«El acto poético - Conversaciones con Gilles Farcet», de Alejandro Jodorowsky

«El acto poético - Conversaciones con Gilles Farcet», de Alejandro Jodorowsky

—Supongo que el nacimiento de lo que usted llama psicomagia respondió a una necesidad...

—Efectivamente, así fue. Durante una época de mi vida, en el marco de mi actividad como especialista en tarot, recibía al menos a dos personas al día para leerles las cartas...

  —¿Les predecía el futuro?

 ¡En absoluto! Yo no creo en la posibilidad real de predecir el futuro, en la medida en que, a partir del momento en que ves el futuro, lo modificas o lo creas. Al predecir un acontecimiento, uno lo provoca: es lo que en psicología social se denomina «realización automática de las predicciones». Aquí tengo un texto de Anne Ancelin Schutzberger, profesora de la Universidad de Niza, que evoca precisamente ese fenómeno: «Si se observa cuidadosamente el pasado de un cierto número de enfermos graves de cáncer, se advierte que se trata, muchas veces, de personas que durante su infancia hicieron una predicción sobre sí mismas, que han desarrollado un "guión de vida" inconsciente (de ellos mismos o de sus familias) relacionado con su vida y su muerte, a veces incluso con indicación de fecha, momento, día y edad, y que luego se ven efectivamente en esa situación de murientes. Por ejemplo a los 33 años —la edad de Jesucristo— o a los 45 —edad en que murió su padre o su madre, o cuando su hijo cumplió 7 años —porque a esa edad esa persona quedó huérfana—. Son ejemplos de una especie de realización automática de las predicciones personales o familiares». Asimismo, como señala Rosenthal, si un profesor prevé que un mal estudiante continuará igual, lo más seguro es que nada cambie. Por el contrario, cuando el profesor estima que el niño es inteligente, aunque tímido, y prevé que a pesar de ello hará progresos, el niño comienza a progresar... Es una constatación sorprendente pero que ha sido verificada en varias ocasiones, suficiente para inspirar la mayor desconfianza respecto de aquellos que, so pretexto de poseer dones sobrenaturales, se permiten predecir acontecimientos que el inconsciente del consultante traducirá en deseo personal, con el fin de someterse a las órdenes del vidente. Como resultado de esto, el consultante asumirá la tarea de realizar estas predicciones, con consecuencias muchas veces nefastas. Toda predicción es una toma de poder, mediante la cual el vidente se complace en prefigurar destinos, torciendo así el curso natural de una vida...

—Pero ¿por qué ese fenómeno ha de tener necesariamente consecuencias nefastas? ¿Qué piensa entonces de los videntes que predicen acontecimientos felices, prosperidad, fertilidad u otros beneficios?

—Igualmente ello implica poder y manipulación. Por lo demás, estoy absolutamente convencido de que tras la etiqueta de «vidente profesional» se esconden, con raras excepciones, individuos desequilibrados, deshonestos y delirantes. En el fondo, sólo serían dignas de confianza las predicciones de un verdadero santo... Eso explica por qué me niego a dedicarme a la videncia.

—Volvamos a los orígenes de la psicomagia y a su actividad de tarólogo. ¿En qué consistía entonces su práctica?

—Yo consideraba el tarot como un test proyectivo que permitía ubicar las necesidades de la persona y saber dónde residían sus problemas. Es bien sabido que la mera actualización de una dificultad inconsciente o poco conocida constituye ya un esbozo de solución. Al trabajar conmigo, las personas tomaban conciencia de su identidad, de sus dificultades, de lo que las llevaba a actuar. Yo les hacía pasearse a través de su árbol genealógico para mostrarles el origen antiguo de algunos de sus malestares. Sin embargo, me di cuenta enseguida de que no podía haber ninguna curación verdadera si no se llegaba a una acción concreta. Para que la consulta tuviera un efecto terapéutico, tenía que desembocar en una acción creativa llevada a cabo en el ámbito real. Para lograrlo, tuve que indicar a quienes venían a verme uno o dos actos a realizar. La persona y yo teníamos que, de común acuerdo y con plena conciencia, fijar un programa de acción muy preciso. Así es como llegué a practicar la psicomagia.

—Usted practicó esta terapia durante una década y logró resultados totalmente convincentes. ¿Cómo la inventó?

—Algo así no se inventa; uno lo ve nacer a través de uno mismo. Pero este nacimiento tiene raíces muy profundas.

Antes de entrar en detalles sobre la psicomagia, de examinar sus relaciones con el psicoanálisis, de referir actos precisos o de sumergirnos en las cartas que le han escrito sus consultantes, sería interesante remontarnos a las raíces.

La primera cosa que vino a ayudarme fue la poesía, mi contacto con poetas en los años cincuenta... Tuve la suerte de nacer en Chile, aunque podría perfectamente haber nacido en otro lugar. Si no hubiera sido por la guerra ruso-japonesa, mis abuelos no habrían emigrado y yo habría nacido seguramente en Rusia. Por otra parte, ¿por qué el barco en que se embarcaron los llevó hasta Chile? Me gusta imaginar que escogemos por adelantado nuestro destino y que nada de lo que nos sucede es fruto del azar. Ahora bien, si no hay azar, todo tiene sentido. Para mí, es mi encuentro con la poesía lo que justifica mi nacimiento en Chile.

Sin embargo, no puede decirse que Chile haya tenido la exclusividad de la poesía...

No, poetas hay en todas partes. Pero la vida poética, en cambio, es un bien más escaso. ¿En cuántos países existe una atmósfera realmente poética? Sin duda, la antigua China era una tierra de poesía. Pero pienso que, en los años cincuenta, en Chile se vivía poéticamente como en ningún otro país del mundo.

—¿Podría explicarlo?

—La poesía lo impregnaba todo: la enseñanza, la política, la vida cultural... El pueblo mismo vivía inmerso en la poesía. Eso era debido al temperamento propio de los chilenos y más particularmente a la influencia de cinco de nuestros poetas, que se transformaron para mí en una especie de arquetipos. Fueron ellos quienes moldearon mi existencia en un comienzo. El más conocido de ellos era nada menos que Pablo Neruda, un hombre políticamente muy activo, exuberante, muy prolífico en su escritura y que, sobre todo, vivía como un auténtico poeta.

—¿Qué es vivir como un auténtico poeta?

—En primer lugar no temer, atreverse a dar, tener la audacia de vivir con cierta desmesura. Neruda construyó una casa en forma de castillo, congregando en torno a él un pueblo entero, fue senador, y casi llegó a ser presidente de la república... Entregó su vida al Partido Comunista, por idealismo, porque deseaba realmente llevar a cabo una revolución social, construir un mundo más justo... Y su poesía marcó a toda la juventud chilena. En Chile, ¡incluso los borrachos en plena sesión alcohólica declamaban versos de Neruda! Su poesía era recitada tanto en los colegios como en la calle. Todo el mundo quería ser poeta, como él. ¡No hablo sólo de los estudiantes, sino de obreros e incluso borrachos que hablaban en verso! Supo captar en sus textos todo el ambiente loco del país.

Escucha este poema que me viene a la mente y que recitábamos a coro cuando, en calidad de estudiantes universitarios, nos embriagábamos con el vino patriótico de nuestra tierra chilena:

    Sucede que me canso de mis pies y mis uñas

    y mi pelo y mi sombra.

    Sucede que me canso de ser hombre.

    Sin embargo sería delicioso

    asustar a un notario con un lirio cortado

    o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.

    Sería bello

    ir por las calles con un cuchillo verde

    y dando gritos hasta morir de frío.


Aparte de Neruda, que gozaba de fama mundial, otros cuatro poetas fueron de una importancia capital. Vicente Huidobro provenía de un medio acomodado, en todo caso menos humilde que el de Neruda. Su madre conocía todos los salones literarios franceses y él recibió una educación artística muy profunda, por lo que su poesía, de una gran belleza formal, impregnó de elegancia a todo el país. Soñábamos todos con Europa, con la cultura... Huidobro nos dio una gran lección de estética. A modo de ejemplo, te leeré este fragmento de una conferencia dada por el poeta en Madrid, tres años antes de la aparición del manifiesto surrealista:

Aparte de la significación gramatical del lenguaje, hay otra, una significación mágica, que es la única que nos interesa... El poeta crea fuera del mundo que existe el que debiera existir... El valor del lenguaje de la poesía está en razón directa de su alejamiento del lenguaje que se habla... El lenguaje se convierte en un ceremonial de conjuro y se presenta en la luminosidad de su desnudez inicial, ajena a todo vestuario inicial convencional fijado de antemano... La poesía no es otra cosa que el último horizonte, que es, a su vez, la arista en donde los extremos se tocan, en donde no hay contradicción ni duda. Al llegar a ese lindero final, el encadenamiento habitual de los fenómenos rompe su lógica, y al otro lado, en donde empiezan las tierras del poeta, la cadena se rehace en una lógica nueva. El poeta os tiende la mano para conduciros más allá del último horizonte, más arriba de la punta de la pirámide, en ese campo que se extiende más allá de lo verdadero y lo falso, más allá de la vida y de la muerte, más allá del espacio y del tiempo, más allá de la razón y la fantasía, más allá del espíritu y la materia... Hay en su garganta un incendio inextinguible.

Había también una mujer, Gabriela Mistral. Su apariencia era la de una dama seca, austera, muy alejada de la poesía sensual. Ella enseñaba en las escuelas populares, y esta pequeña institutriz llegó a transformarse para nosotros en un símbolo de paz. Nos enseñó la exigencia moral respecto del dolor del mundo. Gabriela Mistral era para los chilenos una especie de gurú, muy mística, una figura de madre universal. Ella hablaba de Dios pero daba fe de un rigor tal... Escucha estos fragmentos de su «Oración de la Maestra» (la maestra en cuestión era, naturalmente, la institutriz):

¡Señor! Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú llevaste por la Tierra... Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto. Arranca de mí este impuro deseo de justicia que aún me turba, la mezquina insinuación de protesta que sube de mí cuando me hieren... Hazme despreciadora de todo poder que no sea puro, de toda presión que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi vida... Dame sencillez y dame profundidad; líbrame de ser complicada o banal en mi lección cotidiana... Aligérame la mano en el castigo y suavízamela más en la caricia.

El cuarto se llamaba Pablo de Rokha. Él también era un ser exuberante, una especie de boxeador de la poesía a propósito del cual corrían los rumores más locos. Se le atribuían atentados anarquistas, estafas... En realidad era un dadaísta expresionista que aportó a Chile la provocación cultural. Era turbulento, capaz de insultar, y en los círculos literarios tenía un aura terrible y negra. Estas frases sueltas, que resuenan como salvas, deberían bastar para darte una idea de su ardor furibundo:

Incendiad el poema, decapitad el poema... Escoged un material cualquiera, como se escogen estrellas entre lombrices... Cuando Dios «aún era azul dentro del hombre... Tú, tú estás justo en el centro de Dios, como el sexo, justo en el centro... El cadáver de Dios, furioso, aúlla en mis entrañas... Voy a golpear la Eternidad con la culata de mi revólver.

Finalmente, el quinto se llamaba Nicanor Parra. Originario del pueblo, subió los escalones universitarios, se hizo profesor en una gran escuela y encarnó la figura del intelectual, del poeta inteligente. Nos dio a conocer a Wittgenstein, el círculo de Viena, el diario íntimo de Kafka. Tenía una vida sexual muy sudamericana...

¿Es decir?

Los sudamericanos se vuelven locos con las rubias. De vez en cuando, Parra iba a Suecia y regresaba con una sueca. Nos fascinaba verlo junto a una rubia despampanante... Luego, se divorciaba, volvía a Suecia y regresaba con una nueva criatura. Aparte de su influencia intelectual, trajo el humor a la poesía chilena; fue el primero en introducir un elemento cómico. Al crear la antipoesía, desdramatizó esta forma de arte. Aquí tengo un fragmento de «Advertencia al lector», de Parra:

Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna parte:

  «¡Las risas de este libro son falsas!», argumentarán mis detractores

  «Sus lágrimas, ¡artificiales!»

  «En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza»

  «Se patalea como un niño de pecho»

  «El autor se da a entender a estornudos»

  Conforme: os invito a quemar vuestras naves,

  Como los fenicios pretendo formarme mi propio alfabeto.

  «¿A qué molestar al público entonces?», se preguntarán los amigos


  lectores:

  «Si el propio autor empieza por desprestigiar sus escritos,

  ¡Qué podrá esperarse de ellos!».

  Cuidado, yo no desprestigio nada

  O, mejor dicho, yo exalto mi punto de vista,

  Me vanaglorio de mis limitaciones

  Pongo por las nubes mis creaciones.

  Los pájaros de Aristófanes

  Enterraban en sus propias cabezas

  Los cadáveres de sus padres.

  (Cada pájaro era un verdadero cementerio volante)

  A mi modo de ver

  Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia

  ¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!


—Esas cinco personalidades marcaron mucho, entiendo, al joven que usted era entonces...

—Eran vivos, ¡vivos y peleadores! Eran los mejores enemigos del mundo, pasaban los días peleando, intercambiándose insultos... Pablo de Rokha, por ejemplo, publicó una carta abierta a Vicente Huidobro en la que exclamaba: «Comienzo a estar harto de esta historia, mi pequeño Vicentito. Por lo demás, no soy de esos cobardes que golpean a una gallina que cacarea porque dice haber puesto un huevo en Europa». ¿Sabes lo que decía de Neruda? «Pablo Neruda no es comunista, es nerudista -el último de los nerudistas, o el único, probablemente...»

Estas personas se exponían, no tenían miedo de vivir su pasión. En cuanto a nosotros, abrazábamos la causa de uno, luego la del otro... Estábamos inmersos en la poesía desde la mañana hasta la noche, ella estaba realmente en el centro de nuestras vidas. Estos cinco poetas formaban para nosotros un mandala alquímico: Neruda era el agua, Parra el aire, De Rokha el fuego, Gabriela Mistral la tierra y Huidobro, en el centro, la quintaesencia. Queríamos ir más allá de nuestros predecesores, los cuales, por lo demás, ya habían anticipado nuestras búsquedas.

—¿Y eso cómo era?

—Todos estos poetas realizaban actos. Huidobro decía: «Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas! Hacedla florecer en el poema»; Neruda sedujo a una mujer del pueblo prometiéndole un maravilloso regalo y luego mostrándole un limón del tamaño de una calabaza. Habían comenzado a salir de la literatura para participar en los actos de la vida cotidiana con la postura estética y rebelde propia de los poetas.

—Sus amigos y usted quisieron entonces ir más lejos en esa dirección.

—Tuve la suerte de tener la misma edad que el famoso poeta Enrique Lihn, hoy fallecido. Un día, con él y otros compañeros, encontramos en un libro sobre el futurismo italiano una frase iluminadora de Marinetti: «La poesía es un acto». A partir de ese momento, decidimos prestarle más atención al acto poético que a la escritura misma. Durante tres o cuatro años, nos dedicamos a realizar actos poéticos. Pensábamos en ellos durante todo el día.

—¿En qué consistían esos actos?

—Por ejemplo, Lihn y yo decidimos un día caminar en línea recta, sin desviarnos nunca. Caminábamos por una avenida y llegábamos frente a un árbol. En vez de rodearlo, nos subíamos al árbol para proseguir nuestra conversación; si un coche se cruzaba en nuestro camino, nos subíamos encima, caminábamos sobre su techo... Frente a una casa, tocábamos el timbre, entrábamos por la puerta y salíamos por donde pudiéramos, a veces por una ventana. Lo importante era mantener la línea recta y no prestar ninguna atención al obstáculo, hacer como si no existiera.

—Esto debía de causarles más de un problema...

—En absoluto, ¿por qué? Olvidas que Chile era un país poético. Recuerdo haber tocado el timbre de una casa y haber explicado a la señora que éramos poetas en plena acción y que, por lo tanto, teníamos que cruzar su casa en línea recta. Ella lo entendió perfectamente y nos hizo salir por la puerta trasera. Esta travesía de la ciudad en línea recta fue para nosotros una gran experiencia, en la medida en que logramos sortear todos los obstáculos. Poco a poco, fuimos derivando hacia actos más fuertes. Yo estudiaba en la facultad de Psicología. Un día estaba realmente harto y decidí realizar un acto para expresar mi hartazgo. Salí de la clase y fui tranquilamente a orinar frente a la puerta de la oficina del rector. Por supuesto, corría el riesgo de ser expulsado definitivamente de la universidad. Cosa mágica, nadie me vio. Hice mi acto y me retiré increíblemente aliviado, en todos los sentidos de la palabra. Otro día, pusimos una gran cantidad de monedas en un maletín agujereado y recorrimos con él el centro de la ciudad: ¡era extraordinario ver a todo el mundo agachándose detrás de nosotros, la calle repleta de cuerpos doblados! También decidimos crear nuestra propia ciudad imaginaria junto a la ciudad real. Para eso tuvimos que proceder a celebrar inauguraciones. Nos dirigíamos al pie de una estatua, de un monumento célebre e iniciábamos una ceremonia de inauguración, de acuerdo con nuestra fantasía. Es así como para nosotros la Biblioteca Nacional se transformó en una especie de café intelectual. Sin duda ése es el germen del Cabaret Místico. Lo importante era nombrar las cosas: al atribuirles nombres diferentes, nos parecía que las transformábamos.

También nos dedicábamos a actos muy inocentes y no menos poderosos, como poner en la mano del revisor que venía a reclamarnos nuestro billete de autobús una hermosa concha... El hombre se quedaba tan estupefacto que seguía de largo sin decir nada.

—Usted apenas tenía veinte años. ¿Con qué ojos miraba su familia todas esas excentricidades?

—Como sabes, provengo de una familia de inmigrantes que se pasaban ocho horas al día dentro de una tienda. Cuando la poesía entró de esta forma en mi vida, se quedaron con la boca abierta. Un día mis amigos y yo cogimos un maniquí y lo vestimos con ropa de mi madre. Luego lo recostamos como un cadáver, rodeado de candelabros, e iniciamos un velatorio en el salón familiar. Como hacíamos teatro, disponíamos del atrezzo necesario, y la impresión era sobrecogedora. ¡Cuando mi madre llegó, se vio siendo velada! Todos mis amigos comenzaron a presentar sus condolencias... Fue naturalmente un impacto enorme para mi familia. Otra vez, llenamos la cama de mis padres de gusanos.

Pero eso es muy cruel, resultaba usted un hijo odioso...

Yo los amaba, pero quería, con toda la locura de mi juventud, hacer estallar los límites. Estos actos los sacudían, los obligaban a abrirse. ¿Qué más podían hacer ante lo imprevisto? La vida es así, ¿comprendes?: totalmente impredecible. Crees que la jornada va a acontecer de tal o cual manera y, en realidad, puedes ser atropellado por un camión en la esquina, encontrarte con una antigua amante y llevarla al hotel a hacer el amor o caérsete el techo sobre la cabeza mientras trabajas. El teléfono puede sonar para anunciarte la mejor o la peor de las noticias. Nuestros actos de jóvenes poetas no hacían sino evidenciar esto, a contracorriente del mundo rígido de mis padres. Abrir la cama y encontrarse con un hervidero de gusanos es una situación que simboliza con fuerza lo que nos sucede a todos, todos los días.

Mi padre practicaba la psicomagia sin saberlo: estaba convencido de que cuantas más mercancías tuviera, más vendería. Había que dar a los clientes una imagen de sobreabundancia. Hubo un tiempo en el que él tenía detrás de sí una hilera de cajones supuestamente llenos de calcetines. Hacía sobresalir un calcetín de uno de los cajones para dar la sensación de que estaban atiborrados, cuando, en realidad, no había absolutamente nada dentro. Un día en que la tienda estaba llena de clientes, uno de mis amigos, borracho, se puso a abrir todos los cajones. Luego hizo un poema proclamando que mi padre era un hombre excepcional, comparable a los grandes místicos: ¡al igual que ellos vendía puro vacío!

—Su padre debió de ponerse furioso...

—En realidad, no. Cada vez que ocurría un acto así, mi familia sufría un gran impacto, seguido de un silencio y de una gran perplejidad. Estaban completamente sobrepasados, y eso resultaba tan extraordinario para ellos que creían estar viviendo un sueño despiertos, algo fuera de los límites de su existencia habitual. Todos estos actos estaban impregnados de una cualidad onírica, impregnados de locura. Recuerdo que Lihn y yo nos fijábamos objetivos extraños: cuando estábamos hartos de la universidad, partíamos a Valparaíso en tren, decididos a no regresar hasta que una señora de edad nos invitara a tomar una taza de té. Cumplido nuestro objetivo, regresábamos triunfantes a la capital.

Un día, acompañado de otro amigo, fui a un buen restaurante, íbamos ambos vestidos muy elegantemente y pedimos un bistec a la pimienta. Una vez servidos, nos frotamos todo el cuerpo con la carne, mancillando nuestra vestimenta. Y una vez concluida la operación, pedimos de nuevo lo mismo y repetimos el acto. Lo hicimos cinco o seis veces seguidas hasta que todo el restaurante fue presa del pánico. Un año más tarde volvimos al mismo establecimiento, pero el maître nos salió al paso: «Si piensan repetir lo que hicieron la otra vez, ni hablar, no permitiré que entren en el restaurante». El acto lo había impactado tanto que era como si el tiempo se hubiera detenido. Había transcurrido un año, pero para él era como si eso hubiera sucedido una semana antes.

Sus palabras me hacen recordar un episodio de cuando yo tenía quince o dieciséis años. Yo estaba en plena lectura de Dostoievski, y estos rusos exaltados que pasaban instantáneamente del abatimiento a la exaltación, que se encendían por una causa, que se revolcaban por el suelo, me fascinaban. Un día dije a mis amigos: ¿para qué seguir avanzando? ¿Qué sucedería si todo el mundo decidiera detener el movimiento?: ¿adonde vamos? Y decidimos tumbarnos en el suelo, en medio de la calle, sin movernos. Los peatones pasaban por encima de nosotros, algunos hacían comentarios. Si no me equivoco, se trataba de un acto poético...

¡Por supuesto! Y estoy seguro de que nuestros lectores, si se ponen a pensar, recordarán momentos similares de cuestionamiento de la realidad obligatoria. Nosotros también nos acostamos una vez frente a un banco, sucios y harapientos para dar la impresión a la gente de que una crisis económica es siempre posible, que la miseria puede surgir en cualquier instante. Pero, una vez más, todo esto sucedía en Chile, en ese país presa de una forma de locura colectiva. Seguramente no podríamos haber llegado tan lejos en otro contexto. La mayoría de los burócratas chilenos vivía correctamente hasta las seis de la tarde. Una vez fuera de la oficina, se emborrachaban y cambiaban de personalidad, casi de cuerpo. Abandonaban su personalidad burocrática para asumir su identidad mágica. La fiesta estaba por todas partes, el país entero era surrealista sin saberlo.

—¿El temperamento chileno explicaría por sí solo esta atmósfera?

—Las personas llamadas razonables, aquellas que creen en la solidez de este mundo, no plantean actos locos. ¡Pero en Chile la tierra temblaba cada seis días! El suelo mismo del país era, por decirlo así, convulsivo. Esto hacía que todo el mundo estuviera sujeto a un temblor, físico y existencial. No habitábamos un mundo macizo regido por un orden burgués supuestamente bien implantado, sino una realidad temblorosa. ¡Nada permanecía fijo, todo temblaba!... (Risas.) Todos vivían precariamente, tanto en el plano material como relacional. Nunca se sabía cómo terminaría una fiesta: la pareja casada a las seis de la tarde podía deshacerse a las seis de la mañana, los invitados podían tirar los muebles por la ventana... Naturalmente, la angustia habitaba en el corazón de toda esa locura. El país era pobre, las clases sociales muy diferenciadas...

—Han transcurrido ya varias décadas... Con la distancia del tiempo, ¿cómo ve hoy esos actos? Más allá de lo pintoresco, ¿qué le enseñaron?

—La audacia, el humor, una aptitud para cuestionar los postulados mediocres de la vida ordinaria y un amor por el acto gratuito. ¿Y cuál es la definición del acto poético? Debe ser bello, estético y prescindir de toda justificación. Puede también acarrear cierta violencia. El acto poético es una llamada a la realidad: hay que enfrentar a la propia muerte, a lo imprevisto, a nuestra sombra, a los gusanos que hormiguean dentro de nosotros. Esta vida que nosotros quisiéramos lógica es, en realidad, loca, chocante, maravillosa y cruel. Nuestro comportamiento, que pretendemos lógico y consciente, es, de hecho, irracional, loco, contradictorio. Si observáramos lúcidamente nuestra realidad, constataríamos que es poética, ilógica, exuberante. En aquellos tiempos yo era, sin duda, inmaduro, un joven descerebrado insolente; eso no quita que dicho período me enseñara igualmente a percibir la enloquecida creatividad de la existencia y a no identificarme con los límites dentro de los cuales la mayoría de la gente se encierra hasta que no aguanta más y revienta.

La poesía no respeta un ordenamiento estereotipado del mundo...

  ¡No, la poesía es convulsiva, está ligada al temblor de la tierra! Ella denuncia las apariencias, atraviesa con su espada la mentira y las convenciones. Recuerdo que una vez fuimos a la facultad de Medicina y, con la complicidad de un amigo, robamos el brazo de un cadáver. Lo escondimos dentro de la manga de nuestro abrigo y jugamos a darle la mano a la gente, a tocarla con esta mano muerta. Nadie se atrevía a comentar que estaba fría, sin vida, porque nadie quería reconocer la cruda realidad de que ese miembro estaba muerto. Al hablarte, me doy cuenta de que en cierta manera estoy confesándome. Sé que todo esto puede parecer fantasioso. Para nosotros, se trataba ciertamente de un juego, ¡pero también de un acto profundamente dramático! El acto creaba otra realidad en el seno mismo de la realidad ordinaria. Nos permitía acceder a otro nivel, y sigo convencido de que con actos nuevos se abre la puerta de una nueva dimensión.

—¿El acto concebido así no tiene un valor purificador y terapéutico?

 — ¡Claro que sí! Si uno lo piensa, nuestra historia individual está constituida de palabras y de actos. La mayor parte del tiempo la gente se contenta con pequeños actos inocuos, hasta que un día «revienta» y, sin control alguno, se pone furiosa, lo rompe todo, profiere insultos, se abandona a la violencia, llega incluso al crimen... Si un criminal en potencia conociera el acto poético, sublimaría su gesto homicida poniendo en escena un acto equivalente.

—Pero eso podría llevar a ciertos extremos no exentos de peligro...

—Efectivamente. La sociedad ha puesto barreras para que el miedo y su expresión, la violencia, no surjan a cada instante. Por ello, cuando se realiza un acto diferente de las acciones ordinarias y codificadas, es importante hacerlo conscientemente, medir y aceptar de antemano las consecuencias. Realizar un acto es un proceso consciente que apunta a introducir voluntariamente una fisura en el orden de la muerte que perpetúa la sociedad, y no la manifestación compulsiva de una rebelión ciega. Conviene no identificarse con el acto poético, no dejarse llevar por las energías que éste libera. Bretón, por ejemplo, cayó en la trampa cuando, llevado por su entusiasmo, declaró que el verdadero acto poético consistiría en salir a la calle armado de un revólver y disparar sobre la gente. Se arrepintió mucho, después. ¡Y eso que no hubo paso al acto! Pero esta declaración era en sí el signo de un arrebato. El acto poético permite expresar energías normalmente reprimidas o dormidas dentro de nosotros. El acto no consciente es una puerta abierta al vandalismo, a la violencia. Cuando las multitudes se enardecen, cuando las manifestaciones degeneran y la gente comienza a incendiar automóviles o a lanzar piedras, se trata también de una liberación de energías reprimidas. No por ello esas manifestaciones ameritan el calificativo de actos poéticos.

 —¿Eran conscientes de ello, usted y sus comparsas?

—Terminamos siéndolo, después de observar algunos actos peligrosos perpetrados por seres arrebatados... Mis amigos y yo nos sentimos sacudidos por esas experiencias y eso nos hizo interrogarnos seriamente. Un haiku japonés nos proporcionó una clave: el alumno le lleva al maestro su poema, en el cual dice:


  Una mariposa:

  le quito las alas

  ¡y se vuelve pimiento!


La respuesta del maestro fue inmediata: «No, no; eso no es así, déjame corregir tu poema»:


  Un pimiento:

  le pongo unas alas

  ¡y se vuelve mariposa!


La lección es clara: el acto poético debe siempre ser positivo, ir en el sentido de la construcción y no de la destrucción...

—Sin embargo, muchas veces es indispensable destruir para poder posteriormente construir...

—¡Sí, pero cuidado con la destrucción como fin en sí! El acto es acción y no reacción vandálica.

—En ese caso, ¿cómo calificaría algunos de los «actos» que ha comentado?

—Muchos de ellos no eran, efectivamente, sino reacciones o, digamos, intentos más o menos torpes en dirección a un acto digno de ese nombre. Eso hizo que decidiese realizar un examen de conciencia. Comprendí claramente que, en vez de vaciar todos los cajones de mi padre, deberíamos haber llegado en procesión con un cargamento de calcetines y haberle llenado sus cajas para que su sueño se hiciera realidad. ¡En lugar de poner gusanos en la cama de mis padres, deberíamos haberla tapizado con monedas de chocolate envueltas en papel dorado. En vez de simular el velatorio de mi madre, podríamos haber representado una escena en la que ella se hubiera podido admirar en plena gloria, como la virgen durante la asunción. El choque causado por el acto debe ser positivo.

—Tras esta toma de conciencia, ¿se sintieron ustedes culpables, experimentaron algún arrepentimiento?

—No, y sigo diciendo que la culpabilidad es inútil. El error está permitido, siempre que se cometa una sola vez y dentro de una búsqueda sincera de conocimiento. Ésa es la condición humana: el hombre busca el conocimiento, ¿y qué es el hombre en busca de algo sino, por definición, un ser errático? El error es parte integrante del camino. Abandonamos esas experiencias negativas, pero sin arrepentimiento alguno. Nos habían abierto la puerta del verdadero acto poético. Para hacer una tortilla hay que romper los huevos.

Alejandro Jodorowsky - Psicomagia. Esbozos de una terapia pánica. (Conversaciones con Gilles Farcet).


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