'Intercambio alma, poco uso', relato de Jean-Christophe Martin

'Intercambio alma, poco uso', relato de Jean-Christophe Martin

Al abrir el periódico, se encontró con un anuncio un tanto extraño: Vendo mi Alma, poco uso, o intercambio con algo que me interese, seguido por un número de contacto. Dos preguntas surgieron de inmediato: ¿Qué haría yo con su alma? ¿Qué le podría dar a cambio? Mientras cavilaba tintineó el teléfono:
-          ¡Sí, dígame!
-          ¿Es usted la señora de la casa?
-          No, no hay señora en la casa.
-          Buenos días, Señor. Mi nombre es Ángela Santos y le llamo desde Ades Directo para ofrecerle de manera totalmente gratuita nuestro catálogo.
-          ¿Qué me quiere vender?
-          No vendemos nada, Señor, sólo le mandamos nuestro catálogo.
-          Pero supongo que manda su catálogo para vender algo.
-          No, Señor, sólo queremos brindarle la oportunidad de consultar nuestro catálogo, de forma completamente gratuita. Un repartidor nuestro se lo llevará en persona a su casa.
-          ¿Pero, me puede decir lo que vende?
-          No vendemos nada, Señor, sólo le mandamos de forma absolutamente gratuita nuestro catálogo.
-          A ver, ¿no me quiere decir lo que contiene su catálogo?
-          Por supuesto, Señor, es un catálogo muy completo de los Congelados Ades, y le recuerdo, Señor, que se lo mandamos de…
-          ¡Entonces, sí que me quiere vender algo, me quiere vender congelados!
-          Le repito, Señor, que no vendemos nada, sólo le brindamos la pos…
-          ¿Me toma usted por un necio?
-          Le aseguro, Señor, que sólo…
-          ¡Así que me quiere mandar un catálogo, con fotos de congelados, supongo también que con los precios de sus productos y me sostiene que no me quiere vender nada!
-          No, Señor, no vendemos nada, solo le mandamos, de forma ventajosamente gratuita, nuestro catálogo.
-          Lo que decía, me toma usted por un imbécil, porque mire, libros en mi casa, tengo, y quiere que añada su dichoso catálogo a mi biblioteca, porque si no vende nada, será que opina que su catálogo puede formar parte de mi…
-          Disculpe, Señor, quizá no me haya explicado bien del todo, pero es sencillamente la oportunidad que le brindamos, desde Congelados Ades, de…
-          ¡Y me sigue sosteniendo que no vende nada!
-           Sólo le brind…
-          ¡Váyase al diablo!

         ¿Qué le podría dar a cambio? se iba repitiendo mientras se preparaba un café. ¿Qué? Claro, lo que le impedía dar un principio de respuesta era que le faltaba un dato: ¡Qué valor daba a su alma el vendedor! Pero de todas formas habría que tener en cuenta algunos elementos, como por ejemplo la edad de esa alma, porque no es lo mismo un alma joven que un alma ya muy gastada. Además, ¿qué podemos saber del uso que hizo de su alma? ¡Cierto! ¡Y si vende su alma, por alguna razón será! ¿Qué haría yo con su alma? ¿La podré hacer, de verdad, mía? ¿No se habrá moldeado tanto al propietario anterior que me será imposible adaptarla a mí? ¡Hasta puede que me venga pequeña, o grande! Por mucho que le pregunte, no me anunciará de buena gana todos sus fallos, seguro que la vende “en perfectas condiciones de uso”. ¿Me vendría bien tener un alma de repuesto? ¿Y si me doy cuenta que es una ganga, tan fácilmente me podré deshacer de la mía? ¡Quizá me venga bien tener una para la semana y otra para los sábados y domingos! El café estaba hecho, desprendía por la cocina como una invitación a relajarse, pero el humo que humedecía los cristales describía evasivos interrogantes, parecían subir y bajar a modo de una cuerda que se tensa y se afloja en un movimiento perpetuo. Seguía preguntándose qué le daría a cambio. Se tomó el café, tuvo la impresión de que iba dando saltos en su estómago y que los interrogantes del humo querían salir por su boca para entrar de nuevo en su cuerpo, pero esta vez por la nariz para, al final del recorrido, clavar en su mente más preguntas. ¡No me está sentando bien este café! pronunció en voz alta. Se levantó, puso con cautela la taza y la cucharilla en el lavaplatos, tiró en la pica el resto del café y se quedó inmóvil en medio de la cocina: ¿Y ahora qué hago?

         De carácter más bien decidido, nunca se tambaleaba al momento de tomar una decisión, es más, antes de que surgiera la duda, ya se había decantado por una respuesta que le solía satisfacer. Un hombre de ideas claras, hasta nítidas, que trazaba su camino secundado por una mente rigurosamente organizada. Con el paso de los años, y la sensatez de las soluciones que procuraba a sus amigos, se había convertido en una suerte de punto de referencia, “el amigo de los buenos consejos”, y los iba repartiendo a la manera de un papa Noel desprovisto de renos pero cargado de todo tipo de cajas coloridas y adornadas de cinta sedosa y donde figuraba una sola palabra: “Regalo”. Iba obsequiando a su alrededor el contenido de una cesta que nunca llegaba a vaciarse. No era felicidad sino satisfacción. Consideraba que su lugar en el mundo, el sitio que ocupaba, se lo había ganado a pulso, y no era de esos farsantes que, como estos animales aparentemente incapaces de excavar su propio hoyo, se aprovechaban de la desocupación momentánea de una guarida para hacerse con ella, no, él no era así, no había usurpado nada a nadie. Así que, y sin que llegara a vanidad, compartía cada mañana con su reflejo una sonrisa entendida.

         Pero hoy, la cosa no andaba así. Miró sus pies, no le inspiraron mucho. Examinar el techo tampoco mejoró la situación. Por primera vez en su vida, aunque se resistiera a admitirlo, no sabía, no sabía qué respuesta darle a los interrogantes que habían dejado de tener la frágil consistencia del humo de su café para convertirse en un pesado enigma sin solución. No era todavía angustia porque sabía lo que le pasaba: no conseguía dar respuesta alguna a lo que se había plantado delante de él en una actitud de insolente desafío. Estaba en la cocina y no se podía mover. Le era del todo imposible dar un paso. Preguntarse ¿Y ahora qué hago?, le había estatificado en el peor lugar, ¡una cocina!, ¡por Dios, qué vulgaridad!
        
         Ahora, todo le dolía, su cuerpo, su alma y hasta su sonrisa. Quizá había llegado el momento de admitir que lo que le dolía tanto tenía un nombre, un nombre que hasta este preciso instante no había tenido más relevancia que la de un mosquito que apartamos de un gesto decidido o que conseguimos aplastar en un respiro, y ese nombre, ese nombre a la vez insignificante y temido era…, era…: DUDA. Él, “el amigo de los buenos consejos”, él, el centro indiscutido de las soluciones, él, ÉL, dudaba, DU/DA/BA. No era en absoluto una duda simpática, amigable, una duda como el pelaje de un gato que nos devuelve un ronroneo al acariciarle, era una duda seca, cortante, intransitiva, una duda de piedra compacta, dura, sin pulir, una duda erguida, desafiante, una duda guerrera, amenazante, con los ojos de un felino, brillantes, encendidos por el irreprensible deseo de abatirse sobre su presa, y esta presa era él, él, el encantador consejero de una humanidad ávida de orientación, él, el norte magnético de un universo caótico, él, él… Conjugar todas las personas del verbo se había convertido en una meta inasequible, se quedaba anclado al principio, y cual un disco rayado volvía a oír sin parar esta inmensa palabra: dudo, dudo, dudo. Se apoderó de él, le invadió de tal forma esta palabra del demonio que no le quedaba en la cabeza el más mínimo intersticio para que otra se pudiera instalar: dudo, dudo, dudo… Se celebraba una fiesta en su intimidad, y no podía salir del papel de un conserje que abre las puertas y se queda fuera, esperando a que los invitados se cansen de tanto alboroto. Unos fuegos artificiales sin variaciones, con la misma intensidad, con el mismo sonido, dudo, dudo, dudo…

         Fue primero un discreto tañido, un ladino y furtivo murmullo, un sollozo acompasado que se pierde en medio de los golpes obesos de un bombo, pero insistía, se estaba abriendo paso hasta que se dio cuenta de que tocaban el timbre de su casa. Experimentó una repentina liberación. Como una manada de diminutos roedores, la palabra y su profusión de ecos desaparecieron, o quizá solamente se fueron a esconder, pero poco importaba, ya no estaban. ¡Libre, soy libre! iba gritando con el júbilo propio de un loco que había conseguido, por fin, juntar las dos manos para aplaudir. ¡Libre, soy libre! estaba vociferando cuando abrió la puerta y se encontró cara a cara con lo que no podía ser otra cosa que un ángel, un enviado del cielo para acudir a salvarle en agradecimiento de tantos y tantos buenos consejos distribuidos en beneficio de una humanidad sin rumbo.

-          ¡Doy gracias a Dios! ¡Me has salvado! ¡Gracias! ¡Mil veces gracias!

         El chico de conjunto azul celeste tocado por una gorra donde aparecía sólo el final del nombre de lo que debía ser la empresa que le mandaba: “…os Ade” le miró y le dijo:

-          Pensaba que no estaba, me iba a ir, Señor.

      Y mientras le explicaba y justificaba su presencia, con la admirable economía de detalles que suelen tener los que no trabajan por gusto sino por necesidad, quitó su dedo del timbre y le tendió un sobre inmaculado donde figuraba su nombre. Sin realmente bajar de los limbos de su reciente alegría, pero tampoco sin recapacitar por completo, le miro con ternura y le murmuró:

-          No… no eres… ¿Quién eres?
-          Le vengo a entregar nuestro catálogo. Si es tan amable de firmarme aquí, Señor.
-          ¿Un catálogo?
-          Sí, Señor, el catálogo de los Congelados Ades. ¿Me puede firmar aquí, por favor, Señor?
-          ¡Un catálogo!
-          Aquí, Señor, gracias.
-          Pero… pero.. ¡un catálogo! ¡Dios mío! Y…
-          La firma, Señor.
-          ¡La firma!
-          Sí, Señor, justo aquí.
-          ¡Un catálogo! ¡Mi firma! ¡Justo aquí!
-          La f…
-          ¿Qué quieres, chico? ¿De dónde vienes? ¿Quién te manda? ¿Por qué yo? ¿No crees que tendría primero que consultar el contrato?

      El chico del conjunto celeste se quedó un instante, con el bolígrafo entre el dedo pulgar e índice, señalando la casilla dónde estaba esperando que le firmase el Señor de las muchas preguntas.

-          Señor, sólo le vengo a entregar nuestro catálogo, el catálogo de los Congelados Ades, el catálogo que pidió por teléfono, ¿no se acuerda?
-          Yo… Un catá… Firmar… Te equivocas, chico. Yo… nunca he pedido ningún catálogo, y menos uno de congelados.
-          ¿No es su nombre, aquí, Señor?
-          Es una equivocación, chico.
-          Pero su nombre, la dirección, es…
-          No, no soy yo. Así que te puedes ir. ¡Un catálogo, y encima de congelados, esta sí que es buena!
-          Le recuerdo, Señor, que es enteramente gratis, no tiene usted ninguna obligación, es un regalo de la casa de los Congelados Ades que le brinda la posibilidad de consultar, de manera ampliamente gratuita nuestro catálogo. Ya verá, no se arrepentirá.
-          ¡Me quieres dejar en paz, muchacho! ¡No he pedido ni congelados, ni catálogo, ni narices!
-          ¡Una firmita y le dejo de forma ventajosamente gratuita nuestro catálogo, Señor!
-          Bueno, ya veo que no entiendes mi idioma, te lo voy a decir por última vez: ¡Vete al infierno con tu catálogo y tus congelados de cojones! ¡Hasta nunca!

         Dio un portazo, miró por el judas, vio al chico de los Congelados Ades reajustarse la gorra, en la cual sólo se podía leer “congelad…”, y desaparecer, tragado por la boca de la escalera. En su casa todo estaba en su sitio, ordenado, la taza de café con la cucharilla tal como lo había dejado en el lavaplatos, los muebles, los libros, los cuadros, el gato de porcelana, todo, absolutamente todo lo que le era familiar estaba en su sitio, arreglado a la perfección, tal como le agradaba que estuviera el ambiente dónde todos los días de la semana, a las seis y media, se despertaba, donde todos los días dejaba su cama hecha para la noche, donde todos los días, antes de irse a trabajar, averiguaba que no hubiera una fuga de gas pasando alrededor de los focos y del empalme un mechero encendido y que, una vez todo comprobado, volvía a ubicar en el sitio donde pertenecía. Pero hoy, era un sábado y no tenía que apresurarse tanto, hoy era el día del descanso, el día del periódico y del paseo por el parque donde les llevaba a los patos los restos de pan que iba cuidadosamente, a lo largo de la semana, guardando en una bolsa donde tenía escrito “Para los patos”. Miró de reojo el periódico encima de la mesa de la cocina, abierto por la página de los anuncios, el mismo periódico donde leyó “Vendo mi Alma, poco uso, o intercambio con algo que me interese”, apartó la mirada, se fue hacía el mueble del comedor donde guardaba las botellas de alcohol y, a pesar de la temprana hora, se sirvió un Cointreau con hielo, puso en la platina una versión del Mefistófeles de Arrigo Boito, y se sentó en su sillón a disfrutar del momento. En una suerte de lejanía sonó el timbre del teléfono. Se levantó sin prisa del sillón y con un gesto lento pero firme, desconectó el cable. Reincorporó el sillón y empezó a beber a sorbitos su Cointreau mientras escuchaba la obertura de la ópera. Una fina sonrisa se dibujó en su rostro. Fuera se oía en sordina el rumor del mundo. Le vinieron a la mente imágenes de transeúntes titubeando entre varios rumbos. Concluyó que ahora no estaba para nada más que un Cointreau y Boito. Para lograr instalarse por completo en la delicia de la armonía y de la paz, sólo un pequeño detalle le empezó a rondar por la cabeza: ¿Y esta noche, carne o pescado?


Jean-Christophe Martin 

Nacido a principio de los años sesenta en el oeste de Francia. Estudios de filología francesa en Francia y en España. Vivió en Bélgica durante unos años y se encuentra en la actualidad en Barcelona trabajando como docente en la Universitat Autònoma de Barcelona., impartiendo clases sobre literatura medieval y sobre traducción. Ha publicado algunos artículos de investigación literaria y un poco de poesía en Francia y Bélgica. Se ha decidido por escribir en castellano hace dos años.

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