'Postludio: Lo trágico del silencio', texto perteneciente al libro 'Historia del silencio, del renacimiento a nuestros días', Alain Corbin


«En el silencio no hay sólo un elemento sano, amable; hay también un elemento oscuro, telúrico, terrible, hostil, que puede surgir del fondo del silencio, infernal, demónico», escribe Max Picard.

A lo largo de la historia de Occidente, la primera forma de angustia suscitada por el silencio lo es por el silencio de Dios, por aquello que Georges Simón considera la «inmensa epopeya del silencio de Dios».302 Hemos evocado ya dos grandes silencios: el de la Creación, subrayado en el cuarto libro de Esdras, y posteriormente el del largo y grave silencio que genera el ángel del Apocalipsis en el momento de la apertura del séptimo sello, que sume a las criaturas en la ansiosa espera del Verbo. Por otra parte, hemos dirigido nuestra atención al silencio de Dios, en el capítulo consagrado al estudio del silencio como palabra, recordando que si bien el Dios de la Biblia—aparte del episodio del bautizo de Jesús—no pronuncia de manera clara palabra alguna, impone a veces su presencia silenciosa en forma de nube, de ligera brisa, de soplo, y por medio de una gama de pequeños signos que son palabra. Los ortodoxos piensan en el silencio de Dios, silencio de la trascendencia, como un elemento de su naturaleza, la cual pertenece por esencia a lo incognoscible. Por último, en la Francia católica del siglo xvii, Pascal basa su teología en la existencia de un Dios oculto (Deus absconditus). Según él, el hecho de que Dios se esconda deliberadamente y guarde silencio es justo y útil para el fiel. Su oscuridad misma recuerda al hombre que es pecador. El Ser trascendente debe ser insondable, enigmático. Para san Juan de la Cruz, que Dios se vuelva silencioso confiere al hombre la libertad de creer o no creer. En su Cántico espiritual, la pregunta que plantea, «¿Adonde te escondiste?», es un grito de amor.
Pero hay además otro aspecto en nuestro objeto: el silencio de Dios se ha percibido y sentido también como trágico; su ausencia silenciosa pone en duda su misma existencia pues, de lo contrario, puede ser interpretada como indiferencia, lo cual no ha dejado de despertar la cólera desde los tiempos en que se redactó el Antiguo Testamento. El silencio de Dios cuando se desencadenan las desgracias del mundo, ante el horror de ciertos fenómenos naturales, ante el sufrimiento y la muerte, ¿no es la prueba de su inexistencia? En el corazón mismo del cristiano más fervoroso, el silencio de Dios produce la impresión de que no está ahí, y ocasiona por instantes una noche de la fe.
El escándalo de su silencio suscita gritos de revuelta. Esto se hace explícito en varios textos del Antiguo Testamento, cuyo inventario Pierre Coulange ha realizado con precisión. Job lanza una acusación contra el Altísimo. En el salmo 22 se lee un grito que más tarde hará suyo Jesús crucificado: «¡Dios mío. Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? Lejos están de la salvación mis rugidos. ¡Dios mío!, clamo de día, y no me respondes; de noche, y no hallo remedio». En el salmo 28 se leen quejas del mismo orden. Ya en el libro de los Proverbios está escrito: «Entonces me llamarán y yo no responderé». El libro de las Lamentaciones está impregnado de una cólera debida a la ausencia de la voz de Dios, que se esconde y que parece ignorar el sufrimiento de su pueblo. Isaías se lamenta: «En verdad que tienes contigo un Dios escondido».
Sea como fuere, el escándalo más veces denunciado a lo largo de los siglos es el que causa el silencio de Dios, subrayado por Mateo en el relato de la Pasión. En el huerto de los Olivos, el silencio (el sueño) de los apóstoles se une al de Dios, del cual Jesús acaba quejándose en la Cruz. Este silencio produce angustia y tristeza mortal en el alma de Cristo. Pierre Coulange escribe con razón que el silencio de Dios, en el momento de la Pasión, es «el punto focal» de las Escrituras y de todo cuestionamiento sobre el misterio divino.
En el curso déla historia, esta insistente cuestión se plantea incesantemente en el corazón mismo de los mayores santos, como lo prueban los escritos de Teresa de Avila y, mucho más tarde, los de Teresa del Niño Jesús, y luego las confidencias de la madre Teresa.
En pleno siglo xix, Vigny lanza el que sin duda es el grito de cólera más fuerte en respuesta al silencio de Dios, sin hacer aún de tal mutismo la prueba de su inexistencia:


Si es cierto que en el sagrado jardín de las Escrituras
el hijo del Hombre dijo lo que hay escrito en ellas,
mudo, ciego y sordo frente al grito de las Criaturas,
si el Cielo nos abandona en un mundo abortado,
el Justo opondrá el desdén a la ausencia
y su sola respuesta será el frío Silencio
al eterno Silencio de la Divinidad.


(Texto perteneciente al libro «Historia del silencio», del renacimiento a nuestros días. Alain Corbin). Fragmento.




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