«Habitar el intervalo», texto perteneciente al libro «Teoría del viaje - poética de la geografía», de Michel Onfray

    
¿En qué momento comienza realmente el viaje? Las ganas, el deseo, ciertamente, la lectura, por supuesto todo eso define el proyecto, pero ¿cuándo podemos dar por iniciado el viaje mismo? ¿Cuándo tomamos la decisión de partir y de ir a un lugar en vez de a otro? ¿Cuando cerramos una maleta o cerramos un bolso de viaje? No. Y es que existe un momento singular, perceptible, una fecha de nacimiento evidente, un gesto signatario del comienzo: desde el movimiento de llave en la cerradura de la puerta de nuestro domicilio, cuando cerramos y dejamos atrás nuestra casa, nuestro puerto de atraque. En ese preciso instante debuta el viaje propiamente dicho.
   El primer paso nos instala, de facto, en un intervalo en el que impera una lógica especial: ya no en el lugar que se ha dejado, todavía no en el lugar pretendido. Flotando, vagamente unido a dos mojones, en un estado de ingravidez espacial y temporal, cultural y social, el viajero penetra en la tierra de nadie como si abordase las costas de una isla singular. Cada vez más lejos de su domicilio, cada vez menos alejado de su destino, el individuo que circula por esa zona blanca, neutra, supera ficticiamente una pendiente ascendente, alcanza un punto cenital y luego inicia un descenso. Se viene de, se va hacia, se acumulan los kilómetros que separan de lo de uno, se reducen los que nos acercan a lo de otros. Ese mundo de lo intermedio obedece a leyes propias, ignorantes de las que rigen las relaciones humanas habituales.
   Avión, barco, tren, coche o autobús, se comparte un espacio común durante el tiempo de paso de un punto al otro. La cabina de vuelo, el pontón, el vagón, la banqueta, el habitáculo ofrecen ocasiones de proximidad, incluso de promiscuidad, que fuerzan a la relación u obligan a la conversación. En ese microcosmos comunitario tiene lugar una intersubjetividad limitada en el tiempo. A partir de la llegada al aeropuerto, al puerto, a la estación, al aparcamiento, esa sociedad se deshace en la mayoría de los casos. Se descompone tan pronto como desaparecen las razones aleatorias de estar juntos.
   Podemos hablar, simpatizar, intercambiar, contarnos la vida sin complejos, sin contención, pues el ambiente lo permite de manera extraña. Reina en esos lugares una atmósfera particular consubstancial a la circunstancia del intervalo: un tipo de abandono parecido al de las salas de espera médicas o posiblemente de los gabinetes de analistas. Lejos de las rigideces sociales y de las convenciones civilizadas, de las reglas colectivas y de los hábitos comunitarios, el viajero se codea con un mundo dudoso de gente inclinada a la confidencia, a lo que Heidegger llama palabrería: una especie de decadencia de la palabra, una práctica compensatoria, tal vez, de la angustia generada por el abandono del domicilio y la llegada a un mundo sin referencia.
   En ese intercambio de palabras por ellas mismas, que parece haberse convertido en una finalidad y no en un medio de comunicarse, la superficie verbal se impone a la profundidad intelectual. Se cuentan cosas sin importancia, se detallan trozos de existencia, se insiste en fragmentos de vida insípida transformados en momentos álgidos susceptibles de hacernos parecer importantes, esenciales, notables. En la tierra de nadie, la proximidad genera la palabrería y sus objetos predilectos: las peripecias del viaje, las confidencias banales, vagas consideraciones acerca de cómo va el mundo, autobiografía transformada en epopeya.
   Además de lugar del verbo desmonetizado, el intervalo lo es también de los cruces simétricos. Su población se constituye mediante un flujo y reflujo de olas: una va hacia, otra vuelve de; los que parten adoptan, aguas arriba, la vestimenta de los que vuelven. Los primeros inician el movimiento ascendente de su viaje, dejan su domicilio tras ellos, los segundos abordan el movimiento descendente y vuelven a sus casas. En este espacio mental se cruzan gentes ávidas de ver e individuos saciados de cosas vistas. Los que aspiran a los recuerdos comparten el tiempo con los que traen una cantidad importante de ellos. La impresión de espejo reina en el lugar: cada cual se siente el inverso del otro, su exacto contrapunto, semejante, pero exactamente en la relación del anverso y el reverso de la misma moneda. Las fuerzas opuestas se equilibran y crean una extraña suspensión mental.
   Ese lugar de extraterritorialidad no parece gobernado por lengua alguna, ni por ningún tiempo. ¿Qué idioma hablar, por ejemplo, cuando entramos en el avión? ¿El del país que se deja o el del país de destino? ¿En qué lugar viajamos una vez confinados en el aire? ¿El de la ley que supone el espacio aéreo propiedad del país sobrevolado? ¿Qué punto del cielo permite afirmar rotundamente que se ha franqueado una frontera? Lo mismo cabe decir del barco que surca aguas internacionales. E igualmente respecto a la hora que es en un destino en el que rige una diferencia horaria: ¿la hora del lugar de salida o la del lugar de llegada? ¿Hora específica de un tiempo universal? ¿En qué momento haremos girar las manecillas del reloj? ¿Exactamente en la mitad de los kilómetros recorridos? En realidad, todos padecemos el inglés universal y el ritmo socialmente impuesto por las bandejas de comida distribuidas en los vuelos de larga distancia. Solo ellas ofrecen un indicio de lo social al suministrar referencias: el tipo de alimento obliga a vivir según si marca la hora del despertar o de la media jornada, del almuerzo o de la cena.
   En los intervalos, cuando las referencias de civilización desaparecen, el cuerpo tiende a recuperar sus señales naturales y obedece más fervientemente a la soberanía de sus ritmos biológicos: come y bebe cuando tiene hambre y sed, y duerme en el momento en que el sueño lo requiere. Ese tiempo se relaciona de un modo distante, por demasiado breve, con las experiencias de aislamiento y confinamiento vividas por los espeleólogos. Al prescindir de los cálculos, de las máquinas de medir el tiempo, de los relojes, al suprimir las referencias naturales (amaneceres y puestas de sol, alternancia del día y la noche), el cuerpo va hacia su verdad profunda y visceral, animal. En el intervalo se experimenta esa subjetividad radical, que pone en marcha unas lógicas que nos son desconocidas. Al celebrar ese reencuentro con los tiempos biológicos, al jugar con las diferencias entre cuerpo social y cuerpo natural, civilización y biología, cada individualidad conoce el placer de sentir vivo a su cuerpo, moldeado por algo más grande y más fuerte que él.
   El intervalo genera por tanto una geografía particular, ni aquí ni en otro lugar, una historia propia, ni arraigada ni atópica, un espacio nuevo, ni fijo ni inaprensible, un tiempo distinto, ni medible ni plano, una comunidad nueva, ni estable ni duradera. Lugar de los cruces, superficie de las extraterritorialidades, induce islotes de sensaciones productoras de archipiélagos aleatorios destinados a la descomposición. Entre el lugar que se ha dejado y la tierra pisada a la llegada, llevado sobre el agua, por el aire, o desplazándose en una traslación que le aísla del suelo, el viajero descubre algunas novedades metafísicas: las alegrías de la comunidad hecha realidad ocasionalmente en la insignificancia compartida, la práctica de la duración como un flujo aturdidor, la impresión de habitar un lugar fabricado por completo por la velocidad del desplazamiento. En esa mágica espera, se inicia sólidamente el viaje.


(De «Teoría del viaje - poética de la geografía», Michel Onfray). Fragmento.



Michel Onfray es un filósofo francés con cerca de 100 obras publicadas en las que formula un proyecto materialista, hedonista, ético y ateo. Fue fundador de la Universidad Popular de Caen.​ Es un declarado “nietzscheano iconoclasta”.​ Cree que no hay filosofía sin psicología, sin sociología, ni ciencias. Más sobre Michel Onfray.



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