'Tren', relato de Joy Williams

El interior del vagón era de color violeta. Las dos niñas estaban encantadas porque era su color favorito. De hecho, en lo único en que estaban de acuerdo era en su gusto por el color violeta. Danica Anderson y Jane Muirhead tenían diez años. Habían viajado en coche desde Maine hasta Washington DC con los padres de Jane y ahora regresaban en tren a Florida, con los padres de Jane, ciento nueve personas más y cuarenta y dos automóviles. Era septiembre. Danica llevaba con Jane desde junio. La madre de Danica iba a casarse de nuevo y había necesitado los meses de verano para instalarse y tenerlo todo a punto para que Dan se sintiera a gusto cuando llegara en septiembre. Le había escrito en agosto preguntándole qué le gustaría de especial para cuando regresara. Dan le respondió que le gustaría un buen sacapuntas de los que se cuelgan en la pared y sábanas de seda. También quería pan vaquero para cenar. Dan se imaginaba que no iba a conseguir nada de eso. Su madre ni tan siquiera le había preguntado qué era el pan vaquero.

  Las niñas exploraron el tren entero, de arriba abajo. Vieron a todo el mundo excepto al maquinista. Luego se aposentaron en sus asientos violetas. Jane le hizo muecas a un bebé precioso que jugaba con un conejo de tela hasta que el pequeño empezó a llorar. Dan cogió su estuche de lápices y se puso a escribir a Jim Anderson. Le escribía una postal.

  «Jim», escribió, «te echo de menos y te veré muy pronto. En cuanto nos veamos iremos a nadar enseguida.»

  —Escribes muy sucio —observó Jane—. Todo apretado. Si no fuera porque estás escribiéndole a un perro, nadie sería capaz de leer eso.

  Dan escribió su nombre en la parte inferior de la postal y la adornó dibujando cruces y círculos.

  —Escribir a Jim Anderson es una tontería, lo mires por donde lo mires. Es un golden retriever, por el amor de Dios.

  Dan miró a su amiga con dulzura. Estaba acostumbrada a que Jane le gritara y que expresara su disgusto e impaciencia. Jane había vivido en Manhattan, y se le habían pegado ciertas actitudes. Jane era un tesoro de la ciudad de Nueva York que actualmente estaba de prestado en el estado de Florida donde, durante los últimos dos años, su padre había trabajado dirigiendo una magnífica inversión centrada en un local de cenas espectáculo y un puerto deportivo. A Jane le gustaba llevar pañuelos en la cabeza a modo de diadema. Prefería de postre las uvas con azúcar moreno y crema de leche al helado con galletas. Le gustaban las alcachofas. Adoraba las alcachofas. Adoraba las representaciones de la Suite del Cascanueces del New York City Ballet, sobre todo la parte en que las Gotas de Rocío y los almibarados Pétalos de Rosa danzaban el «Vals de las Flores». Jane había visto el Cascanueces cuatro veces, por el amor de Dios.

  Dan y Jane, y los padres de Jane, habían pasado el verano con la abuela de Jane en su casa de Maine. Las niñas no habían visto mucho a los Muirhead. Los Muirhead siempre estaban navegando. Siempre estaban «fondeando por la costa», como decían ellos. Fuera lo que fuese eso, por el amor de Dios, como decía Jane. La abuela de Jane tenía una casa junto al mar y sabía hacer pizza y dulces y navegar en canoa. La llamaba pizza’za. Cantaba himnos en la ducha. Les cosía lentejuelas en los pantalones vaqueros y les hacía bendecir la mesa antes de comer. Después de bendecir la mesa, la abuela de Jane pedía perdón por las cosas que había hecho y las que había dejado por hacer. Si se lo pedían, se sentaba a charlar con ellas antes de acostarse. Jane estaba loca por su abuela y se portaba bastante bien en su presencia. Una noche, hacia el final del verano, Jane tuvo un sueño en el que unos hombres vestidos de negro y con gorros de baño blanco irrumpían en la casa de su abuela, cogían todas sus posesiones y las dejaban tiradas en la calle. Luego la lluvia lo mojaba todo. Jane se despertó llorando. Dan también había llorado. Jane y Dan eran amigas.

  El tren seguía en la estación a pesar de que hacía dos horas que tendría que haber salido. Acababan de anunciar que el tren llevaba dos horas de retraso.

  —Saldremos de noche —dijo Jane. Arrancó la postal de la mano de Dan—. Ésta sí que es buena —comentó—. Creo que se la envías a Jim Anderson para así poder guardártela después. —Leyó en voz alta—: Es una fotografía del Phantom Dream Car atravesando un muro de televisores en llamas ante una multitud entusiasmada en el Cow Palace de San Francisco.

  Al principio del verano, la madre de Dan le había dado cien dólares, cuatro conjuntos nuevos de ropa interior y tres docenas de postales con sello. Casi todas las postales eran normales y corrientes, pero había unas cuantas con fotografías singulares. Durante el verano, la madre de Dan quería recibir noticias de ella un par de veces por semana. Se había casado con un hombre llamado Jake, que era carpintero. Jake ya le había construido a Dan tres librerías. Y parecía que esto era su límite en cuanto a lo que sabía hacer por Dan.

  —Sólo me quedan tres —dijo Dan—, pero cuando llegue a casa empezaré mi propia colección.

  —Yo ya he superado esta fase —dijo Jane—. Es una fase más. No creo que seas una gran escritora de cartas. Mira lo que escribes, «Me he puesto morena. Con cariño, Dan»… «Me he comprado un disco volador de color verde. Con cariño, Dan»… «La señora Muirhead tiene otitis. Con cariño, Dan»… «El señor Muirhead se rompió una costilla haciendo esquí acuático. Con cariño, Dan»… Cuando escribes tienes que explicar algo.

  Dan no replicó. Conocía a Jane desde hacía mucho tiempo y soportaba lo que la madre de Jane calificaba como su «efervescencia».

  Jane le dio un empujón en la espalda y vociferó:

  —¡Danica Anderson, por el amor de Dios! ¡Qué hace una pamplinas como tú en un viaje tan fabuloso como éste!

  El tren empezó a moverse y las niñas se dirigieron al salón-bar Starlight del vagón siete donde el señor y la señora Muirhead les habían dicho que estarían tomando un cóctel. Dudaron al pasar por el vagón donde el mago del tren entretenía al público y se quedaron un momento contemplando el espectáculo. El mago realizó el truco del sombrero mágico, el truco del pañuelo cortado y vuelto a pegar, el truco del salero mágico y el truco de la moneda que desaparecía. El público, en su mayoría jubilados, disfrutaba de lo lindo.

  —No me interesan los trucos —le susurró Jane a Dan—, pero las burradas que dice me encantan.

  El mago era un hombre joven con la cara llena de granos. Realizó muchos trucos con cartas. Una y otra vez, adivinaba la carta de la baraja que la gente había elegido. Y cada vez que acertaba, el público aplaudía y gritaba feliz. Jane y Dan pasaron de largo.

  —La verdad es que tú no eliges la carta —dijo Jane—. El mago te hace creer que la eliges. Lo hace todo con el dedo meñique. —Empujó a Dan hacia el salón-bar Starlight, donde la señora Muirhead estaba sentada en una banqueta mirando por la ventana, viendo pasar lentamente un cobertizo y un arbusto desangelado. Bebía un martini. El señor Muirhead estaba en otra mesa conversando con un joven vestido con pantalones vaqueros y chaqueta amarilla. Jane no se sentó.

  —Mamá —dijo—, ¿puedo comer tu aceituna?

  —Por supuesto que no —respondió la señora Muirhead—, está empapada en ginebra.

  Jane, con Dan a remolque, se dirigió hacia la mesa de su padre.

  —Papá —preguntó Jane—, ¿por qué no te sientas con mamá? ¿Estáis peleados?

  Dan se quedó boquiabierta con la pregunta. El señor y la señora Muirhead peleaban continuamente como verdaderas víboras. Sus discusiones eran barrocas, majestuosas y, aunque con frecuencia extraordinarias, en absoluto instructivas. A la hora de desayunar podían pelearse por culpa de un incidente acontecido durante el cóctel de la noche anterior o por un comentario tonto hecho quince años atrás. A la hora de cenar, podían gritarse por culpa del destino, al que calificaban con diversos nombres, que les había hecho conocerse. Desconocían el significado de las palabras perdón, comprensión y cooperación. Eran contrincantes de pura sangre. Dan estaba segura de que llegaría un día en que el señor Mooney, el director del colegio, llamaría a Jane para comunicarle de la mejor forma posible que sus padres se habían partido la crisma el uno al otro y sus sesos estaban esparcidos por la terraza hawaiana.

  El señor Muirhead miró a las niñas apenado y acarició la mejilla de Jane.

  —No estoy sentado con tu madre porque estoy sentado con este joven. En estos momentos estamos enfrascados en una conversación fascinante.

  —¿Por qué siempre hablas con chicos jóvenes? —preguntó Jane.

  —Jane, cariño —dijo el señor Muirhead—. Responderé a tu pregunta. —Bebió un trago de su copa y suspiró. Se inclinó hacia ella y le dijo muy serio—: Hablo con chicos jóvenes porque tu madre no me permite hablar con chicas jóvenes. —Permaneció un momento en esa posición, acariciando la mejilla de Jane, y luego volvió a erguirse.

  El joven extrajo un cigarrillo de la chaqueta y dudó un instante. El señor Muirhead le ofreció una caja de cerillas.

  —Decora coches con sus dibujos.

  El joven asintió.

  —Cinturones. Perlas y hojuelas. Llamas. Todo por encargo.

  El señor Muirhead sonrió. Parecía más feliz. Al señor Muirhead le encantaba conversar. Le encantaba «que la gente se le confiase». Dan imaginaba que Jane había heredado esa buena cualidad de su padre y que la había distorsionado de forma personal y perversa.

  —Me apuesto lo que quieras a que tienes un Trans Am.

  —Tienes toda la razón —dijo el joven—. Es de color azul hielo. ¿Te gusta ese color? Tal vez seas demasiado joven para eso. —Extendió la mano para mostrarle un pedrusco llamativo engarzado en lo que parecía ser oro—. Del mismo color que el anillo —confirmó.

  Dan asintió con la cabeza. Aún le impresionaban los adultos. Su imagen, misteriosa y poco creíble, seguía teniendo un poder de atracción sobre ella y la confundía. Pero Jane no mostraba interés alguno por el joven. Le pedía más a la vida. Y albergaba grandes pretensiones sobre su futuro. El señor Muirhead pidió ginger ale para las niñas y otra ronda para el joven y él. El tren, con el misterio de todos los trenes, se detenía de vez en cuando, incluso retrocedía, revelando de nuevo los mismos paisajes desconocidos. El mismo prado verde con aquella luz sesgada, la misma hilera de casas de madera, todas ellas con las persianas cerradas para evitar el calor, las mismas barcas sobre sus remolques esperando en dique seco. La luna asomaba por debajo de una espectacular tormenta de rayos y truenos. Todo el mundo lo comentaba. Cerca del tren, una bandada de pájaros negros volaba raso cruzando un camino de tierra.

  —Los pájaros no son más que reptiles voladores, ¿lo sabéis, verdad? —dijo Jane de repente.

  —¡Dios mío, qué idea tan horrible! —dijo el señor Muirhead. Estaba algo desencajado y parecía despeinado.

  —Es cierto, es cierto —canturreó Jane—. Triste pero cierto.

  —¿Te refieres como lagartijas y serpientes? —preguntó el joven. Soltó un bufido y sacudió la cabeza.

  —Sí, son reptiles glorificados —comentó el señor Muirhead, recuperando un poco el sentido del tiempo y el lugar.

  De pronto, Dan se sintió muy sola. No es que sintiera nostalgia de su hogar, aunque en aquel momento hubiera dado cualquier cosa por estar jugueteando en su barquita de aluminio en compañía de Jim Anderson. Pero ya no volvería a vivir en aquel lugar que ella consideraba «su casa». La ciudad era la misma, pero el lugar era otro. La casa en la que había vivido desde que nació pertenecía ahora a otra gente. Durante el verano, su madre y Jake habían comprado otra casa que Jake pensaba arreglar.

  —Los reptiles tienen escamas —dijo el joven—, o si no son largos y delgados.

  Dan se sentía como si le estuvieran echando un rapapolvo. Notaba que los ojos se le hinchaban como magdalenas. Estaba rodeada de extraños que decían locuras. Incluso su madre decía locuras razonándolas de modo que conseguía que Dan la viese también como a una extraña. La madre de Dan se lo explicaba todo a Dan. Su madre le había explicado que no debía preocuparse por tener hermanos o hermanas. Su madre había discutido con ella la particular naturaleza del problema. Dan no quería ni saber la mitad de las cosas que su madre le explicaba. No habría hermanos ni hermanas. Sólo Dan, su madre y Jake viviendo juntos en la casa, cuidando intensamente los unos de los otros, compartiendo juntos una vida agradable, sin cometer ningún error.

  Dan se disculpó para ir al baño, que estaba situado en el piso de abajo. La señora Muirhead la llamó cuando pasó por su lado y le entregó una hoja de papel doblada.

  —¿Serías tan amable de entregarle esto al señor Muirhead? —le pidió.

  Dan volvió hasta donde estaba el señor Muirhead, le entregó la nota y bajó al baño. Se sentó en el pequeño inodoro y se echó a llorar mientras el tren seguía su ritmo constante.

  Al cabo de un rato oyó la voz de Jane.

  —Te estoy oyendo, Danica Anderson. ¿Qué te ocurre?

  Dan no respondió.

  —Sé que eres tú —dijo Jane—. Veo tus estúpidos zapatos y tus estúpidos calcetines.

  Dan se sonó, pulsó el botón del inodoro y dijo:

  —¿Qué decía la nota?

  —No lo sé —dijo Jane—. Papá se la tragó.

  —¡Se la tragó! —exclamó Dan. Abrió la puerta del retrete y fue al lavabo. Se lavó las manos y se echó agua en la cara. Rió—. ¿De verdad que se la tragó?

  —En ese salón-bar Starlight están todos locos —dijo Jane. Jane se cepilló el pelo. Siempre tenía el pelo lleno de enredos y por mucho que lo cepillara nunca conseguía librarse totalmente de ellos. Miró a Dan a través del espejo—. ¿Por qué llorabas?

  —Pensaba en tu abuela —dijo Dan—. Comentó que un año dejó el árbol de Navidad hasta Pascua.

  —¿Y por qué pensabas en mi abuela? —gritó Jane.

  —Pensaba en cuando cantaba —dijo Dan, sorprendida—. Me gusta cómo canta.

  Dan recordaba a la abuela de Jane cantando sobre las aguas oscuras de la Muerte y las almas que se ahogan en ellas, el Propiciatorio y el Médico del Amor. Oía su voz cruzando las delgadas paredes de la casa de Maine, atravesando las cortinas oscuras y perdiéndose en la noche.

  —No quiero que pienses en mi abuela —dijo Jane, pellizcándole el brazo a Dan.

  Dan intentó no pensar en la abuela de Jane. En una ocasión la había visto caer al salir del agua. La playa era un pedregal. Las piedras eran redondas y resbaladizas. La abuela de Jane se había rasguñado el brazo entero y se había hecho sangre en el labio.

  Las niñas salieron al pasillo y vieron que la señora Muirhead estaba allí de pie. La señora Muirhead estaba muy morena. Llevaba el pelo recogido en un moño alto que dejaba al descubierto un tapón de algodón en el oído izquierdo. Permanecieron las tres juntas, balanceándose y chocando la una contra la otra debido al movimiento del tren.

  —Este oído me está matando —dijo la señora Muirhead—. Creo que me ocultan algo. Me cruje y oigo ruidos secos. Es como si tuviera dentro un pájaro partiendo semillas constantemente. —Se palpó el hueso situado entre la mejilla y la oreja—. Creo que deberían retirarle la licencia al médico que me visitaba. Es verdad, era atractivo y competente, pero en la última visita entró su secretaria a preguntarle algo mientras estaba limpiándome el oído y le puso la mano en el cuello. ¡Su secretaria le acarició el cuello! ¡Y yo allí sentada! —La señora Muirhead estaba sofocada.

  Las tres miraron por la ventana. El tren iba acortando camino pero las cosas del exterior, aunque se esfumaban en un instante, parecían moverse lentamente.

  Bajo la luz de una farola, un hombre daba patadas a su camioneta.

  —No me gustan los trenes —comentó la señora Muirhead—. Los encuentro deprimentes.

  —Es por la falta de oxígeno —dijo Jane— provocada por el hecho de tener que compartir el aire con toda esa gente.

  —Querida, eres una esnob —suspiró la señora Muirhead.

  —Vamos a cenar —anunció Jane.

  —¿Cenar? —dijo la señora Muirhead—. ¡Agh!

  Las niñas la dejaron mirando por la ventana, una hermosa mujer desconsolada con un vestido de color verde con una hilera de ranas bailarinas.

  El vagón restaurante estaba casi lleno. Las ventanas reflejaban las figuras de los comensales. El paisaje apenas se veía, estaba oscuro y el tren seguía avanzando.

  Jane se dirigió hacia una mesa ocupada por un hombre y una mujer que comían en silencio.

  —Me llamo Crystal —se presentó Jane— y ésta es Clara, mi hermana gemela.

  —¡Clara! —exclamó Dan. Jane siempre le inventaba nombres insípidos.

  —Éramos trillizas —prosiguió Jane—, pero la otra murió al nacer. Se le enrolló el cordón al cuello o algo así.

  La mujer miró a Jane y sonrió.

  —¿En qué trabajan? —insistió la inagotable Jane.

  Hubo un silencio. La mujer seguía sonriendo y entonces el hombre dijo:

  —Yo no hago nada. No tengo que hacer nada. Me hirieron en Vietnam, me llevaron al hospital de la base y estuvieron intentando reanimarme durante cuarenta y cinco minutos. Luego desistieron. Pensaron que había muerto. Cuatro horas después me desperté en el depósito de cadáveres. El ejército me da una buena pensión. —Se levantó echando hacia atrás la silla y se marchó.

  Dan se quedó mirándole, asombrada, con un bollo a medio camino de la boca.

  —¿Es verdad que su marido estuvo muerto tanto rato? —preguntó.

  —¿Mi marido? ¡Ja! —respondió la mujer—. Jamás había visto a ese hombre antes de sentarme a cenar.

  —Me apuesto lo que quiera a que usted es una mujer trabajadora que no cree en los hombres —dijo Jane con malicia.

  —¡Cómo lo has adivinado, Crystal! Es verdad, los hombres son una alucinación colectiva de las mujeres. Es como cuando un grupo de chiflados se reúnen en la cima de una colina para ver platillos volantes. —La mujer comió un pedazo de pollo.

  Jane parecía sorprendida y dijo:

  —Una vez mi padre fue a una fiesta de disfraces envuelto de la cabeza a los pies en papel de aluminio.

  —Una olla —intentó adivinar la mujer.

  —¡No! ¡Un astronauta! ¡Un astronauta alienígena!

  Dan se echó a reír recordando la ocasión. Notaba que Jane había encontrado en aquella mujer un alma gemela.

  —¿Y a qué se dedica? —preguntó Jane—. ¿No nos lo dirá?

  —A las drogas —respondió la mujer. Las niñas se encogieron—. ¡Ja! —dijo la mujer—. De hecho, me dedico a analizar drogas para empresas farmacéuticas. Y también realizo investigaciones para un fabricante de perfumería. Investigo las feromonas humanas.

  Jane miró a la mujer cara a cara.

  —Ya sé que no sabes lo que es una feromona, Crystal. Para decirlo a lo bruto, la feromona es el olor que desprende una persona en concreto y que hace que otra haga o sienta una cosa determinada. Es una señal irresistible.

  Dan pensó en las raíces de mangle y en los bosques de naranjos. En el olor a gas que desprendía la estufa de la abuela de Jane cuando se encendía la luz piloto. Le gustaba el olor del Atlántico cuando el agua se secaba en la piel y el olor del pelo de Jim Anderson mojado por la lluvia. La verdad es que existían olores que invitaban a seguirlos.

  Jane contemplaba atónita a la mujer y repiqueteaba con los dedos en la silla.

  —Relájate, Crystal, eres tan sólo una niña. Ni siquiera tienes olor todavía —dijo la mujer—. Yo trabajo en todo tipo de cosas. A veces formo parte de un grupo de control y otras no. Nunca se sabe. Cuando formas parte de un grupo de control recibes un placebo. Un placebo, Crystal, es algo que no es nada, pero tú no sabes que no es nada. Crees que te dan algo que te cambiará o que hará que te sientas mejor o más sana o más atractiva o lo que sea, pero no es nada.

  —Ya sé lo que es un placebo —murmuró Jane.

  —Estupendo, Crystal, eres un prodigio. —La mujer extrajo un libro del bolso y empezó a leerlo. El libro tenía una funda de algodón que ocultaba el título.

  —¡Ja! —dijo Jane, levantándose de repente e intentando con ello volcar un vaso de agua—. ¡No me llamo Crystal!

  Dan agarró el vaso antes que cayera y salió corriendo tras ella. Regresaron al salón-bar Starlight. El señor Muirhead estaba sentado con otro joven. Esta vez, el joven lucía barba rubia y tenía aspecto intelectual.

  —¡Oh, un viaje maravilloso! —dijo un exuberante señor Muirhead—. ¡La de gente maravillosa que se conoce en un viaje así! Es un joven de lo más fascinante. Es escritor. Ha estado en todas partes. Está trabajando en un libro sobre los cementerios del mundo. ¿No es un tema genial? Le he comentado que si alguna vez pasa por nuestra ciudad, venga a nuestro restaurante y le invitaré a probar cangrejos de roca.

  —Hola —dijo el joven a las niñas.

  —Hablábamos de Père-Lachaise, el legendario cementerio parisino —dijo el señor Muirhead—. Tan melancólico. Tan grande y romántico. Jane, tu madre y yo lo visitamos cuando estuvimos en París. Paseamos por él en un claro y frío día de otoño. Chicas, los deseos del corazón humano no tienen fronteras. Los secretos del corazón humano son innumerables. Contemplar el cementerio de Père-Lachaise fue una experiencia conmovedora. Paseábamos y tu madre se puso a gritarme, Jane. ¿Sabes por qué, cariñito? Me gritaba porque en Nueva York yo había dejado el coche aparcado en la calle Ochenta y cuatro Este. Tu madre decía que los empleados de aquel aparcamiento nunca cerraban bien el contacto y que nos quedaríamos sin batería. Decía que no había un alma en toda la ciudad de Nueva York que no supiera que los empleados de aquel aparcamiento de la calle Ochenta y cuatro Este eran unos idiotas que siempre se cargaban las baterías. Antes de hablar de Père-Lachaise, chicas, este joven y yo estábamos hablando del Panteón, situado en las afueras de Guanajuato, en México. Y resulta que yo también conozco el Panteón. Tu madre quería unos azulejos para el vestíbulo y fuimos a México a por ellos. Tú te quedaste con la señora Murphy, Jane, ¿te acuerdas? Ella fue quien te enseñó a preparar la ensalada de huevo. En cualquier caso, el Panteón es un cementerio amurallado, no muy distinto al Campo Santo de Génova, en Italia, pero la razón por la que todo el mundo lo visita es para ver las momias. Al parecer el clima excepcionalmente seco de las montañas ha conservado los cuerpos, y hay un pequeño museo de momias. Es grotesco, por supuesto, y la verdad es que me dio que pensar. Me refiero a que una cosa es pensar en estar todos reunidos en un paraíso de esplendor eterno, como cree tu abuela, y la otra es pensar, como los budistas, que las posibilidades latentes ensimisman el corazón en el momento de la muerte, pero no perecen y, en consecuencia, permiten que el ser renazca, e incluso existe otra posibilidad, y es creer como los condenados científicos en una de las leyes esenciales de la física que afirma que la energía nunca se pierde. Una cosa, chicas, es pensar en cualquiera de esas teorías y otra muy distinta es estar en un pequeño museo contemplando esas miserables momias. Sus caras mostraban todavía el horror y la indignación. Casi lloré sintiendo lo efímero de esta vida. Salimos fuera a respirar un poco de aire fresco y compré un paquete de cigarrillos en un pequeño puesto donde también vendían postales y carretes de fotografía. Busqué el encendedor en el bolsillo y el encendedor no estaba ahí. Había perdido mi encendedor. Se trataba de un encendedor muy caro que tu madre me había regalado la Navidad anterior, Jane, y tu madre se puso a gritarme. Llovía, una lluvia cálida y suave, y el suelo estaba cubierto por pétalos de buganvillas. Tu madre me agarró por el brazo y me recordó que el encendedor era un regalo suyo. Me recordó la chaqueta que me había comprado. En el cine me cayeron encima palomitas con mantequilla y aún se ve la mancha. Me recordó la hamaca que me había comprado cuando cumplí los cuarenta y que yo permití que se pudriera bajo la lluvia. Me recordó el bolso de bandolera que me compró y que yo detestaba, es cierto. Me lo olvidé en el jardín y lo mutilé con el cortacésped. Y descendiendo por la empedrada colina en dirección a Guanajuato, tu madre me recordó todos y cada uno de los regalos que me había hecho, tanto materiales como sentimentales. Y remarcó como yo había perdido e ignorado todos y cada uno de ellos.

  Nadie dijo nada.

  —Luego —continuó el señor Muirhead—, está el cementerio de Módena, en Italia.

  —Ése aún no está acabado —dijo apresuradamente el joven—. Se trata de un diseño visionario del arquitecto Aldo Rossi. En nuestra conversación, simplemente intentaba describirle el proyecto.

  —Puedo asegurarle —dijo el señor Muirhead— que cuando acabe el proyecto y lleve a mi pequeña familia de vacaciones a Italia, pasearemos, juntos y asustados, por el desventurado paisaje del cementerio de Módena, y la madre de Jane estará gritándome.

  —Bien, tengo que irme —dijo el joven. Se levantó.

  —Hasta otra —dijo el señor Muirhead.

  —¿De verdad vendían postales de momias en ese sitio? —preguntó Dan.

  —Sí, de verdad, pequeña —respondió el señor Muirhead—. En este mundo hay postales de todo. Así es el mundo.

  La multitud congregada en el salón-bar Starlight estaba alborotándose. La señora Muirhead se dirigió hacia ellos y, exhalando un profundo suspiro, tomó asiento junto a su esposo. El señor Muirhead gesticulaba y abría la boca formando palabras, pero sin decir nada, como si estuviera hablando con las niñas.

  —¿Qué? —dijo la señora Muirhead.

  —Estaba explicando a las niñas las diferencias entre los hombres y las mujeres. Los hombres son más aventureros y agresivos y poseen más habilidades espaciales y mecánicas. Las mujeres son más consistentes, educadas y estéticas. Los hombres ven mejor que las mujeres, pero las mujeres tienen mejor oído —dijo el señor Muirhead.

  —Muy gracioso —comentó la señora Muirhead.

  Las niñas desaparecieron ante la melancólica mirada que el señor y la señora Muirhead se cruzaban y pasearon por los vagones del tren, regresando de vez en cuando a sus asientos para hundirse en los desordenados nidos que allí habían creado. Hacia medianoche decidieron visitar de nuevo el vagón de juegos donde antes habían visto que la gente jugaba al backgamon, a las cartas, a Diplomacia, a los anagramas y al Cluedo. Seguían ahí, deshaciéndose de reinas de diamantes, moviendo tropas en Asia Menor y acusando al coronel Mustard de cargarse a alguien en el conservatorio con una llave inglesa. Cada vez que había una pausa en el juego salía a colación el accidente.

  —¿Qué accidente? —preguntó Jane.

  —El tren chocó contra un Buick —dijo un hombre—. Hacia medianoche. —El hombre tenía las orejas muy grandes y llevaba un tatuaje en el antebrazo.

  —Ya no salen juegos buenos —se quejaba una mujer—. Son los mismos de siempre.

  —¿Te dormiste? —acusó Jane a Dan.

  —¿Cuándo habrá pasado? —dijo Dan.

  —No lo hemos visto —comentó disgustada Jane.

  —Los dos adolescentes han salido ilesos —dijo el hombre—. Vivos para reírse después del accidente. Son jóvenes y estúpidos. El maquinista no se reirá tanto. Los accidentes acarrean un montón de papeleo. El maquinista pasará una semana entera rellenando papeles. —El tatuaje del hombre decía MAMÁ y PAPÁ.

  —Bestias —dijo Jane.

  Las niñas volvieron al comedor. Estaba a oscuras y en un pequeño televisor pasaban Superman. Jane se durmió al instante. Dan presenció cómo Superman giraba la tierra al revés para que Lois Lane no sucumbiera bajo un deslizamiento de tierra. El tren silbó al pasar junto a un conjunto de viejos edificios iluminados; en el letrero se leía SEWER KING. Jane se despertó en cuanto finalizó la película.

  —Cuando vivíamos en Nueva York —dijo adormilada—, estaba yo una tarde sentada en la cocina haciendo los deberes cuando vino una chica y se sentó a la mesa junto a mí. ¿No te lo había contado nunca? Era invierno y nevaba. Esa persona simplemente entró con el abrigo cubierto de nieve y se sentó junto a mí.

  —¿Y quién era? —preguntó Dan.

  —Era yo, pero de mayor. Tendría unos treinta años, más o menos.

  —Era un sueño —dijo Dan.

  —Era media tarde. ¡Te lo prometo! Yo estaba haciendo los deberes. Y me dijo: «Nunca has movido un dedo para ayudarme». Y entonces me pidió un vaso con hielo.

  Unos instantes después, Dan dijo:

  —Sería la señora de la limpieza.

  —¡La señora de la limpieza! ¡La señora de la limpieza, por el amor de Dios! ¡Qué sabrás tú de señoras de la limpieza!

  Dan notó que se le erizaba el pelo, como si alguien estuviera cepillándolo de abajo arriba, y se dio cuenta de que estaba furiosa, más furiosa de lo que pudo haberlo estado todo el verano, porque había pasado el verano entero sintiéndose humillada cada vez que Jane se mostraba desagradable con ella.

  —Escucha —dijo Dan—, no vuelvas a hablarme así nunca más.

  —¿Hablarte cómo? —dijo Jane con tranquilidad.

  Dan se levantó y se marchó, mientras Jane decía:

  —Lo que no comprendo es cómo pudo entrar en casa. Mi padre tiene casi una docena de cerrojos en la puerta.

  Dan regresó a su asiento, el vagón estaba oscuro y tranquilo y contempló la noche también oscura. Intentó comprender cómo había ocurrido todo. Suponía, más o menos, que la situación había explotado. Y que era inevitable. Pensó en aquel sueño de Jane en que unos hombres con gorros de baño blancos sacaban a la calle todas las cosas de la abuela. El interior quedaba vacío y el exterior lleno. Dan empezaba a sentir lástima de sí misma. Estaba sola, sin amigos ni padres, sentada en un tren entre un lugar y otro, asustándose con el sueño de otra persona en mitad de la noche. Se levantó y cruzó los vagones en movimiento para ir a buscar un vaso de agua al salón-bar Starlight. Después de las cuatro de la mañana ya no parecía el salón-bar Starlight. No servían bebidas y habían apagado las estrellas luminosas. Se había convertido en un lugar más donde sentarse. El señor Muirhead estaba allí, solo. Debía de haberse ganado a los camareros porque estaba bebiendo un Bloody Mary.

  —¡Hola, Dan! —dijo.

  Dan se sentó frente a él. Y al cabo de un momento dijo:

  —He pasado un verano muy agradable. Gracias por invitarme.

  —Espero que hayas disfrutado del verano, pequeña —dijo el señor Muirhead.

  —¿Cree que Jane y yo seremos siempre amigas? —preguntó Dan.

  El señor Muirhead pareció sorprendido.

  —Definitivamente no. Jane no tendrá amigos. Jane tendrá maridos, enemigos y abogados. —Masticó el hielo estrepitosamente con su blanca dentadura—. Me alegro de que hayas pasado un buen verano, Dan, y espero también que estés disfrutando de tu infancia. Cuando te hagas mayor verás que es como si cayera una sombra. Todo está radiante y soleado y de repente llega esa maldita ala o lo que quiera que sea.

  —Oh —dijo Dan.

  —Bien, de hecho, sólo he oído hablar de eso —dijo el señor Muirhead—. ¿Sabes qué quiero ser de mayor? —Esperó su sonrisa—. De mayor quiero ser un indio y así podré utilizar mi nombre indio.

  —¿Y cuál es su nombre indio? —preguntó Dan, sonriendo.

  —Mi nombre indio es «El que cabalga sobre un caballo lento, fuerte y resistente».

  —Es muy bonito —dijo Dan.

  —¿Verdad que sí? —dijo el señor Muirhead, mordisqueando el hielo.

  Amanecía. La luz del día empezaba a iluminar la ciudad de Jacksonville. Caía sin prejuicios sobre el matadero, Dairy Queens y el palacio de justicia, sobre los aparcamientos, las palmeras y un anuncio gigante de pasteles.

  El tren avanzaba lentamente por una curva, y mirando hacia atrás, por encima de la cabeza del señor Muirhead, Dan observó el tren en toda su longitud. El piso superior de aquellos vagones con techo en forma de burbuja aparecía oscuro y siniestro bajo la primera luz de esperanza de la mañana.

  Dan extrajo las tres postales que aún llevaba en la cartera y las miró. Una mostraba a Thomas Edison bajo un ficus gigante. Otra, una choza hecha con papel de alquitrán en medio del desierto de Nuevo México, donde se suponía que los hombres habían inventado la bomba atómica. La otra era una de esas postales para completar con respuestas rápidas que mostraba una marsopa haciendo malabarismos con un pomelo.

  —Oh, me acuerdo de estas postales —dijo el señor Muirhead, cogiendo la última de ellas—. Se trata de marcar lo que quieres. —Leyó en voz alta—: «¿Cómo estás? Estoy bien □ solo □ feliz □ triste □ sin blanca □ estupendamente □». —El señor Muirhead se rió entre dientes. Leyó—: «He sido bueno □ malo □. He visto el golfo de México □ el océano Atlántico □ campos de naranjos □ atracciones interesantes □ a ti en mis sueños □». Me gusta ésta —dijo el señor Muirhead sin dejar de reír.

  —Puede quedársela —dijo Dan—. Me gustaría que se la quedara.

  —Eres una niña encantadora —dijo el señor Muirhead. Se quedó contemplando el vaso y luego miró por la ventana—. ¿Qué crees que ponía en la nota que me diste de parte de la señora Muirhead? —preguntó—. ¿Crees que me perdí algo?




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