Canciones del Gólgota, Por Juan Arabia | Remembrances


año 5 -
versión 15
REMEMBRANCES


Sobre Canciones del Gólgota, de Juan Arabia

La edición del primer libro de poesía de un autor produce dos acontecimientos: uno en la vida de ese poeta y otro en la vitalidad misma del género.
Para el autor, significa ingresar en una nueva dimensión de su escritura, pues abandona el estadio anterior, cuando los poemas son escritos y guardados para sí y para el círculo aislado e íntimo. Se trata del paso de un grupo de sentidos asignados a la esfera de lo privado, a un ámbito nuevo, el público, donde reina la mirada del otro, el que ningún compromiso afectivo o de otra índole tiene con nosotros. El innumerable otro realizará –porque el número y la diversidad son sus características más evidentes- las lecturas más disímiles del texto que, antes de ser editado, tenía una voz unívoca, era vocero de un solo universo: el propio. En vez, al surgir como volumen publicado, el texto ingresa acabadamente en el mundo de la multiplicación, en el de la polisemia: habrá de él continuas reescrituras, precisamente una por cada lector.

En lo que concierne al género en sí, se tratará de una posibilidad de avance o de retroceso, pues ya sabemos que en poesía, la cantidad de títulos publicados en un año no significa necesariamente un engrandecimiento: en la poesía argentina, por citar un exclusivo caso, específico, ha habido años en los cuales el género ha retrocedido, pese a  –o quizá también, a causa de- la gran cantidad de primeros, segundos y hasta terceros libros de cada autor que se habían editado. La poesía, como el amor y en menor medida, la muerte, no es una entidad democrática: elige dónde pronunciarse, dónde surgir, qué iluminar y qué dejar para siempre a oscuras. Su manifestación es cualitativa, no cuantitativa: caso contrario, le estaría dando la razón a un ingenuo –vamos a llamarlo así- que me encontró en un restaurante de Buenos Aires, una noche, y me dijo, refiriéndose a una multitud en cuya compañía había ingresado, que estaba constituida por 100 poetas. Me alegré del optimismo numérico del entusiasta, aunque no pude dejar de advertirle que-lamentablemente- no surge un centenar de poetas en un siglo.
Definitivamente, el criterio de la poesía es cualitativo, y es por ello que, si bien nos va a alegrar, inicialmente, de que se edite un nuevo libro de poesía y que el mismo sea el primero que nos entrega asimismo un autor novel, luego, inmediatamente, vamos a querer conocer si en el libro ya se anuncia una voz genuina; si hay vestigios, trazas, evidencias o signos ya indiscutibles de que esa voz crecerá a partir de esos síntomas concretos, de esos gérmenes de auténtica poesía que el buen ojo del lector del género reconoce, cuando están presentes, desde la primera entrega...

Paradojalmente, la genuina poesía en ciernes parece una materia intangible, inclusive muy difícil de describir; de hecho, nos resulta siempre arduo establecer prosísticamente por qué tal o cual verso tiene una potencia que se impone a la ofrecida por los demás; por qué razones indetallables, hay un poema que sobresale no sólo en ese libro determinado, sino en el conjunto de muchos otros que, con mayor o menor alegría, accedemos a leer en el curso de un año. Por otra parte -aquí radica, creo yo,  el núcleo de la paradoja que nos acerca la poesía- esos conjuntos de palabras que restallan bajo la lectura y que poseen una potencia y una hondura inefables, parecen no necesitar mayores comentarios o agregados, desgloses o notas al pie. Están indiscutiblemente allí, y a su lado todo otro detalle parece accesorio, inútil, innecesario, pues dichos desgloses resultan reduccionistas, incapaces de dar cuenta del fenómeno que ofrecen esas originales piezas del rompecabezas castellano, cuya forma no se parece en nada o a lo sumo, se parece muy poco a las de otros fragmentos del idioma.

En el primer libro de Juan Arabia –muy personalmente lo digo- creo advertir destellos de esa voz que elevará luego, enriqueciendo el género con versos nuevos, similares muchos de ellos a los que aquí presenta al lector. Ello quiere decir que aquí, en este volumen, el lector ya podrá apreciar la presencia sacudidora y sorprendente de algunos hallazgos que le debemos al autor; que le deberemos para siempre. Es verdad que todo primer libro acusa influencias visibles, contaminaciones y condescendencias de las que el joven autor es el único culpable; pero también es cierto que aquí, en Canciones del Gólgota, si sacudimos bien la coladera, para que retenga ripio y otras imperfecciones, en el fondo del cubo veremos brillar más de un fragmento de aquello que buscamos al abrir un libro de poesía. En tren de minería literaria, hay aquí una buena veta, la de Arabia, que promete ensancharse pronto: nos queda el privilegio de ser los primeros en leer los primeros versos de este autor, que ha agregado al mundo un objeto que antes no existía, el libro que tenemos en las manos, y algunos mundos más, que son aquellos que él habita.

En principio, vemos que Arabia no se propone escribir como un período de la historia literaria, sino como un poeta, y ello, además de un sano ejercicio de ortodoxia poética, ya es un rasgo de plena originalidad, visto lo fácil que caen en la tentación de ser “contemporáneos a ultranza” muchos de sus compañeros de generación, simplemente porque algunas razones, definitivamente extrapoéticas, parecen imponer esta condición, más propia de la moda que de la letra. Es un primer rasgo de valentía, además de originalidad. Aunque no es lo más importante del volumen, no quise dejar de destacarlo, por lo desgraciadamente inusual y por todo lo que nos dice sobre el autor de estos versos.

En segundo lugar, pero no por ello menos importante, se comprenderá fácilmente, están los rasgos apreciables en la versificación libre de Arabia, donde las palabras surgen de una cosmogonía que está haciendo propia, suya, diseñando los rincones y las profundidades de un universo particular. Este mundo virtual que habita Arabia está en permanente construcción, en continua expansión y modificación. Es un cosmos dinámico, no pasivo, sino continuadamente transformado por la misma escritura que lo expresa; tenemos la certeza de comprenderlo, de haberlo comprendido, casi, al cabo de varios versos que hemos leído; pero ya, a la vuelta de página, nuestro nuevo autor nos brinda un paraje nuevo, introduce flamantes modificaciones en aquello que creímos acabar de abarcar con la lectura y de esta habilidad, principalmente, vienen esas sorpresas que salpican la lectura hacia lo hondo de Canciones del Gólgota. Verso a verso, como era previsible, encontramos esta similitud o aquella otra con algo que ya leímos en diferente sitio; pero separando dentro del mismo verso o del mismo poema esta capa de disfraz, lo que podemos ver claramente es el tratamiento personal que el autor le ha dado a un concepto o una forma que le ha brindado otro. Allí nos embosca una nueva conceptualización que es genuina y propia de Arabia; está entera, evidente, o tenemos de ella un gran vestigio; seguramente, en su segundo libro la veremos más nítida, si es vestigio o evidencia mediana en éste, pero aquello que es nuevo y propio ya del autor se ofrecerá engrandecido y caminará sin duda con pasos todavía más firmes que los que da ahora.

Un tercer aspecto, a tomar en cuenta en este inicial Canciones del Gólgota: trasunta sinceridad. El autor no miente: siente y escribe cuando siente y quiere escribir. No se impone hacerlo, porque vaya a desear escribir perentoriamente un poema. Para Arabia no hay intención o imposición de escritura; este defecto o pecado mortal del género, al que bien podríamos denominar “alevosía seudopoética”, que lleva a tantos a forzar la pluma cuando nada hay para decir, da por resultado cuerpos muertos, quizá bellos -si al delincuente literario le dan las mañas- pero exangües, carentes de la más mínima chispa de vida. Es por ello que en lo escrito por Arabia, aunque se noten imperfecciones, todo se muestra como la expresión de lo vivo, que puede ser sufriente –de hecho, así se muestra en buena parte del corpus del libro- pero nunca enfermo por el vicio de escribir sin tener nada que decir, o nacido muerto por la misma causa.

Como dije antes, estas pobres glosas de lo hecho por Arabia en este libro, al contener el volumen genuinas muestras de poesía, no pueden siquiera reflejar a medias de qué se trata Canciones del Gólgota, pero quizá le den alguna orientación o pálida descripción al lector -no el mapa de caminos que él mismo va a construir, seguramente-. Pero si atinan mis palabras liminares a ratificarle que yo, como él, he gozado al encontrar muestras claras del auténtico metal de que está hecha la poesía -entre tanta falsificación al uso, en nuestra lengua y en otras- en este primer libro, estas glosas habrán servido de algo, además de tener el honor de haber acompañado la primera edición, de la primera obra de un poeta de verdad.
¿Qué mejor, para un lector de poesía, que tener el privilegio de escribir sobre aquello que más le gusta, una vez que lo ha encontrado?



Luis Benítez
Buenos Aires, mayo de 2009




This world is half the devil´s
And my own
Dylan Thomas
Develar


Develarle al hombre
que los ángeles no están en el cielo,
sino debajo, en lo más profundo de la tierra.
Develarle, también,
que ya ha experimentado la eternidad y la muerte;
y que todo es posible,
mientras exista la convicción y el argumento.
Develarle que un pez en el agua
vale tanto como un ave en el cielo,
y como un niño que camina, solo e indefenso.
Develarle que beber vino,
no es sino anhelar nuevas cosas;
que el sapo y el lagarto le huyen,
pero no lo respetan.
Que el cielo es celeste,
aunque solo eventualmente.
Que su sombra no es sino el reflejo adverso de su alma.
Develarle al hombre que aquél que lo comprende,
se transforma en su amo;
y que los Evangelios Apócrifos
son tan falsos como la verdad y la mentira.
Develarle que en la ciudad
se aleja insistentemente de sí mismo;
y que aquél a quien más teme, es sólo él y nadie más.
Develarle que el mar
será un sinónimo de literatura;
y que un ejemplo
no es sino una metáfora cotidiana. 
Develarle que Schopenhauer
inmortalizó el universo en veinticinco años;
y que extrañar es la forma
más desinteresada de querer.
Develarle al hombre que no hay viaje más grato que el del tren,
y que la mañana es la primera y última puerta del día.
Develarle también que aquello de lo que escapa
no se encuentra en su camino;
y que sus pensamientos
son sólo una vaga e inútil extensión de lo que siente.
Develarle que una poesía crea,
que una ley destruye,
y que lo único que permanece en la quietud es su mirada.


Eidos

Temí pensar que eras tú y no un lugar, el motivo de mi alegría.
Regresé temblando, como un niño perdido,
recorriendo los desolados rincones,
y contemplando la infinita y geométrica parra.
El aire era tan distinto a todo lo demás,
como cuando estabas conmigo.
Las calles, tierra mojada hacia el atardecer,
me llevaban a los mismos y maravillosos lugares:
el tranquilo y solitario cementerio,
el silencio irrepetible del silencio,
el efímero entusiasmo de saber que no nos cruzaremos con nadie.
Yo quería vivir allí, por siempre,
en ese mismo momento, y bajo esas precarias circunstancias.
(Tú preferías volver, hacia el gris y sórdido detalle)
Aquí las horas desaparecen;
mientras somos, estamos siendo también el mayor de los enigmas.
Un lugar perdido y desconocido por todos me delata.


Elegía

Eres los otros, y ya nadie te escucha.
Y sólo eres canción, algunas palabras, elegía.
La tarde es la tarde, y Borges es Whitman.
Ya no estás entre mis páginas
y te escucho sólo en los sueños;
esa esperanza que no existe.
Allí eres quien conocía,
allí eres, mientras dormías.
No siento tu ausencia: todo lo fuiste.


The Magician
a Hermann Hesse

Aquél, quien nunca se olvidó de ti,
es quien te escribe, alma,
que vuelve siempre con su renovado amor,
y es conocedora de Abraxas,
y de las más sórdidas sendas.

Porque sabe, como muchos,
que las formas aparentes no son más que un juego;
que proceden del aliento de Dios,
del baile destructivo de Shiva,
y de la bondadosa sonrisa de Vishnú.

Son ellos tu sombra y tu camino,
innumerable estrella anticipadora,
quienes prefiguran tu mejor rostro
en las últimas de las funciones
de un teatro mágico y exclusivo.

Máscaras caen como lágrimas huérfanas;
y huyen como lagartos enfurecidos.
Guardián modesto y reflexivo,
que se atreve a los secretos del único reino,
y del estadio más profundo. (El tercero)

Amigo del hombre, del insomnio y de lo imposible;
en el último invierno de tu vida,
tu sueño y ventura se cumplirán.
Escuchas a tu espíritu que en la eufórica noche dice:
“Sí, Soy Fausto, soy Fausto, tu igual”.


La tarde

Has hecho de mí un hombre sentado, solo, que bebe café y fuma,
y enciende el próximo cigarrillo con el que ya termina.
Me has llevado a la profundidad de mis pensamientos;
aquellos que no deseo tener,
pero que igual insisten en sobrevivir.
La exhibición de un cuerpo, allí afuera,
que escribe algo que servirá de poco (o mucho)
aunque al menos me distrae.                                   
Intento olvidarte, tarde que ya se marcha;
y que volverá, todos los días hasta el fin.
Para vislumbrar a un hombre, en el mismo lugar,
que compondrá un verso superior a éste.
La noche te apaga, lentamente,
llevándote a un sitio que tú sola conoces.
¿Qué haces en aquel momento, ingobernable tarde?
¿Eres tú aquella misma, que en otros lugares
se aproxima mientras aquí desapareces?
¿En qué te diferencias del resto del día?
Te siento distinta a todo lo demás:
ya que en la tarde es cuando suceden las cosas.
Rostro del tiempo, reconciliador puente, eterno cambio, luz y sombras;
tendré que acostumbrarme a vivir sin esas respuestas.
Quizá seas, como nosotros, sólo un disfraz de lo imperceptible.


Arpegios


Nightmare

Despertar como uno era,
es tan desalentador
como una prueba,
una verdad.


La Mañana

Todo sucedió
por vez primera una mañana.


En la Mañana

En la Mañana
no debo preguntarme por las cosas.


El enemigo

Cuando un hombre
se arrodilla ante sí mismo,
apártate de su camino.
Está naciendo.


Bragado

Mientras otros te sueñan
en la tarde
que ya no es de nadie,
tu sol enaltece
el único de mis caminos.


Jareth

Siempre anhelaré recorrer
la encrucijada del búho blanco,
que cambia como mis días.


San Francisco

“Vagaba por los valles del mundo
en busca del monte con silueta de calavera.”
San Francisco de Asís. G.K. Chesterton


El joven viste el desnudo,
sobre la más fría eventualidad de la naturaleza.
Se encuentra solo y sin destino,
pero es más valiente aún que los seis demonios juntos.
Olvida su pena, mejor dicho, la desconoce;
y no pudiendo más que sufrir canta
en el lenguaje de los trovadores.
Silvestre misionero,
en las calles profesó su doctrina.
Como Cristo y como el poeta,
lleva en ese largo camino su cruz a cuestas.


Carmelo

No recuerdo tus últimas palabras,
ni el tono de tu voz, ni tus costumbres.
Ni tu andar, ligero o lento,
ni las eternas cartas de tu partida.
No servirá de nada preguntar esas cosas,
porque recuerdo las tardes de silencio,
en esa triste esquina,
en donde compartíamos el sol, que todavía quemaba.
Era una huerta tu escondite,
tu única puerta a la soledad,
ahora que entiendo, y que busco las mismas cosas.

No recuerdo ninguno de nuestros diálogos,
a no ser algunas palabras,
que sólo tú pronunciabas de esa forma.
Porque camino aún esas mismas cuadras a tu lado,
saludando a quienes ya me conocen.
Eras tan grande,
que no sólo eras el padre de mi padre,
sino un nombre que jamás volví a escuchar;
a no ser cuando alguien te recuerda,
acaso en la anécdota,
y su vaga costumbre de magnificar.

Un hombre es inmortal en vida,
cuando ya pasea en un carruaje sin puertas;                 
y cuando en la memoria de un niño,
es sólo bondad, amistad y cariño.

Una tarde, como cualquier otra,
tuve que acostumbrarme a la desdicha
de saber que no volvería a encontrarte.
Salvo en los sueños,
en los efímeros recuerdos,
y en la viva imagen de mi padre.


La muerte no puede ser más,

que un último paseo, de noche y en silencio.
Quedan los pocos,
y las calles son nada más que calles.
Los faroles iluminan esa desolada esquina,
la de los de bancos vacíos;                                         
y a ese hombre y esa mujer, desconocidos.

Todo sucede por sí mismo.
Desaparecen los recuerdos,
lo bueno y lo malo;
y la tristeza no es tanto o más que melancolía.
Siento la última y suave mordida,
al fin he quedado solo.
Vuelvo a mi nada.


Canciones del Gólgota

La voz del poeta:
ya nada queda de mí,
sino unas canciones
del Gólgota.
Un puñado de epitafios
selectos,
por un juglar
que se aproxima al mono.

La voz del poeta:
y nada perdura
sino los versos que dicté,
en boca de buenos hombres
en el día que es uno.

La voz del poeta:
no escuchas el viento
ni el mar,
que son mi voz  primera
y única.
Los relámpagos caen,
y aún no sabes
cuáles son las canciones del Gólgota.

La voz del poeta:
el cuerno sostiene
el olvido
del que me has hecho,
y estoy hecho.
Las moscas siguen en mi cuerpo,
y aún no puedes cantar
al menos una canción del Gólgota.

La voz del poeta:
milenios han pasado
del perdón
al que fui dado.
No era entonces yo quien entonaba,
las canciones del Gólgota.

La voz del poeta:
mis actos fueron
los justos,
que ahora pronuncio,
y sin envolturas.
Entenderás, de una vez por todas,
quiénes dictan los versos que salvan.

La voz del poeta:
he sido el hombre,
el mismo Eco,
la muerte próxima;
y el mundo sigue sin entonar,
al menos una canción del Gólgota.

La voz del poeta:
lejos de ti
estaré por siempre.


Diario de un soldado (1983)

Muchas veces hablamos entre nosotros
para callar al silencio de la angustia,
para olvidarla; para recordar que somos hombres,
y no un puñado de desnutridas almas.

Aún no se si despertaré mañana. 
Me han dejado aquí,
como a  un solitario barco en medio de un océano de fuego.
Pienso haber muerto durmiendo,
y ahora, como un espíritu lleno de valentía,      
recorro ese mar con alas de niño.                   

¿Dónde han quedado tus sueños, joven soldado?
¿Qué estrella has mirado para recordar esos días
que han pasado y que ya no volverán?
¿Tu camino será una continuación del que viene?
¿De qué estás hecho?
Y Tú, que ya te has marchado,
¿A qué sabe ese mar?
¿A cuántos sueños de tu vida equivale?
¿Es tu vela la que oigo aullar desde aquellas aguas tan disímiles?
Veo desde aquí a mis remos cargados de sangre.
¿Qué silencioso demonio encoleriza a estas tenues aguas,
cargándolas de ira y desprecio hacia el hermano del hombre?

De barro te han hecho, y te sepultas en barro.                        
De frágil alma te conciben, y te hundes como el plomo.
Mis gritos son inútiles, nadie puede escucharlos.
Pronto siento el soplo de un viento en ambas mejillas,
y veo desde lejos a mi cuerpo moverse
dentro de la sombra de la barca.

¡Haz que despierte ahora muerto, Dios Mío!
¡O hazme un muerto para siempre, como ahora!


John Fante

“Y aunque nos una sólo una lágrima,
no existirán más penas en el horizonte”.


En un bosque encontré el ensueño;
uvas y polvo del solitario arbolado.
Era mi vida, la escrita; y su dueño
quien nunca más me ha abandonado.
No temo por mi verdad, ya no seré pequeño...
en la eternidad he sido fijado.


El camino que tomé

De las cosas que deparan los viajes,

recordaré un lugar que admiré en el tren.

El amor que no pudo ni podrá ser;

el extraño hombre que simulé habitar

sin proponérmelo. Recordaré los

versos que allí leí, como nunca otro;

La completa herida del atardecer.

El otro camino, que no tomé…


Ha quedado detrás, como una sombra,

la ennegrecida huella de la muerta hoja

derribada otra vez por mis recuerdos.

 

La noche

 

Como la de un determinado aroma,

la noche será, entre todas, sólo una.

Contemplando a la solitaria luna,

un alma verás que por fin se asoma.


Inmóvil mar que duplica en estrellas

a sus despiertos; niebla eres del día,

vestigio del atardecer. Tardía

ventura, de máscaras y querellas;


La sombra es sólo una extensión de tu ser.

En aullidos sacrificas tus prendas,

hasta que gobierne un nuevo amanecer.


Allí el silencio quedará sin vendas...

Y habrá en la tierra muy poco para hacer.

Dormiré en tu piel hasta que te enciendas.


Final

(o El enemigo de los Thirties)



La noche caía despierta en Greenwich Village,
y desnudas las estrellas perecían
como tu corazón;

en donde cabía un universo entero,
de luces primeras;
enceguecedoras como tu imaginación.

Sostenías tu copa,
enjaulada de demonios y tibia verdad,
de antaño no resuelto y espinas arenosas.

¿Alguno entenderá que esa cruz,
no es la misma que la de esos dos ladrones
que beben despiadados su pobreza?

Tu propósito es olvidar
una multitud entera de belleza.
Pero tus versos rugen, como encadenados:

Al fin los pájaros serán libres como el cielo;    
aunque en la próxima mañana
en el canto de sus alas desaparezcan.


Juan Arabia: (Buenos Aires - Argentina 1983) Estudió pintura con el maestro Ricardo Garabito. Ha publicado cuentos, ensayos y poesías en distintas revistas y antologías, tanto en su país como en el extranjero. Es fundador y director de la Revista Literaria Megafón, que se edita tanto en forma virtual como impresa en la ciudad de Buenos Aires. Su primer poemario, titulado Canciones del Gólgota, ha tenido el privilegio de ser prologado por uno de los grandes poetas argentinos: Luis Benítez. Actualmente dirige un seminario sobre las vanguardias estéticas de los años 30` en Argentina. Twitter.   


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