Salvador Banesdra: Archivos


Salvador Benesdra (1952 – 1996) Reconocido actualmente por la crítica como una de las voces más importantes de la literatura argentina, fue un periodista especializado en la metamorfosis del socialismo en el mundo. Con un largo historial de brotes psicóticos, las ansias de consagrarse con su novela El traductor para dedicarse exclusivamente a la escritura le generó una enorme frustración cuando le dijeron que su texto era demasiado complejo para el lector promedio. El 2 de enero de 1996 se quitó la vida saltando desde el balcón de su departamento. Afortunadamente, el boca en boca lo rescató del olvido y es uno de los nombres más pedidos en las librerías de su país natal.

El traductor - capítulo primero (fragmento)

Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas las convicciones del invierno. Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta. El sol volcaba su fiesta de distinciones sobre todos los objetos de esa esquina, pero yo sentía que por todas partes estaba drenando una noche gris de gatos universalmente pardos, una apoteosis de la indiferenciación que por primera vez no lograba despertarme miedo.
Empecé a jugar con esas sensaciones. Me imaginaba que no solo había caído el Muro de Berlín, y podía desaparecer la URSS, y con ella la izquierda víctima y la izquierda verduga, sino que el sol mismo se había puesto a transgredir sus propias normas. Se prende y se apaga, se prende y se apaga. Ya titila como una lámpara descompuesta, como los juegos de luces de las discotecas. Los circuitos del planeta se excitan con la alternancia, se recalientan. Están por reventar en una eyaculación final.

  —Perdón, ¿lo molesto?
  —…
  —Estamos trayendo el mensaje del Señor a todas las almas que buscan la salvación.
  —…
  —Si no le molesta, le aconsejaría que lea estos textos sagrados. Solo el Señor nos ayuda cuando estamos en un momento de angustia.
Solo cuando sus manos depositaron con un gesto inesperadamente femenino los folletos protestantes sobre la mesa del bar me di cuenta de que era una mujer. Tal vez una adolescente. Sus rasgos ligeramente aindiados me impedían calcular su edad y el pelo violentamente estirado hacia la cola de caballo remataba con su traje de chupacirios de provincia una imagen tantas veces vista en la marea proselitista volcada por las sectas protestantes sobre la ciudad que no reparé en su femineidad cuando entró con otros correligionarios en el bar.

Ahora me miraba con el gesto severo de los predicadores. Si venía a consolar angustias, disimulaba muy bien su piedad. Tampoco tenía yo la desolación que ella estaba buscando. Pero ahora que había advertido que era una mujer, sabía que no iba a poder evitar dedicarme concienzudamente a la tarea imposible de levantármela, la misma tarea en la que fracasaba metódicamente con todas las desconocidas que cruzaban unas palabras conmigo en los lugares más sugerentes para el encuentro erótico: la calle, el colectivo, las plazas, el bar. Busqué en los folletos alguna punta para empezar a hablar. Pero no había ni rastro de textos sagrados. Solo propaganda ramplona, pequeñas frases sueltas, a lo sumo párrafos supuestamente extraídos de la Biblia, pero seguramente seleccionados por algún funcionario digno de figurar en el staff del Reader’s Digest. 
Empecé a sentir la descompostura infaltable en esos casos. No podía decirle que esas frases eran soberanamente idiotas, que no revelaban nada de ninguna religión, que menos aún hacían justicia a la Biblia, e invitarla trascartón a sentarse, a tomar algo y después a admirar de noche los frisos de alguna iglesia. Me quedaba la opción de ponerme a elogiar la Biblia. ¡¡¿¿Por qué, Dios, no me hiciste leer en mis 36 infinitos años el Libro, por qué dejaste que pudiera aprobar Historia de primero en el colegio solo con un Pentateuco leído a las apuradas??!! Si había algo que jamás había hecho en todas las partidas jugadas contra tantas apetecibles desconocidas, era darles en la apertura la ventaja de conocer mis lagunas intelectuales.

Que yo no supiera manejar un auto podía exhibirlo como un blasón. Pero no haber leído la Biblia me equiparaba de pronto con los imbéciles que habían escrito esos folletos anodinos.
Que se entienda bien, no era un problema de orgullo, ni siquiera de saludable autoestima. Nadie se avergüenza de reconocer que no habla un idioma extranjero frente a un analfabeto. La Biblia no era ahí un tema de cultura. Era el terreno mismo donde tendría lugar la batalla. 



Prensa  

En una Buenos Aires bipolar



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