero no me importa. Vivo con miedo sí, siempre con miedo… pero estoy vivo. ¡Estoy vivo!            



Ernesto Moreno
Temática: Horror, weird y fantasía oscura.
Mexicano, es egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus trabajos literarios versan sobre temas de horror, fantasía oscura y lo weird. Es parte del Círculo Lovecraftiano&horror y ha participado en ponencias, conversatorios, charlas y talleres sobre el tema de la literatura de horror, sus relatos han ganado premios y han sido publicados en diversas páginas electrónicas del tema.
RRSS: Blog 






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