'Conversaciones con Kafka', por Gustav Janouch

Ya no me acuerdo de las veces que estuve con Franz Kafka en la oficina. Sin embargo, hay algo que sí recuerdo muy bien: su postura cuando, media hora o una hora antes de terminar su jornada de trabajo, yo abría la puerta de su despacho en el segundo piso del edificio del Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo. Lo hallaba sentado tras el escritorio, la cabeza echada hacia atrás, las piernas extendidas y las manos inertes sobre el tablero. El cuadro de Filia El lector de Dostoievski puede dar cierta idea de la postura que adoptaba.
Hay una gran semejanza entre el cuadro de Filia y la pose de Franz Kafka, pero es una semejanza puramente externa. Tras el parecido formal se oculta una gran diferencia interior.

El lector que muestra el cuadro de Filia está sobrecogido por algo, mientras que la pose de Kafka expresaba una entrega deliberada y, por tanto, victoriosa. Sus finos labios lucían una leve sonrisa, que era más el conmovedor reflejo lejano de una alegría distante y extraña que una expresión de bienestar. Kafka siempre miraba a las personas un poco desde abajo. Su postura era muy extraña, como si quisiera pedir disculpas por su estatura. Todo su cuerpo parecía querer decir: «Por favor, pero si soy completamente irrelevante… Me dará usted una gran alegría si no se fija en mí».

Hablaba con una voz de barítono vibrante y velada, admirablemente melodiosa, aunque nunca abandonara una modesta escala intermedia en cuanto a volumen y tono. Su voz, sus gestos, su mirada, todo en él irradiaba una calma surgida de la bondad y de la comprensión.

Hablaba checo y alemán, aunque más este último. Aun así, su alemán tenía un acento duro, parecido al que caracteriza el alemán de los checos, aunque esto no es más que una aproximación lejana, imprecisa. En realidad no era así en absoluto.

El acento checo en el que estoy pensando es estridente. Hace que el alemán suene como desmenuzado. En cambio, el habla de Kafka nunca daba esta impresión. Sonaba tan articulada por ser el producto de su tensión interior: cada palabra era una piedra. La dureza de su habla la provocaba su afán de comedimiento y exactitud, es decir, la motivaban cualidades personales activas y no características colectivas de índole pasiva. Su modo de hablar se parecía a sus manos. Tenía manos grandes y fuertes, de palmas anchas, dedos finos y delicados con uñas planas en forma de pala y articulaciones y nudillos prominentes, pero muy frágiles.

Cuando recuerdo la voz, la sonrisa y las manos de Kafka siempre pienso en una observación de mi padre. Decía: «Fuerza combinada con una temerosa delicadeza; una fuerza para la que precisamente lo pequeño es lo más difícil». El despacho en el que Franz Kafka ejercía su cargo era una habitación de tamaño medio que resultaba opresiva a pesar de tener un techo bastante alto y cuya apariencia sugería la digna elegancia propia de la oficina del jefe de un bufete de abogados de cierto renombre. El mobiliario también respondía a esta imagen. Había dos puertas lacadas en negro, de doble batiente. Una de ellas conducía al despacho de Kafka desde el oscuro pasillo sobrecargado de enormes archivadores y que siempre olía a humo de cigarrillos consumidos y a polvo. La segunda puerta, situada en medio de la pared de la derecha, conducía a los demás despachos oficiales que se alineaban a lo largo de la fachada principal del Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo. Por lo que yo recuerdo, esta puerta no llegó a abrirse casi nunca. Normalmente, tanto los visitantes como los demás funcionarios empleaban sólo la puerta del pasillo. Cuando llamaban, Franz Kafka respondía con un breve y quedo «¡por favor!», mientras que sus colegas de oficina solían espetar un «¡entre!» malhumorado y autoritario.

El tono de la segunda invitación, que trataba de hacerle patente al visitante su irrelevancia incluso antes de que abriera la puerta, concordaba perfectamente con las cejas amarillas siempre fruncidas, la impecable raya hasta la nuca en una cabellera rala y macilenta, el cuello alto y almidonado y la ancha corbata oscura, el chaleco abotonado hasta arriba y los ojos de ganso, algo saltones y de color azul acuoso, del hombre que durante años estuvo sentado frente a Kafka en el mismo despacho.

Recuerdo que Franz Kafka siempre se sobresaltaba un poco al oír el autoritario «¡entre!» de su colega. Primero parecía encogerse y a continuación miraba hacia él con franca desconfianza, como si inmediatamente después cupiera la posibilidad de recibir un golpe. No obstante, también reaccionaba así cuando su compañero de despacho le decía algo en tono amable, por lo que era evidente que Kafka se sentía desagradablemente cohibido con Treml.

A Franz Kafka le fascinaba la juventud. Su relato El fogonero está lleno de ternura y de sentimiento. Se lo dije cuando revisamos juntos la traducción al checo de Milena Jesenská, que había aparecido en la revista literaria Kmen (El Tronco).

—En su relato hay tanto sol y buen ambiente… Hay tanto amor… aunque no se hable de él en absoluto.

—El amor no está en el relato, sino en el objeto del relato, en la juventud —dijo Kafka seriamente—. Es ella la que está llena de sol y de amor. La juventud es feliz porque posee la capacidad de ver la belleza. Es al perder esta capacidad cuando comienza el penoso envejecimiento, la decadencia, la infelicidad.

 —¿Entonces la vejez excluye toda posibilidad de felicidad?

—No. La felicidad excluye a la vejez. —Kafka inclinó sonriente la cabeza hacia delante, como si quisiera esconderla entre los hombros encogidos—. Quien conserva la capacidad de ver la belleza no envejece.

Su sonrisa, su pose y su voz evocaban la imagen de un muchacho tranquilo y alegre.

—En ese caso, en El fogonero es usted muy joven y muy feliz.

Todavía no había terminado la frase cuando la expresión de su cara se ensombreció.

—El fogonero es muy bueno —me apresuré a observar, pero los grandes ojos gris acerados de Franz Kafka se habían llenado ya de tristeza.

—Lo mejor es hablar de cosas lejanas. Son las que uno puede ver mejor. El fogonero es el recuerdo de un sueño, de algo que quizá nunca fue realidad. Karl Rossmann no es judío. Nosotros, los judíos, ya nacemos viejos.

En otra ocasión nuestra conversación regresó al relato El fogonero con motivo de un caso de delincuencia juvenil del que le había hablado al doctor Kafka.

Le pregunté si había trazado la figura del muchacho de dieciséis años Karl Rossmann de acuerdo con algún modelo.


Franz Kafka dijo:


—Tuve muchos modelos y ninguno. Pero todo eso ya pertenece al pasado.

—Pero la figura del joven Rossmann, como la del fogonero, parecen tan vivas… —dije.

La expresión de Kafka se ensombreció.

—Eso es sólo un efecto secundario. Yo no tracé a personas, sino que conté una historia. Son imágenes, sólo imágenes.

—Pero entonces tiene que haber un modelo. La condición previa para una imagen es la visión.

Kafka sonrió.

—Las cosas se fotografían para apartarlas de la mente. Mis historias son una forma de cerrar los ojos.

Las conversaciones sobre sus libros siempre eran muy breves.

 —He leído La condena.

 —¿Le ha gustado?

 —¿Gustar? ¡Es un libro terrible!

 —Es verdad.

—Me gustaría saber qué le hizo escribir eso. Seguro que la dedicatoria «para F.» no es sólo una formalidad. Apuesto a que con este libro quería decirle algo a alguien. Me gustaría saber de qué se trata.

Kafka sonrió, incómodo.

—Soy un impertinente. Perdóneme.

—No tiene que pedir disculpas. El hombre lee para preguntar. La condena es el fantasma de una noche.

—¿Por qué?

—Es un fantasma —repitió con la severa mirada perdida en el infinito.

—Pero si usted lo ha escrito…

—Eso es sólo la constatación que ha hecho posible el exorcismo de tal fantasma. 


(Fragmento de CONVERSACIONES con Kafka, por Gustav Janouch)


📷 Franz Kafka con su hermana Ottla. Praga.


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